No por mucho tiempo

“¿Qué le sucedió al desarrollo?”, se preguntaron una vez los intelectuales en un simposio reunido en la UNESCO, para permitir que millones de hombres, mujeres y niños de los países pobres del Sur continúen muriendo ante las cámaras de televisión, sin que se despierten valores esenciales. Sin embargo, es así. Y las reacciones, con frecuencia, son tardías y caprichosas.

Hace algunos años, el entonces presidente francés François Mitterand decía: “los países más ricos del Norte hemos pasado últimamente de sentir una desconcertada indiferencia, a una indiferencia complacida. Parece ser que nos preocupa sólo lo que ocurre en nuestro patio, y que cualquier interés auténtico por el desarrollo de la Humanidad ha desaparecido”. Mitterand no sólo describió crudamente la realidad de su tiempo sino también la del futuro inmediato, que es nuestro presente de hoy. Mensaje que en su momento puede haber sido denostado por provenir de un hombre de la izquierda, pero que hoy repite sin cesar y sin fronteras la propia Iglesia Católica; con lo que queda en evidencia que no se está hablando de una percepción ideológica sino de una descripción de los hechos. Más bien, de la tragedia.

Ya no es posible que nos limitemos simplemente a encomendar el desarrollo del mundo sólo a las reglas monetarias.

La consecuencia es que, por querer hacerlo habitable sólo para unos cuantos, el planeta entero corre el riesgo de volverse inhabitable para todos. Porque, de resultas de la creación de una inmensa mayoría marginada a la que se excluye del crecimiento, sobrevienen los retroactivos como el SIDA, la propagación de las drogas, la destrucción ambiental que provoca (entre otros factores) la pobreza masiva, la violencia y un largo etcétera que de una manera u otra se traslada o repercute en los mismos centros de poder.

Lo notable, decían los intelectuales, es que “las desigualdades siguen creciendo a pesar de la afirmación de que el mercado global es la panacea de todos los males”. Pero a la vista está que ni siquiera se puede contar con asistencia humanitaria suficiente en los bolsones más afectados, a menos que resulten hipotéticamente beneficiosos en términos de renta presunta para los que hoy ya están desarrollados.

“Deberíamos abogar por un contrato, una sola perspectiva planetaria sobre el desarrollo, de la misma manera que hay una sobre medioambiente”, señalaba esperanzado Nathan Gardens, editor de la especializada revista NPQ, “fundamentado en un nuevo código ético y moral internacional. Yo sé que esto se ha dicho con anterioridad -reconoce con pesar-, pero si no empezamos a concretarlo ni siquiera nosotros vamos a llegar muy lejos”. Al menos, no en paz.

La ayuda para el desarrollo, en todo caso, debe ser algo más que un medio para permitirle a los países pobres hacer frente a sus obligaciones financieras: es preciso que sirva para impulsar el respeto por el contrato social (en riesgo por aumento de la violencia). Si no hay desarrollo, difícilmente exista armonía doméstica duradera en países desgarrados, ya sea por los conflictos o por estar a las puertas de ellos (nosotros incluidos). Si el “desarrollo” se considera sólo desde la perspectiva financiera, como se ha venido considerando en los últimos años, seguirá siendo violado el equilibrio social, la igualdad y la justicia. Garantía, todo ello, de la continuidad de la violencia.

Está claro (debiera estarlo, más bien) que el Sur deberá comprender que resulta imposible gozar de prosperidad económica sin eficiencia republicana y democrática. Nada es posible sin predominio del Derecho. Así como el Norte debe comprender que existe una suerte de “deuda” económica para con el Sur, éste debe aceptar que tiene un “déficit” político en relación al Norte.

La propuesta final, una de tantas en los foros que se vienen sucediendo cada vez con más frecuencia, iba a los números concretos: si todos los países industrializados se comprometieran a cumplir con el objetivo de dedicar el 0,7% de su producto doméstico bruto a la ayuda para el desarrollo, se podría estar hablando de aproximadamente 150 billones (con “b”) de dólares para inversiones en infraestructura, educación y salud en los países pobres. La delegación francesa, siempre queriendo mostrar alguna difference, aseguraba que su país había incrementado la ayuda en un 40% en términos reales; y que en los últimos años había reestructurado, si no directamente cancelado, deudas con treinta y nueve de los países más pobres del mundo.

El documento seguía aportando sugerencias (conscientes de la sordera de los destinatarios): “el Fondo Monetario Internacional debería poner a disposición de los países integrantes más necesitados derechos especiales para la utilización de los recursos”. El argumento explicativo responsabilizaba al FMI por servir sólo para incrementar las ganancias de los países ricos que eran miembros antes de 1981, y no para los treinta y seis nuevos integrantes que más necesitaban de esos fondos. “De corregirse esta injusticia del sistema financiero mundial, habría otros 50 billones de moneda firme para un desarrollo que ya se volvió indispensable… Para nosotros, si queremos que el mundo no estalle”. Apocalíptica advertencia, no exenta de un margen de verdad y temor justificado.

Un dato que llama a la reflexión local: según los estudiosos del Foro, los países en vías de desarrollo podrían utilizar esos fondos de modo tal que no tuvieran que reducir sus importaciones (por carecer de moneda firme) de bienes y equipo, deprimiendo con ello su capacidad productiva. Y agregaban: “no existe motivo alguno por el que no puedan hacerlo hoy en día, puesto que el riesgo de un contragolpe inflacionario es sumamente insignificante, en tanto que en esas economías no circula una cantidad de moneda que lo permita”.

Algo es cierto y se viene multiplicando: los países marginados del sistema están manifestando cada vez más claramente que no quieren verse sacrificados ante el liberalismo intolerante de los mercados del mundo (que tampoco es tan liberal como se autodefine). Se han planteado con crudeza, y lo hacen al mundo con tono de creciente desafío, que no están dispuestos a sentirse prisioneros, a hacer trabajar niños sin brindarles educación o a verlos morir en los hospitales sin servicios ni medicamentos. La realidad actual se lee en términos de ignominia, de neocolonialismo, de violación a los derechos fundamentales del hombre.

Ya no es posible que nos limitemos simplemente a encomendar el desarrollo del mundo solamente a las reglas monetarias. En lugar de ello, proponen una seguridad económica a escala mundial que sólo formará parte de la realidad si se evita profundizar la crisis que genera el estallido. Claro que esto requerirá, entre otras cosas, reformar la agenda (cerrada y pretendidamente inviolable) de muchas instituciones multilaterales como la Organización Mundial del Comercio y hasta las mismas Naciones Unidas, totalmente desbalanceadas en lo que a poder se refiere.

Debemos resistirnos a la tendencia de que la ayuda para el desarrollo se esté eliminando de las agendas políticas de los países ricos. Sencillamente, no existe ilusión más grande que la de creer que podremos vivir en un mundo con ese perfil. Al menos, no por mucho tiempo.