Hoy en día, hasta las cafeterías son abiertamente políticas

En la cafetería donde escribo esto suena The Band por los altavoces (primero “Atlantic City”, luego “The Weight”). En la pared que hay frente a mí, veo un trozo de saco de algodón impreso con las palabras “Café de El Salvador”. Los baristas entregan pequeñas fichas de madera para que los consumidores depositen en uno de cuatro recipientes y voten para elegir a qué organización de caridad le donarán dinero este mes.

Entre las opciones hay un banco de alimentos y un centro para adultos con enfermedades mentales. Cerca del techo hay una tira de pintura negra, sobre la cual se lee -escrito con tiza blanca- esta cita: “No hay nada malo en los EE.UU. que no pueda curarse con todo lo que los EE.UU. tienen de bueno”.- William J. Clinton.
Esta cafetería se llama Blue State Coffee. Las tiendas de café independientes en todas partes tienden a tener un ambiente liberal, pero Blue State -que comenzó en 2004 con la sede donde estoy sentado en este momento, en New Haven, Connecticut, y se ha expandido después a ocho sucursales repartidas entre este estado, Massachusetts y Rhode Island- hace de la política algo explícito. Los conservadores pueden ingresar aquí, por supuesto, pero aunque su dinero siempre es bienvenido, sus políticas no lo son.
Blue State Coffee es un ejemplo principal de la politización del comercio. Aunque en una época los empresarios con fines de lucro estaban aterrorizados de ser identificados con un campo político u otro, por temor a alienar así a potenciales clientes ‘rivales’, hoy en día adoptan el partidismo como estrategia. Lo que pierden en atractivo masivo, parecen pensar, lo ganan en feroz lealtad.
Hemos visto esta apuesta hace dos semanas cuando, en respuesta a las prohibiciones de ingreso al país impuestas por el presidente Trump a ciudadanos de siete países de mayoría musulmana, Starbucks se comprometió a contratar a 10,000 refugiados durante los próximos 10 años. No hubo nada sutil en la decisión del CEO de la compañía, Howard Schultz. En su carta de anuncio del plan, el ejecutivo elogió el comercio con México y pareció expresar su apoyo a la Ley de Cuidados de Salud Asequibles. En efecto, Schultz expresaba así que Starbucks se había unido a la resistencia.
La misma semana, Uber canceló la subida de precios en los viajes al aeropuerto JFK, en Nueva York, una movida que parecía socavar una huelga convocada por los taxistas para protestar por la detención de extranjeros a los EE.UU. Detectando una oportunidad de ganar terreno a la izquierda de Uber, Lyft, su rival, anunció una contribución de un millón de dólares a la organización American Civil Liberties Union (ACLU). Pero Uber no se quedó quieta. Frente a las numerosas supresiones de su aplicación y a una enorme cantidad de publicidad negativa, la empresa anunció la creación de un fondo de tres millones de dólares para ayuda legal de sus conductores inmigrantes. También le pidió a Trump que anule su prohibición temporaria de ingreso al país.
Desde luego, el comercio siempre ha sido político. Los empresarios -por lo general más conservadores que liberales- han trabajado y presionado para luchar contra las regulaciones del gobierno, los sindicatos y otros males percibidos como tales. Pero las maniobras políticas solían realizarse en secreto.
El National Prayer Breakfast, por ejemplo, comenzó en 1953 como la cara bipartidista y pública del activismo de derecha llevado adelante por el ministro metodista Abraham Vereide. La Cámara de Comercio de los EE.UU. fue organizada por el presidente Taft para luchar contra el movimiento obrero, pero luego pasó por un largo período de bipartidismo antes de volver, en los últimos años y bajo la conducción de Tom Donohue, a una lealtad abierta con los intereses comerciales republicanos.
Todo esto era en gran parte invisible para la mayoría de los consumidores. Ahora, a veces parece que cada empresa en el centro comercial tiene una marca política. Retrocedo instintivamente cada vez que conduzco por el Hobby Lobby más cercano; no puedo desvincularlo de la exitosa lucha de sus dueños evangélicos en la Corte Suprema, en 2014, para negarle la cobertura de anticonceptivos a sus empleados. ¿Y el nuevo Chick-fil-A, cerca de la Salida 9? De derecha, en virtud de las donaciones políticas anti-gay de sus propietarios.
Si voy a estar atrapado en el tránsito, siempre preferiría quedar detrás de una Subaru, porque al menos puedo asumir que estoy cerca de la gente con la misma opinión -Subaru fue un activo buscador de clientas lesbianas desde sus comienzos-. Más tarde esa noche, me consolaré con una película de Disney amistosa con las personas homosexuales y una pinta de helado de la marca confiable y liberal Ben and Jerry’s. Luego me quitaré todo resto de azúcar de mis dientes con una pasta de la marca Tom’s of Maine, respetuosa del medio ambiente, que también removerá las manchas de mi café de Blue State, y así el círculo virtuoso se completa.
Satisfecho de mí mismo y de mis opciones de compra, no estoy seguro de que éstas sean buenas para el país, aun si son buenas para el planeta. Los “terceros lugares”, como las cafeterías, para utilizar el término que el sociólogo Ray Oldenburg acuñó para lugares que no son el hogar ni el trabajo, son cruciales para organizar movimientos sociales. Pero también deben funcionar como sitios de conversación inesperada, de esa que podría cambiar nuestras vidas, como cuando nos encontramos con un alma gemela entre cada sorbo de un moca extra caliente y con leche descremada, o entre nuestras opiniones políticas.
Como progresista, me alegra lo que casos como el de Starbucks y Lyft dicen acerca del país: que la gente que concuerda conmigo tiene poder de compra y, por ende, influencia. Hay que creer que esos CEO de Starbucks, Disney y otras empresas han hecho los números y concluido que nuestro país se asemeja más a las cifras del voto popular, no del colegio electoral. Hay más de nosotros que de ellos. Y así, nuestro sistema capitalista será un control sobre las políticas retrógradas de Trump.
Pero si los conservadores evitan ir a Starbucks, entonces hay algo que se pierde, para mí, de todos modos. Y quizás pierdo algo pero nunca seré condescendiente con Hobby Lobby. No estoy seguro de lo que venden, pero no hay duda de que algunas personas muy poderosas lo compran.