Badlands, el campamento de adictos al aire libre en Filadelfia donde la más pura heroína cuesta US$5 la bolsa

Los locales le llaman Badlands (“Baldío”). Es una zona de casi un kilómetro de extensión junto a las vías de tren en la ciudad de Filadelfia, en el noreste de Estados Unidos, que se ha convertido en refugio para cientos de adictos a la heroína. Esta semana el gobierno local va a empezar a desalojar y limpiar el lugar. ¿A dónde irán entonces los consumidores?

En el extremo superior de la calle Gurney hay un camino de tierra que pasa por detrás de un viejo taller de reparación de automóviles y llega hasta las vías de tren.
Si avanzas por el camino, encuentras un improvisado campamento bajo un puente donde se reúnen los adictos a la heroína. El suelo es un mar de jeringas y agujas usadas y de cucharas quemadas.
Los consumidores se reúnen alrededor de una mesa de madera para preparar las jeringas, atarse los torniquetes y golpearse los brazos en busca de venas para pinchar.
Un hombre se inclina sobre un espejo para encontrar un punto en su cuello, cuidadosamente atraviesa la piel con la aguja y se recuesta en la silla, con los ojos vidriosos.
Otros se alinean a lo largo de una larga viga de acero que forma parte del puente, desempaquetando agujas nuevas y preparándose para inyectarse.
Para aquellos demasiado nerviosos o demasiado drogados para encontrarse una vena, a pocos metros de distancia hay una choza de madera donde vive un hombre conocido como “el médico”, que pincha por un dólar.
Le llaman “El Campamento”, el punto más concurrido de un puñado de rincones escondidos a lo largo de casi un kilómetro de vía de tren entre la calle 2 y avenida Kensington.
Por más de 20 años, las personas sin hogar y los drogadictos han encontrado refugio en esta zona. Hoy en día unas 70 personas viven a lo largo de las vías y hasta 200 pasan por ahí para inyectarse.
Los consumidores dicen que es un lugar seguro, lejos de la policía y del resto del público, donde las personas se cuidan entre sí y los trabajadores sociales visitan regularmente. Allí siempre hay Narcan -un espray nasal para evitar las sobredosis- a la mano.
Pero esta semana la ciudad comienza a despejar la vía y echar a los consumidores.
Tras meses de negociaciones entre las autoridades y la compañía ferroviaria Conrail, funcionarios custodiados por la policía van a entrar por el final de la avenida Kensington y recorrerán todo el camino, desechando unas 500.000 jeringas usadas, derribando estructuras y rellenándolo con escombros y hormigón para evitar la formación de nuevos refugios.


“Si nos sacan de aquí, van a tener a un montón de drogadictos en las calles buscando otro lugar donde inyectarse”, dice Luis, de 41 años.
El hombre, un padre de dos hijos, con cabello enmarañado y ojos apagados, nos pide que no usemos su verdadero nombre.
Cada mañana Luis se despierta en una choza de madera destartalada y, al igual que “el médico”, pasa sus días inyectando a otros usuarios. La tarifa es de un dólar o un sexto de una inyección de heroína, el método de pago elegido por la mayoría de la gente. Cada seis inyecciones Luis puede pincharse.
Durante 22 meses estuvo limpio, hasta que su esposa tuvo un infarto en el baño y se ahogó. Días después, estaba en las vías ferroviarias.
Sentado sobre una barrera de cemento en la calle Gurney, Luis abre y cierra una navaja con una mano y deja que un cigarrillo se queme lentamente en la otra. “Lo tenía todo”, dice. “Tuve una vida hermosa, tuve una esposa hermosa, y en un abrir y cerrar de ojos se me fue arrebatado. Eso fue hace un año y una semana”.
“Al menos acá abajo sabes que puedes conseguir droga segura, jeringas nuevas e inyectarte sin que nadie se meta contigo”, asegura.
“Si cierran esto, tengo que empezar de nuevo. Tengo que encontrar un nuevo lugar donde pueda recostarme de noche sin tener que dormir con un ojo abierto”.
A lo largo de las vías ferroviarias, persona tras persona aseguran que, si eso pasa, simplemente encontrarían otro rincón en Kensington, un barrio marcado por la pobreza y el consumo de heroína.
Kensington supo ser una activa zona industrial a la cual llegaban desde las afueras de Filadelfia en busca de trabajo. A medida que los oficios manufactureros fueron desapareciendo, las tasas de empleo y los precios de las viviendas se desplomaron, los hogares fueron abandonados y tapeados, y la venta ilegal de drogas apareció.
