Cartas de un judío a la Nada

Budapest, 1852

La casa estaba en uno de los peores barrios de la ciudad. Lejos de los teatros, los torreones y las casas ricas de los nobles. Allí no había sedas ni rectísimas calles adoquinadas. Fuera de las murallas, los caminos eran de barro y los techos, de paja. Y en el peor rincón de aquel distrito condenado, atendía la adivina.

Era joven y bella. Mucho más de lo que me habían dicho. Su ropa no era ostentosa pero tampoco se vestía con harapos. Dos hombres altos, armados con largos puñales, la custodiaban. Mercenarios a sueldo, capaces de matar sin dudar a cualquiera que intentara pasarse de vivo con su jefa. La mujer ganaba buen dinero y les pagaba bien.

Todos decían que no vivía en esa casa. Tenía una hermosa finca en el campo, a una hora de camino de las puertas de la ciudad. Pero prefería atender allí, en esa casucha, ya que a muchos de sus clientes les interesaba tanto la información como el anonimato. En ese lugar plagado de delincuentes y prostitutas, nadie hacía preguntas, nadie nunca veía nada.

La verdad, no sé por qué fui a verla. Ya he visitado a cientos de adivinos. A esta altura, todos me parecen charlatanes. Pero lo cierto es que los años se dilatan y empiezo a ponerme nervioso. Los cristianos siempre están diciendo que el final está cerca, pero se suceden Papas y emperadores y las cosas siguen siempre igual. ¿Hasta cuándo durará este mundo?

— Veo dudas en las sombras de tu rostro — me dijo la mujer apenas entré. — Si no vas a creer en mis palabras, vete ahora mismo. No malgastes tu dinero.

Dudé. Tenía razón en lo que me decía. Dijera lo que dijera ella, seguramente no iba a creerle ni una sola palabra. Me di la vuelta y miré el camino que descendía hasta la puerta sur de Aquincum. Ya lo conocía. Sabía bien a dónde iba. Tenía que hacer algo. Tenía que tratar de que algo cambiara. Quizás no sirviera de nada, pero tenía que intentarlo. Me di vuelta y me senté.

— Veamos el oro — dijo ella.

Puse sobre la mesa dos monedas grandes y pesadas que mostraban la efigie de un rey muerto hacía mucho tiempo. No eran monedas del Imperio, pero no importaba. El oro es oro.

— ¿Sabes cómo funciona esto? — me preguntó.

— No — confesé.

— La vida pasa por tus ojos. Tus ojos han visto todo lo que has visto, te han acompañado por donde sea que hayas ido y, de alguna forma, están preparados para ver todo lo que vayas a ver. Tus ojos fueron forjados por el Dios del Destino. Mirando la forma de tus ojos puedo leer el significado oculto de tus líneas y revelarte aquello que aún no sabes sobre ti mismo.

— ¿Me dirás cosas que aún no han sucedido? ¿Cómo puede ser? ¿Acaso los hombres no pueden elegir su propio destino? ¿Somos todos marionetas de tu dios?

— Si así fuera, predecir el futuro no tendría sentido. ¿Para qué queremos saber lo que puede pasar si no podemos cambiarlo?

— O sea que me hablarás de un futuro que quizás no ocurra nunca. ¿Eso es lo que tú puedes ver?

— Los ojos del Oráculo son como un caleidoscopio… En cada fragmento de la imagen se puede ver uno de los muchos futuros posibles.

La mujer se me acercó y, a medida que dejaba que su Don se apoderara de ella, empecé a sentir su poder abrasador que me rodeaba y me atravesaba. Miró a mis ojos y hurgó en lo más profundo de mi alma. Observó durante minutos, horas, días. Miró y no dejó de mirar. Y al final, suspiró, resignada.

— Lo siento, no puedo seguir — me dijo.

— ¿Cuál es el problema?

— Tienes un futuro largo. Demasiado largo. No puedo quedarme aquí hasta el final. He visto siglos y siglos y aún siento que no he visto nada. Estoy cansada, ya no puedo seguir mirando.

— No, no puede ser — le dije. — Me han prometido otra cosa. Que se terminaría. Sí, cuando todo lo demás acabe.

— Pues para eso falta mucho. Te he visto caminar por ciudades arrasadas por una guerra mayor que cualquier otra que haya conocido la humanidad. Te he visto mirar un cristal negro donde aparecía la imagen de un hombre blanco que caminaba por la Luna. He observado a hombres, mujeres y niños esclavizados, con los ojos fijos en pequeños espejos de los cuales salían imágenes y palabras. He visto a las mujeres secarse el vientre a propósito y a los hombres mutilar su hombría para no tener descendencia. He visto a la humanidad menguar. He visto cómo estallaba el Sol, cómo los hombres quedaban desolados y perdidos. He visto siglos enteros de oscuridad y soledad en una tierra de hielo, viento y nieve. Te he visto forjar una espada, entronar a un príncipe y luchar en una guerra de caballos y escudos. Te he visto llorar ante la tumba de ese rey y he dejado de mirar. Pero adelante, aún quedaban milenios.

 

» Si me lo preguntas a mí, te diría que tu vida no se terminará nunca.

 

Nemuel Delam

El judío errante