Tres catequistas abusadas por un cura de San Isidro rompen el silencio

Las mujeres de distintas edades hicieron la denuncia penal de abuso sexual agravado contra el padre Mario Koessler. El sacerdote las atacó cuando estaban solas, en la oficina de la Parroquia San José.

Nidia es joven y atractiva. Aparenta unos 35 años. Fue catequista durante cinco en su Paraguay natal, y cuando se mudó a la Argentina y su hija tomó la comunión quiso volver a esa antigua inclinación. Sintió la necesidad irrefrenable de hacerlo, porque la guiaba la fe.
Pero el padre Mario Koessler, a cargo de la parroquia San José de San Isidro donde empezó a dar clases no le inspiraba confianza. “No me gustó. Me miraba con ojos de hombre y no de sacerdote. Tenía gestos al saludar que no eran normales en un cura, para mí no eran actitudes correctas”, explica. Sin embargo, nunca se lo hizo notar. Simplemente trataba de evitarlo para no tener que soportar su respiración, las manos sobre su cuerpo. Cuando Koessler se paraba para saludar en la puerta, después de la misa, ella lo esquivaba.
En agosto de 2015, sin embargo, recibió una noticia familiar que la hizo flaquear. Había una situación de abuso sexual. La víctima era quien más le importaba en el mundo, y el abusador alguien muy cercano a ella. Nidia revivió su propia situación de abuso cuando chica. No podía manejar la situación. Era el doble de doloroso para ella. Siendo como era, una mujer creyente, alguien le recomendó que buscara una guía en su pastor, el padre Mario. Era natural y lógico.
No encontró lo que buscaba. “Me dijo que era una estadística, que los hombres tenían ese instinto”, recuerda. Koessler estaba justificando el abuso sexual infantil como algo “natural”. Ella estaba fuera de sí. Se levantó indignada mientras le decía “Hasta acá llegó la conversación”. No podía creer lo que escuchaba.
Pero entonces, el cura la tomó fuertemente entre sus brazos, puso su cara junto a la suya y empezó a jadear. Cuando Nidia sintió que el sacerdote se acercaba lamiéndole la cara a su boca, pudo zafarse. Lo empujó y escapó.
Pasaron años, pero la indignación sigue intacta. “Fui a denunciar un abuso y salí abusada. No creo más. Por lo menos en los hombres. Nunca volví a la Iglesia”, atragantada por las lágrimas.

“Al cura se le dice que si”