Ahora la gente llega a Kensington de distintas zonas de la ciudad, estado y país en busca de heroína. Se dice que es el mayor mercado de drogas al aire libre de toda la costa este.
En una breve caminata entre la calle Gurney y el parque Hope, prácticamente en cada cuadra hay vendedores pregonando marcas de heroína –“Entonces, Vuela”, “Cuidado” y “Cowboy”– desde tan sólo US$5 la bolsa.
La heroína que se vende aquí está entre las más puras, baratas y letales de Estados Unidos. Corre por las venas del lugar, convirtiendo parques públicos, iglesias, casas abandonadas y esquinas en lugares donde inyectarse.
Previo a las vías de tren, la ciudad limpió la plaza McPherson, un pequeño parque en avenida Kensington donde se encuentra la biblioteca local, que se había convertido en un refugio de adictos.
En mayo, medios nacionales informaron que los bibliotecarios estaban siendo entrenados para revivir personas con sobredosis en el parque rebautizado informalmente como “parque Jeringa”.
Entonces fue suficiente: las autoridades echaron a los consumidores del lugar.

“En los años 70 era un parque hermoso”, dice Joe Grone, un hombre de 53 años que se mudó a una de las esquinas de la plaza McPherson hace más de 40 años.
El año pasado se pinchó con una aguja usada cuando atravesaba el parque. A su nieta de 5 años le pasó lo mismo al sentarse en los escalones de la puerta de entrada a la casa. “Este lugar debería ser para los niños, no para las jeringas”, dice.
Hoy en día, en la mitad de la plaza hay una unidad móvil de la policía y los uniformados recorren el lugar en bicicleta. Los niños corren y las tardes son felices en la plaza Jeringa.
Pero los trabajadores sociales se preguntan a dónde irían los consumidores expulsados.
Poco después de que la plaza fuera despejada, hubo informes de que una iglesia abandonada en la calle Westmoreland se había convertido en su nuevo refugio.
Cuando la policía fue hasta allí, encontró una pareja joven de adictos. Habían improvisado un hogar, guardando sus pertenencias dentro de los tubos del órgano. Mientras esperaban detenidos, debatían qué casa abandonada era más segura.
“Esa es una conversación que seguirá ocurriendo en este barrio”, dice Kate Perch, coordinadora de la organización caritativa Punto de Prevención, que tiene un programa de intercambio de jeringas seguras.
“Desocuparon McPherson, desocuparon (la iglesia en) Westmoreland y ahora los rieles están a punto de ser desocupados. ¿Qué pasa con estas personas cuando ese sitio ya no esté disponible? ¿A qué lugar seguro irán?”.
La preocupación de personas como Perch es que los consumidores más vulnerables terminen en algunas de las cientos de casas abandonadas de la ciudad, donde los trabajadores sociales no pueden ir porque es demasiado peligroso y donde la gente va a sufrir sobredosis sin que nadie los vea.
Por segundo año consecutivo, Filadelfia está proyectando un aumento del 30% en las sobredosis anuales, pasando de 900 a 1.200, cuatro veces el número de asesinatos.
El fentanilo, un tranquilizante que es entre 50 y 100 veces más potente que la heroína y que está provocando muertes en todo Estados Unidos, ha infectado el suministro de esta droga que entra a Filadelfia desde los puertos.
“La droga que anda en la vuelta ahora es fentanilo, es tranquilizante de elefante, es veneno de rata, cosas así”, dice James Russell, un joven local de 30 años que consume heroína desde los 15 años, quien se preparó una taza temblorosa de café instantáneo mientras esperaba en el Punto de Prevención.
“Escuchas que alguien se inyectó determinada droga y terminó con sobredosis, y siete de cada 10 personas se van a apresurar a ir a buscar esa droga. Es una locura”.
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José Ojeda voló a Filadelfia lleno de esperanza. Llegó como adicto, buscando tratamiento en un centro de primer nivel ubicado en el corazón de la ciudad. Al menos eso es lo que le habían dicho en Puerto Rico.
Pero como le ha pasado a otros cientos de personas, Ojeda aterrizó en una de las tantas casas de rehabilitación sin permiso oficial, donde las personas adictas son usadas para el beneficio económico del centro y, en muchos casos, acaban en la calle.
“Estoy buscando ayuda, pero me resulta imposible porque no tengo papeles”, dice Ojeda, sentado en un terreno vacío junto a las vías ferroviarias. Una vez, mientras estaba desmayado, le robaron la billetera donde tenía su documento de identificación.
