La frontera maldita

En los últimos tiempos se ha generalizado la costumbre de tomar justicia por mano propia. En todo tipo de hechos de inseguridad, incluso en delitos de índole privada, la gente opta por agredir al delincuente de todas las formas posibles. Solo un milagro ha logrado que, hasta el momento, no se produzca un  linchamiento.

La falta de confianza en las fuerzas de seguridad y en la Justicia actúa como acicate de estas circunstancias, que son la negación del Estado de derecho que debe regir en toda sociedad civilizada.
¿Es compatible este estado de cosas con la seguridad y tranquilidad que reclaman los ciudadanos? Ciertamente, no. Por el contrario, una seguridad basada en lo fáctico traerá consigo la vigencia de la “ley del más fuerte”; y eso,  más temprano que tarde, nos llevará a vivir circunstancias peores que la presente.
Y fíjese el lector que ni siquiera me detengo en lo que debería ser la preocupación de toda persona amante de las leyes: el riesgo de equivocar el destinatario de la vindicta y lesionar o incluso matar a un inocente. ¿Cómo puede una comunidad seguir adelante sabiendo que ha cometido semejante agravio a la razón? La historia, rica en este tipo de circunstancias, nos enseña que cuando un pueblo toma venganza equivocada por propia mano entra en un tirabuzón de violencia que, en el fondo, solo sirve para justificar, a partir de la generalización, su pecado original.
Hace pocos días, en Mar del Plata, un grupo de personas incendió la vivienda de un supuesto violador y asesino. Uno de los “indignados” fue detenido poco después por la comisión de idéntico delito. En este caso no podemos hablar de “sociedad enojada”, sino más bien de un violento que encontró en la venganza popular el resquicio necesario para volcar su propia falta de adaptación.
Horas más tarde, un grupo de padres -todos ellos de clase media y con un grado de instrucción adecuado y de asimilación social recurrente- destrozaron instalaciones del colegio al que asisten sus hijos, enfurecidos por un probable caso de abuso de menores que había sido denunciado. Por el grupo social que integran y por el hecho que con anterioridad ya habían denunciado ante la Justicia, este caso adquiere especial gravedad.
La justicia por mano propia que intentaron está directamente relacionada a su falta de confianza en que las autoridades judiciales puedan o quieran resolver la cuestión. Eso los llevó a convertirse en víctimas y victimarios a la vez, tomando una actitud que, seguramente, será transmitida en forma de justificación frente a sus pequeños hijos. Cuando, en realidad, deberían recibir un mensaje muy distinto, uno que les enseñe que no todos somos violentos en esta sociedad donde vivimos.
Cuidado, entonces, con este tipo de actitudes. Siempre es bueno recordar que la presunción de inocencia –que, en ambos casos, le fue negada al destinatario de la violencia grupal- es una de las bases del Estado de derecho, porque pone a cada uno de nosotros lo más lejos posible de arbitrariedades y atropellos. La sociedad debe contener su furia revanchista y concentrar todo su esfuerzo en presionar lo que fuese menester para mejorar el sistema de administración de justicia, depurando las fuerzas de seguridad y cambiando todo lo que sea necesario de una dirigencia política autista, incapaz y corrupta. La sociedad debe evitar, en fin, por todos los medios posibles, que la ineptitud de quienes deben actuar en estos temas termine convirtiéndonos a todos en animales cebados que resuelven por medio de la fuerza sus sospechas, convicciones o simplemente caprichos. No hacerlo, será un suicidio a plazo fijo.

Un principio sagrado

La presunción de inocencia es, seguramente, uno de los pilares fundamentales de la civilización. A partir de aquel principio según el cual “nadie es culpable hasta que se demuestre lo contrario”, el ciudadano puede confiar en su derecho a defensa y, sobre todo, en el peso de los hechos por sobre las suposiciones.
Alguna vez se sostuvo que es preferible que cientos de culpables queden libres a que un inocente pierda su libertad. Y, sin dudas, eso no fue ni será nunca una exageración. Ocurre que la civilización está pensada para la normalidad, la convivencia y el respeto a las normas y convenciones convertidas en leyes. No para quienes pretendan violarlas.
En tiempos de emergencia (como los que la Argentina vive actualmente) es entendible que la gente piense que vivir dentro del Estado de derecho “no sirve”, porque quienes están encargados de administrarlo parecen haberse olvidado de la gente. Pero estos gobernantes pasarán y esta emergencia cederá; de no ser así, el país habrá desaparecido y no tendrá sentido discutir  ninguna de estas cosas. Solamente si supimos conjurar esa emergencia dentro de la ley tendremos la posibilidad de construir un país distinto a éste, e idéntico al que diagramó nuestra Constitución.
Deberemos armarnos de paciencia y adquirir una sabiduría que no ha sido común a los arrebatos nacionales. Y apostar, aun sin estar convencidos, por  una sociedad diferente a aquella que golpeaba la puerta de los cuarteles para resolver a los sopapos los problemas de turno. Ya hemos probado todo, menos ser esclavos de la ley. Seguramente, en ese camino tan arduo como seguro y bien direccionado, encontraremos lo que hoy nos falta y nos empuja a andar a los tumbos, los enojos y los cachetazos.
Un país previsible, seguro de lo que debe hacerse frente a las desviaciones y capaz de aplicar en cada caso los premios y castigos que la razón imponga. Eso, querido lector, es lo que solemos llamar institucionalidad. Ese Estado que nunca conocimos pero que siempre anhelamos.