Norita está aún más delgada de lo que siempre fue. Sus ojos claros se ven ensombrecidos, y su silueta, agobiada. Tiene ahora 74 años. Toda su vida se vio sacudida por la conducta de un hombre de la Iglesia que no se puede quitar de la cabeza ni del cuerpo.
Viuda, madre, ferviente católica y sobre todo, catequista, dedicó sus esfuerzos desde los 18 años a preparar chicos para tomar su primera comunión. La guiaba la fe. Nunca quiso hacer otra cosa que llevarle la palabra de Dios a los más chicos. Y como a toda catequista, se le demandaba espíritu comunitario, coraje, perseverancia, capacidad de escuchar. Ella tenía de sobra todas esas características.
Durante un tiempo, mientras vivió en Pilar, dejó de dar clases, y lo añoraba. Por eso, cuando el padre Mario Koessler, el segundo domingo en que llegó a la parroquia San José en el año 2014 convocó a quienes quisieran hacerlo y tuvieran capacitación y experiencia, se anotó en la secretaría. Pasaron varios meses hasta que pudo concretar una entrevista. El primer año pasó sin contratiempos. Nora se encargaba de la catequesis para chicos, y otra compañera se especializaba en los padres.
En el segundo año, en febrero, recibió una convocatoria del padre Mario. Le proponía hacerse cargo de la coordinación, y Nora tenía sus dudas. No estaba conforme con la bibliografía y algunos otros aspectos de la enseñanza. Por eso, quedó en responderle. “Al cura se le dice que no, pero a Jesús se le dice que sí”, le dijo el cura al despedirla.
Como Nora no contestó enseguida, tuvo otra llamada del párroco. Sentada frente a él y a solas en su oficina le expuso que si accedía a la propuesta quería hacer ciertas modificaciones en el material, que era desordenado y además, que su colega encargada de padres tuviera su misma jerarquía.
“Hagan como quieran, yo de catequesis no entiendo nada”– le dijo el sacerdote, satisfecho. Y Nora le dijo, a modo de despedida “¿Vio? A Jesús se le dice que sí…y al cura también”.
Mientras se estaba riendo de su propia ocurrencia, Koessler se levantó en una reacción inesperada. Nora relata lo ocurrido en un lenguaje inusual en su boca. “Me trincó. Fueron sus 120 kilos contra mis 52. Me inmovilizó totalmente con sus brazos. Metió su lengua en mi boca y me la sacó. Me chupó toda la cara. Puso su pierna entre las mías, yo sentía su erección. Empezó a jadear. Empecé a ver todo negro. Estaba petrificada. No sé cómo logré irme”, solloza.
Nora dice que sintió asco. Asco y miedo, sobre todo cuando percibió su respiración pesada.
Las consecuencias de la agresión no se hicieron esperar. Perdió peso, tenía la sensación de soportar una pata de elefante sobre el pecho, lloraba todo el día. Odiaba despertarse. No tenía ganas de nada. Al principio, Norita no revelaba a nadie la razón de su angustia. Se sentía humillada, traicionada. Por momentos la dominaba la ira. “Se lo conté solamente a uno de mis hijos, con la promesa de que no iba a hacer nada. Tenía miedo de que se descontrolara y terminara en la cárcel: tras llovido mojado”, recuerda.
Sus llamados para solicitar ayuda y apoyo a la diócesis de San Isidro, entonces a cargo de monseñor Oscar Ojea, fueron inútiles. En la secretaría del ahora presidente de la Conferencia Episcopal decían que tenía que mandar un correo electrónico, y que el obispo recién podría recibirla 20 días más tarde. Intentó conectarse con el cardenal Mario Poli, pero argumentaron que no podía intervenir. Entonces, insistió en San Isidro. Hubo más excusas. Por eso, decidió ser categórica. “Dígale que voy a hacer la denuncia penal y que mi caso va a salir en los medios”, advirtió. Y colgó el teléfono. A los pocos minutos Ojea la llamó. La reunión no la satisfizo. Ojea mostró más interés en proteger a Koessler que en asistir a las mujeres.
Hay una causa en la justicia canónica pero no se conocen los avances. Se desarrolla en estricto secreto, como establece el derecho eclesiástico.
El padre Koessler no va más a la parroquia de la calle Diego Palma al 200, donde según las denunciantes se cometieron los abusos. Vive en el Hogar Marín, no demasiado lejos, un idílico asilo administrado por monjas.
Las mujeres decidieron hacer la denuncia penal contra Mario Koessler en la Unidad Fiscal y el juzgado de Violencia de Género número 1 a cargo del doctor Ricardo Costa. La carátula de la causa es abuso sexual agravado.

Juntas

A. es una tercera víctima, también catequista, pero le enseña a los padres. Como sus compañeras, fue atacada por el padre Mario. Ni Nidia y Nora quieren que se conozcan sus identidades, pero A. va más allá, y ni siquiera autoriza que se escuche su voz. “Vivo en el barrio, y la gente es muy cruel. La reacción de la feligresía puede ser muy agresiva. No quiero tener problemas, ni que los tenga mi familia. No quiero que me llamen puta, porque son capaces”, advierte.
Algunos de los comentarios en las redes le dan la razón. Como en muchos de los casos de abuso sexual por parte de sacerdotes, un amplio sector de los fieles descree de las acusaciones. Pensar en la posibilidad de que un referente espiritual sea capaz de un crimen es difícil, pero no tanto como ser víctima de ese delito y tener fuerzas y coraje para denunciarlo.
Las tres mujeres se ayudan contra viento y marea, se sostienen para atravesar unidas ese trance amargo sin el apoyo de la Iglesia donde crecieron y se educaron.
Nora, como Nidia, duda en renegar de la institución. “La Iglesia me defraudó, me estafó. Tengo fe en Dios. En los curas no. Y en el Papa Francisco, tampoco”.