Ojeda tiene 42 años, la mirada perdida, los ojos inyectados en sangre, la piel áspera y marcada por agujas, y una mano toda apretada contra su voluntad. Piensa mucho en su madre, quien murió en Puerto Rico mientras él estaba en Filadelfia, y en su hija y nieta, que todavía están en la isla.
“Estoy atrapado aquí ahora con mis manos consumidas. No sé hablar inglés, voy a lugares para pedir ayuda y no me entienden. Eso me empuja a las drogas”, dice.
Sin identificación no puede recibir tratamiento ni volver a su casa. Está atrapado en Kensington, muy lejos de Puerto Rico, con un hábito de heroína que no consigue sacudirse.
Las barreras para conseguir tratamiento en Filadelfia son altas incluso con una identificación personal.
La ciudad tiene una cantidad estimada de 70.000 consumidores de heroína y menos de 15.000 opciones de cuidado, sumando todas las opciones disponibles.
El programa “Casa Primero” le da un techo a los usuarios problemáticos sin demandarles que abandonen las drogas, pero hay sólo 40 lugares disponibles para los 400 indigentes que se encuentran en Kensington.
La ciudad ha prometido US$250.000 adicionales para vivienda de asistencia y planea ceder un lote vacío en la calle Gurney por tres días durante el cierre de las vías de tren.
Pero, aún si existieran opciones de tratamiento para todos, la adicción hace que muchos no quieran o no puedan buscar ayuda.
“La adicción es una enfermedad estigmatizada en este país”, asegura Roland Lamb, subcomisionado del Departamento de Salud Conductual y Servicios de Discapacidad Intelectual (DBHIS, por su sigla en inglés) de la ciudad. “La posibilidad de una persona adicta de recibir el tratamiento que necesita es de 1 en 10”.
DBHIS está trabajando con grupos como Punto de Prevención para llegar a los usuarios antes de que sean expulsados de las vías de tren.
La organización comenzó a operar hace 25 años haciendo intercambio de agujas de forma secreta y hace 2 años se mudaron al edificio de una antigua iglesia metodista en el corazón de Kensington, a unas pocas cuadras de los rieles.
Cientos de consumidores llegan al edificio desde distintos rincones del barrio y más allá para realizarse controles, pedir un paquete de agujas nuevas o simplemente conversar.
“Este lugar es una bendición”, dice Laura, de 41 años. Pasó 15 años viviendo en la calle, consumiendo drogas y prostituyéndose, antes de desintoxicarse y encontrar lugar en un refugio. “La primera vez que vine estaba sumida en mi adicción”, cuenta. “Ellos salvan vidas todos los días”.
Pero no todo el mundo está agradecido.
Autoridades locales y residentes se han opuesto a la tarea de Punto de Prevención, diciendo que atrae a los adictos a la zona.
No cabe dudas de que las agujas que entregan salvan vidas: las infecciones de VIH por el consumo de drogas en la ciudad bajaron del 50% a sólo el 5% desde que esta organización comenzó con su programa de intercambio. El problema es que algunos usuarios se inyectan en cuanto salen del edificio.
“La comunidad dice: ‘No queremos esto en nuestro barrio’. La ciudad dice: ‘Oh, por Dios, hay que hacer algo’. El problema es: ¿qué es ese ‘algo’?”, explica José Benítez, director ejecutivo de Punto de Prevención.
A medida que fue corriendo la voz de que desocuparían las vías de tren, el miedo y enojo comenzaron a surgir en los grupos locales de Facebook.
Filadelfia debería “empezar a ejecutar a los vendedores de droga en el lugar”, escribió un residente. “La mejor solución es que, si alguien llega a una emergencia médica lleno de heroína, lo dejen morir”, escribió otro. “La muerte es lo mejor”, fue una de las respuestas.
El nivel de agresividad preocupa a Dan Martino, miembro de un grupo llamado Iniciativa para la Prevención de la Sobredosis (Popi, por su sigla en inglés). El segundo miércoles de junio, Martino se dirigió a Mick’s Inn, un pequeño bar en Port Richmond, un barrio vecino de Kensington, donde unos 30 residentes locales se habían reunido para discutir lo que sucedería cuando despejaran los rieles. Después de escuchar por hora, decidió hablar.
Le preguntó a los residentes si estarían interesados en una solución que reduciría la tasa de mortalidad en un 30%. Murmuraron que sí. Preguntó, entonces, si les gustaría ver bajar las tasas de criminalidad y la cantidad de agujas en las calles. Todos estuvieron de acuerdo.
