El secuestro desde adentro

Santiago López Menéndez contó como vivió los días de cautiverio en Nigeria y las experiencias que fue atravesando. 

santiago-lopez-menendezLa cara contra el piso y un fusil AK 47 que lo apuntaba por la espalda. ¡Kill, kill, kill! Sus tres captores le gritaban con saña. El inglés era rudimentario, pero no había dudas. Decían kill (matar) y decían money (dinero). Caía la noche y Santiago López Menéndez llevaba tres días caminando por la selva nigeriana. Entonces sí creyó que lo mataban.
“Ya tienen el rescate. Me limpian acá y no me encuentran nunca más”, pensó. Eran las 19.30 del viernes 26 de junio, 62 horas después del secuestro y cinco horas después de la única prueba de vida, una llamada que, a pedido de sus secuestradores, Santiago les hizo a sus jefes al campo de Kaboji, de donde se lo habían llevado.
Calcula que caminó entre 120 y 150 kilómetros (apareció a más de dos horas por ruta de campo). Todo lo que comió fueron dos huevos duros. Tomaban agua sucia de los riachos que atravesaban. Jamás se cruzaron con nadie.
Había tenido una mala premonición cuando, la tarde de ese viernes, Omar, el más viejo de la banda, se encontró con ellos en un valle y cambió a uno de sus captores. Se llevó a Abu Akar, que había sido los dos días anteriores el que lo empujaba y le gritaba con más furia, y dejó a Andy, el reemplazo, todavía más seco y violento.
“Desde el día anterior, me decían que me iban a liberar, pero caminábamos cada vez más adentro de las montañas. Sentí que Andy, que no me conocía, venía para matarme.” Santiago está sentado en el living de la casa de su hermano Jorge, en Beccar. Lo de los López Menéndez es un desfile de amigos y parientes que entran sin golpear. Se ríen, lo cargan, se abrazan.
Con Abu Akar también lo había pasado mal. Sobre todo, el primer día, cuando pensaron que era estadounidense. “Traté de explicarles que era argentino. Les dije «Argentina, South America». Escucharon América y se pusieron locos. Abu Akar me apuntó con el fusil. Agarré un palito y les marqué en el piso Nigeria, Estados Unidos y Argentina, pero nada. Entonces les dije: «Messi, Tevez, fútbol». Uno entendió Messi. Ahí aflojaron un poco.”

-¿Messi te salvó?

-[Se ríe] No, pero creo que me ahorró unos cuantos golpes.

