Ni chicha ni limonada

Si entre todos hubiésemos decidido ser una sociedad autoritaria, habríamos fracasado. Los argentinos no estamos capacitados para el orden que impone ese modelo. Pero ocurre que tampoco servimos para vivir en una democracia responsable. ¿Entonces?

Nunca nos asustaron demasiado las dictaduras. Durante décadas, fueron una vía más para la resolución de la inmediatez que siempre ha ocupado nuestros desvelos. Si el gobierno de turno no nos gustaba, la solución estaba al alcance de la mano: golpear la puerta del líder militar que correspondiera, convencerlo de que era el salvador de la Patria, y a otra cosa. Así llenamos nuestra historia de “pavos reales” engolados e ineptos que, ante la primera dificultad, resolvían los problemas como solo sabe hacerlo un hombre de armas: a los palos o a los tiros.
Amantes de simplificaciones cuarteleras, los turnos fácticos tuvieron siempre dos etapas bien marcadas. En la primera, “el orden deseado” por la sociedad después de “los desmadres de la politiquería y la demagogia”, siempre estuvo acompañado de planes económicos de un primitivismo solamente equiparable con la habitual similitud entre ellos. Un dólar barato que permitía millonarios negocios a los verdaderos promotores de ese estado de cosas, y la posterior explosión de una inflación retenida y una economía destruida.
Una segunda e inevitable etapa llegaba cuando se acababa el amor de la gente, descubriendo su pasión democrática y exigiendo la vuelta de las libertades públicas y el respeto a los derechos.
Una y otra vez, la misma cantinela. Una y otra vez, el mismo final grosero y decadente. Una y otra vez volvían los turnos civiles a la espera de que las cosas comenzasen a ponerse difíciles y justificaran una nueva asonada y un nuevo “orden sagrado”.
Casi con aburrimiento, la Argentina oscilaba entre una y otra alternativa hasta que en 1983 se encontró con FFAA destruidas, desarmadas y agobiadas por sus propios fracasos e incoherencias. Malvinas representó el final de una era, al dejarnos a todos una lección tan dolorosa como contundente: nuestros militares no eran aptos ni para sus tareas específicas. No por perder, por cierto. Más bien por las torpezas e incoherencias que desplegaron sin descanso durante el conflicto.
Y la democracia se nos cayó encima sin que hubiésemos hecho mucho para conseguirla. Aunque, autocomplacientes, como siempre, le adosásemos aquel “que supimos conseguir” que a ningún ciudadano medianamente serio puede llegar siquiera a sonarle medianamente veraz.
Y comenzó otro drama, mucho más hondo y mucho más ejemplificador que el de la liviandad pendular que nos depositaba por turnos en el mundo del péndulo cívico-militar. Porque, ya sin la alternativa del cuartel donde golpear, nos encontramos cara a cara con la más dolorosa verdad que una sociedad puede tener que reconocer: no servimos para vivir en ningún sistema.
Muerta la opción militar, debimos aprender a convivir en un mundo ajustado a las leyes, donde los derechos del otro tienen el mismo valor que los propios. Un mundo de respeto y esfuerzo en el que el orden deviene de la capacidad de aferrarnos a las instituciones y no de un grito destemplado, un garrotazo o un tanque en la calle. Un mundo, en fin, donde el paternalismo autoritario debía convertirse prontamente en un recuerdo lejano, doloroso y superado.

Y no pudimos, realmente no pudimos.

Treinta años después de aquel momento fundacional, la sociedad Argentina está más cerca de la anarquía que del orden natural de las civilizaciones. El que quiere interrumpir la salida de un vuelo, un tren o un micro, lo hace sin pagar costo alguno por ello. Quien resuelve cortar una calle, una ruta o un edificio público, procede a concretar su plan sin que nadie se atreva siquiera a intentar evitarlo. Las leyes, laxas e inentendibles, atienden todo, menos las necesidades de la gente.
La corrupción se ha convertido en un faro de vocaciones políticas más que en un execrable delito, que en sociedades avanzadas solo lleva al desprestigio, la deshonra y la cárcel. Los jóvenes toman sus colegios, destruyen lo que es propiedad pública o privada, golpean a sus docentes; amenazan con esa catarata de preconceptos que ha sido propia de todas las juventudes de la historia, pero que se vuelve peligrosa cuando no encuentra el cauce de la razón y la madurez y se impone como ley que nadie osa discutir.
Los gobernantes convierten a los poderes en apéndices de su gestión. La prensa sirve, ya no a la verdad, sino a quien le paga. La justicia, lenta, ineficiente, encapsulada, muestra una obscena moral con la necesidad de un equilibrio republicano de defensa de las garantías constitucionales. La policía roba. Los hospitales cierran. Los gremios aprietan. Lo público se vuelve privado. Y tanto más.
Ya no podemos ser autoritarios; no hay dictadores disponibles a la vista. Ni sabemos ser civilizados. ¿Qué seremos? Solo Dios lo sabe.
Tres décadas es poco para la historia, pero es demasiado tiempo para no haber avanzado nada.
Pasaron por nuestra vida hiperinflaciones, puebladas, levantamientos, escándalos, sueños de inmortalidad, desgajamientos, reformas amañadas de la Constitución, desastres naturales evitables, tragedias humanas previsibles, personajes propios de una novela de terror o de un grotesco porteño; y nada. No aprendimos, no cambiamos, no exigimos más allá de esa retórica cafeteril que siempre caracterizó al argentino.
Y ya es tiempo de plantearnos si no es la anarquía la característica determinante de esta sociedad amante de incumplir las normas, capaz de festejar una guerra en los ‘80 o un default dos décadas después. Esta sociedad que lo único que consolidó en treinta años, es un partido único que sigue y seguirá en el poder valiéndose del subterfugio de cambiar cada tanto el nombre de su “líder” de turno.
Dilma Roussef tiene a Lula como jefe de campaña. Barack Obama designó a Bill Clinton como responsable  de las misiones de paz de los EEUU. Michel Bachelet se dispone a asumir un nuevo período presidencial sin haber recibido un solo agravio de sus oponentes, que ven cómo se esfuma el poder de sus manos pero saben que la sociedad chilena no aceptaría la violencia política como solución para ninguna contienda. Julio Maria Sanguinetti y Luis Lacalle viajan por el mundo llevando reservadamente los problemas de un Uruguay que a sus dos partidos tradicionales se les escapó de las manos; y lo hacen en nombre del Frente Amplio de Pepe Mujica, quien, además, se vuelve a su humilde casa porque considera “que las reelecciones son para los reyes”.
Menem y De la Rúa se encontraron el último viernes en los pasillos de Tribunales cuando ambos iban a responder por causas que los tienen con un  pie en la cárcel. “Esto nos pasa por haber sido presidentes”, le dijo el riojano al radical.
Y no se equivocaba.