Luego explicó que la forma de lograrlo es creando sitios seguros parainyectarse. La atmósfera en la habitación cambió por completo. Dos mujeres se fueron del lugar.
A la salida, Martino se acercó a una de ellas: su hija había muerto de una sobredosis y le afirmó que, si descubriera que alguien le da un lugar a los adictos para inyectarse, querría dispararle.
Los centros de inyección seguros son lugares donde los consumidores pueden hacer analizar sus drogas e inyectarse en presencia de personal médico. Para algunos son la última esperanza de Filadelfia; para otros, algo impensable.
“Cuando empecé a abogar por esto había un muro de resistencia, gente que me gritaba como nunca me han gritado”, dice Martino. “Pero esta gente va a consumir drogas de una forma u otra, esa es la realidad en la que vivimos. Vivimos en un mundo de heroína y mientras no encontremos una manera de impedir que llegue desde los puertos, esto es lo que tenemos que hacer”.
La mujer que salió de la reunión fue Kathleen Costello Berry, quien vivió toda su vida en Port Richmond. Su hija murió de sobredosis tras ser abandonada en el estacionamiento de un hospital. Tenía 17 años.


“Perdí a mi hija. Si alguien se hubiera atrevido a decirme que ella podía ir a un lugar seguro a inyectarse mientras la vigilan…”, empieza Costello hasta que se le corta la voz. Entonces remata: “No, no hay manera segura de inyectarte veneno en las venas”.
Todavía no hay centros de inyección seguros en Estados Unidos. A medida que la epidemia de opioides crece en el país, varias grandes ciudades como Nueva York, San Francisco y Seattle están comenzando a considerarlo, pero hay una fuerte resistencia política a la idea.
En Vancouver, Canadá, hay uno de estos centros y las estadísticas sugieren que disminuyó el número de muertes.
Todos los días se realizan más de 700 inyecciones y nadie ha muerto allí desde que su inauguración, en 2003. La clínica estima que ha prevenido 5.000 sobredosis fatales.
Pero el entonces gobierno conservador luchó hasta la Corte Suprema para evitar su apertura.
En Filadelfia, un nuevo grupo de trabajo enfocado en el tema opiáceos “explorará” la posibilidad de abrir uno de estos centros, dijo un portavoz del alcalde James Kenney, citando “serios problemas legales, prácticos y de aplicación de la ley que tienen que ser considerados” primero.
Algunos funcionarios locales aún se oponen. “Hemos trabajado mucho para llegar al fondo de este asunto”, dice María Quiñones Sánchez, concejal del distrito 7 de la ciudad, que abarca Kensington. “¿Realmente queremos dar el mensaje de que puedes venir aquí, comprar drogas baratas y tener un lugar para usarlas?”.
Sin embargo, la estrategia actual, que consiste en limpiar un parque, una iglesia o unas vías ferroviarias y empujar a la gente a irse a otro lugar, no parece estar funcionando. Ha creado un carrusel sombrío en Kensington que amenaza con causar más muertes solitarias.
Consumida por la adicción y sin voluntad para recibir tratamiento, la mayoría de la gente continuará ingresando a las vías de tren.
“La heroína es lo que está matando a la gente, pero no dar a la gente la oportunidad de pedir ayuda o de buscar tratamiento es lo que los mantiene en lugares como las vías”, afirma Martino. “Estas personas no quieren morir y no quieren vivir así”.
La semana pasada la vida seguía como de costumbre en las vías de tren. Después de tantos retrasos, pocas personas parecían creer que los bulldozers realmente llegarán al lugar. Pero el plazo de la empresa ferroviaria para comenzar a trabajar es el final del mes y la ciudad ha dicho “basta”.
Luis seguía inyectando a la gente y consumiendo las ganancias de su negocio, lo suficiente como para sofocar el dolor del primer aniversario de la muerte de su esposa, que había ocurrido unos días antes. No podía ver una salida.
“Voy a tratar de romper la valla y volver a entrar”, afirma. “No tengo otro lugar al que ir.Es aquí o en ninguna parte”.
A pocos metros, junto a la mesa de madera, hay otro usuario, Manuel se dio su primera inyección de heroína hace años en ese mismo lugar. “Aquí es donde empecé, es el único lugar al que he ido”, dice. “Si este lugar no estuviera aquí tal vez sería más fácil para mí detenerme.
“Es como si mis piernas me trajeran solas. Si cierran estas vías, no sé qué voy a ser. Espero que mis piernas me lleven a algún lugar mejor”.