Después del episodio Messi, Santiago se relajó. Pero no por mucho tiempo. Como era Ramadán y sus captores fumaban, él estaba convencido de que eran cristianos. Hasta que empezó a caer la tarde. Se enjuagaron las manos con el agua amarronada de la única botellita que llevaban (se la habían dado a cargar a él) y se arrodillaron a rezar. “Son musulmanes. Seguro de Boko Haram. Me llevan para el Norte. Termino degollado en Libia”, pensó.
Poco después se dio cuenta de que no. Hoy está seguro de que lo secuestraron porque un blanco, expatriado, es sinónimo de dólares. “Eran fulanis, nómades que crían vacas”, cuenta. Lo confirmó cuando el segundo día, Mohamed, el más joven, se le acercó con su teléfono y le mostró una foto de su mujer y un videíto de sus vacas. Después, se acostó en la piedra de Santiago y le volvió a mostrar el teléfono para que vieran juntos una película. “Berreta. La película eran todos tiros y gente que volaba por el aire. Me corría para acomodarme y Mohamed me perseguía con el teléfono”, se ríe.
Pero a quien de verdad Santiago quería tener lejos era a Abu Akar. Sentado sobre un tronco caído, le hizo señas de que se ubicara a su lado. Salvo el episodio de la Argentina casi no había hablado con ninguno de los tres. Abu Akar lo miraba fijo desde hacía rato. Le tocó el pelo y le acarició el brazo, mientras se le acercaba, provocador, y se reía con complicidad con Mohamed y Omar. “Mata mata, mata mata“, decían, y Abu Akar lo peinaba con la mano flaca. Ahí sí sintió pánico. No pasó nada, pero a Santiago lo van a cargar de por vida. “Mata mata”, como amenaza sexual, es el nuevo latiguillo de su grupo de amigos, desde que él, vía Skype, se los contó la madrugada de la liberación, riéndose con su sonrisa gigante y un Fernet en la mano.
La primera noche le pareció eterna. Pensaba en su novia, Alita, de quien se había despedido por la mañana para ir a trabajar al campo. Alejandra Perkins tiene 29 años, uno más que Santiago. Ella es bióloga. Él, ingeniero agrónomo. Desembarcaron en Nigeria en junio del año pasado, cuando a Santiago lo contrató la empresa Flour Mills para ser el agrónomo que asesorara en un campo de 13.000 hectáreas. Ellos vivían en una de las casas destinadas al personal jerarquizado, rodeada por alambre, dentro del campo.
Ese miércoles, el del secuestro, había empezado raro. A las 7.30 (3.30 de la Argentina) sonó el celular de Santiago. Era su mamá. “¿Están bien?” Estaban desayunando, como cualquier día. Ella les dijo que tenía una llamada perdida de él. Santiago -“el Rata” para la familia- jura que nunca la llamó. Los López Menéndez están convencidos de que fue una premonición.
Alita solía acompañarlo todas las mañanas. Se subía con él a la camioneta y le hacía de chofer dentro del campo. En la casa se aburría. Pero como acababa de llegar de viaje, ese día prefirió quedarse. Él estaba en medio de un terreno sembrado, dándoles indicaciones a unos 15 empleados, cuando oyeron unos tiros y aparecieron dos motos, con tres personas cada una. “En Nigeria, a veces van de a cinco”, cuenta Santiago. En seguida supo que lo buscaban. Traían dos fusiles. Lo subieron a su Hilux y se lo llevaron. La gente que había estado trabajando con él ahora corría por el campo en distintas direcciones.
Alita se enteró cuando le golpearon la puerta, al poco rato. “Santiago kidnapped [secuestrado]”, le dijo un vecino. Ese mismo día llegaron desde la capital el embajador y el cónsul argentino, que se instalaron y participaron de las negociaciones que vendrían. Los López Menéndez dicen que su apoyo fue clave. Alita llamó a Jorge, el hermano de Santiago, que estaba trabajando en Sierra Leona. El proyecto de Santiago y Alita era mudarse allí cuando terminara el contrato con Flour Mills.
Jorge vivió su propia odisea. Moto, taxi, barco, avión y horas en el consulado de Nigeria en Sierra Leona para conseguir la visa que le permitiera viajar al país. Lo acompañó a lo largo de todo el camino su amigo Emiliano Mroue, otro aventurero que lleva años en África. Emiliano tuvo que frenarlo para que no terminaran los dos presos. Parecía que perdían el avión y la empleada del consulado nigeriano pasaba las hojas del pasaporte de Jorge con parsimonia, mientras contestaba mensajes de WhatsApp y leía un diario. Jorge apretaba los dientes.
Finalmente, llegaron a tiempo al avión. Después vinieron dos días de tironeos con la empresa, su negociador local y los secuestradores. “Lo vamos a matar. Le pegamos un tiro en la pierna.” Las llamadas eran escalofriantes. Alita nunca quiso escucharlas. Se las contaban suavizadas.
Santiago, la primera noche en las montañas, agradecía que ella se hubiera quedado en casa esa mañana. Estaba tirado sobre una roca, cerca de una cornisa, con su gorro como almohada. Hacía mucho frío, y lo picaban arañas y mosquitos. Tenía una remera, pantalón largo y crocs. Desde que lo bajaron de la Hilux y empezaron a caminar, estuvo siempre con tres captores que llevaban dos fusiles y un machete. Sobre la roca helada pensaba en sus amigos, en el último asado de Año Nuevo. Trataba de rezar. No se acordaba el Padre Nuestro. “Dios, de esta salimos”, se había prometido cuando todavía iba en la camioneta y estaba seguro de que el secuestro iba a durar un ratito.
“Es loco, pero la primera noche pensaba: «Una foto de acá sería espectacular». Era bárbaro. El cielo todo estrellado en medio del bosque.” Empezó a dormitar. Santiago jura que no lo soñó. Que en sus tres días de caminata, además de ver los cielos más lindos del mundo, atravesó playas anchas de arenas blancas y se cruzó con una manada de unos 50 monos de casi un metro que ladraban como perros.
La segunda mañana pasaban las horas y nadie le había hablado de comunicaciones ni de plata. “Ahí dije: «Me tengo que escapar. Soy boleta. Corro. ¿A dónde voy? Les robo un arma cuando la apoyen. ¿Quedarán balas? Necesito una señal».” En un rapto de amor mágico se la pedía a la novia. “Alita, mandame una señal.” Llegó mediante una frase algo rústica de Abu Akar: “Your boss pay. You, home”. Parecía que su jefe había pagado el rescate. Entendió que lo largaban.
El pedido original fue de 500.000 dólares. El negociador ofreció muchísimo menos. Por pedido de la empresa, Santiago no quiere decir cuál fue el precio final que se pagó por su cabeza, pero la diferencia con la pretensión original fue enorme.
Desde la tarde del segundo día empezaron a decirle que se iba, pero seguían la marcha por las montañas, abriéndose camino en un terreno cada vez más irregular y tupido. Los pinches le atravesaban las crocs. Te vas a las cinco. A las seis. Más tarde. Hasta que dejaron de hablarle. Los secuestradores estaban nerviosos, prendidos a sus teléfonos. Él no les entendía una palabra.
Mohamed parecía el más relajado. El pago no se había hecho todavía, pero él debía creer que faltaba poco y quiso su selfie de despedida. “En una parada, se me acercó y me abrazó para la foto. También me ubicó, cuidando que me diera bien la luz, y me sacó a mí solo. Sin gorra, para que se viera bien el pelo. Les encantaba el pelo lacio”, cuenta Santiago. Él no es del todo lacio. Se le forman unos rulos atrás de las orejas y su contextura -es chiquito- hace que su pelo, algo crecido, parezca más largo. A Omar el joven (había dos Omar) le gustó la idea y también se tomó una foto con el secuestrado para atesorar en su propio teléfono. Abu Akar no fue de la partida.
Esa noche, resignado a que la cosa no había terminado, Santiago se propuso dormir más cómodo. Juntó hojas y se armó un colchón. No bien se acostó, Abu Akar decidió que ése no era un buen lugar. Lo obligó a levantarse y reacomodarse 20 metros más adelante. Haber perdido su cama y tener que empezar el trabajo de nuevo lo desmoralizó. Fue otra noche larga.
Llevaba más de 48 horas con ellos y había comido sólo los huevos duros cuando el día siguiente “Omar el viejo” apareció con Andy. Le trajo arroz a su gente y le tiró unos pedazos de pan lactal, en una bolsita, a Santiago. “No me los comí. Los guardé. Sólo quería irme a mi casa.” Anduvo con esos panes hasta el final.
Después vino la prueba de vida: le tiraron su teléfono y el chip para que llamara a su jefe. Pero hubo un desencuentro en las negociaciones y fue entonces cuando Andy, que había heredado el fusil de Abu Akar, lo tiró al piso y amenazó con ejecutarlo. “Me gritaban que llamara de nuevo. Estaban muy violentos. Yo no tenía señal… No lo podía creer.” Finalmente, se comunicó. Ya estaban yendo a pagar. La cosa se destrabó.
Volvieron a caminar. Tomaron una huella, que se convirtió en una senda y después en un camino rural. Ahí lo dejaron. “Town” [pueblo], le señalaron. Él les pidió plata. Sus captores lo despidieron con 500 nayras (2,5 dólares), pero le reclamaron que devolviera los panes.
Santiago les dio la mano a los tres. “Run, run” [corre, corre], le ordenaron. Se fue corriendo en zigzag. Eran las 23 del viernes. Mientras se alejaba, pensaba que todavía podían dispararle por la espalda.
Un kilómetro más adelante estaba hablando con su novia y su hermano, pero la cosa no había terminado. “Escondete. Estás en un lugar peligroso”, le avisó el negociador.
“Lo único que me faltaba era que me volvieran a secuestrar otros”, se ríe ahora. Lo cuenta divertido, como cuenta todo, como si no lo hubiera sufrido él, como si fuese una película o una viejísima anécdota de un grupo de aventureros.
Trató de averiguar dónde estaba con el GPS de su teléfono, que todavía andaba. Si se escondía, no lo iban a encontrar nunca, pensó. Le dio entonces 100 de sus 500 nayras a un joven que se cruzó para que le confirmara a su chofer, del otro lado de la línea, dónde se encontraba exactamente. Esa madrugada estuvo de vuelta en su casa de Kaboji y dos días después, en la embajada argentina, lloró por primera vez. “Hablé con mi vieja y me quebré”, cuenta. Desde el jueves está en Buenos Aires. Su teléfono no para de sonar. Tiene miles de programas de reencuentro.

-¿Vuelven a África?

-Sólo te puedo decir que el capítulo Nigeria está cerrado. Hoy estamos muy bien acá, pero nunca se sabe. El espíritu de aventura está intacto.