Delitos de autor

Central 958
Prisión domiciliaria | No hay manera de mantener tras las rejas a los autores comprobados de delitos, que siguen gozando de privilegios aunque hayan firmado el homicidio de puño y letra. Un policía, parte de una banda que asalta ancianos, obtuvo el beneficio porque la sentencia aún no es firme.

Tirale al viejo, tirale”. Estas fueron las últimas palabras que escuchó Mirta Paradiso la noche que le mataron a su marido. Ella es una señora mayor, y para ese entonces vivía en una casa bonita, en la esquina de Brandsen y Misiones con su esposo Rafael González y su hija.
Esa tarde del 31 de julio de 2013, ella escuchó incrédula la orden de disparar, porque creyó que eran palabras que se decían solamente para asustarla, para que dijera dónde estaba la plata, los dólares enterrados en el jardín, que era lo que ellos habían venido a buscar. Pero Mirta no se los dio, era seguramente lo que ella y el marido tenían acordado; solamente entregó los $700 que tenía en el bolsillo y su celular.
Sin embargo, no fue todo tan sencillo: cuando los delincuentes se retiraban, Mirta escuchó la frase que cerraba el largo capítulo de esta pesadilla. “Te matamos a tu marido”, dijo uno. Y ella entró en crisis. El que decía estas cosas era Cristian Daniel Shiarkey, un experto. El hombre tenía dos sentencias anteriores por delitos que implicaban violencia contra mayores, uno de esos a los que no les tiembla la mano. Mirta no lo vio tirar del gatillo pero sí dar las órdenes, entrar corriendo a la casa y maniatarla en el suelo. Lo vio cara a cara, lo reconoció fácilmente en un corpus de más de 1500 fotos: supo que era el que tenía un hoyuelo en el mentón.
Shiarkey llegó a la casa con un dato muy concreto, junto con una banda de personas disfrazadas de integrantes de fuerzas de seguridad, que fingían ser de la Policía Científica. González les abrió la puerta porque durante la mañana había recibido una llamada fraudulenta, que le había informado que esa tarde llegarían los investigadores para verificar la existencia de huellas dactilares. Adujeron que debían continuar con las pericias que apuntaban a resolver un intento de robo registrado en la misma casa días antes.
Claro que todo fue una trampa, un ardid elucubrado con tiempo y gran astucia. No es un hecho que resulta de la improvisación, sino que implicó que un grupo de personas elaboraran durante un largo lapso un plan sumamente complejo que requirió de la participación de muchas personas. El botín prometido lo justificaba.
Para comenzar, los datos acerca de  la ubicación del dinero habrían salido posiblemente de la boca de la misma víctima -el señor González- que creyó en el nuevo vecino con el que conversaba por encima del tapial.
Pero el vecino, el conversador que decía que nunca salía de su casa porque tenía un problema de rodilla y una extraña pulserita “terapéutica”, no era tal.  Había desarrollado confianza con el anciano diciendo que era un policía de investigaciones que se encontraba en uso de licencia por el problemita este de la pierna, pero en realidad no era otro que Maximiliano Damian Maciel, un convicto con prisión domiciliaria y sentencia, que vio la oferta en bandeja desde lejos, y se dedicó a planear con mucho cuidado su delito de autor.

Los expertos

Resulta que Maciel no era nuevo en el mundo del crimen. Sus fraudes anteriores habían sido tratados por este medio periodístico en la época en la que se dedicaba a fingirse chofer de un fiscal y a vender coches que, según él decía, saldrían a remate judicial. Tentaba a sus clientes con precios ínfimos para coches de alta gama, y a través de una trampa muy compleja que incluía su brillante actuación, los convencía de que le entregaran sumas en adelanto a cambio de vehículos que jamás entregaría.
Maciel fue atrapado en un operativo policial conjunto en un café de las inmediaciones de tribunales cuando estaba en plena actuación. Por eso estaba con prisión domiciliaria con una pulsera electrónica que él justificaba como parte de una terapia alternativa para su dolencia de rodilla.
Él es quien se ganó la confianza de González, que creyó que estaba entre amigos. La víctima había pertenecido a la Armada y creyó que su amigo era la persona indicada para darle recomendaciones, cuando en realidad era el que planeaba su fin.
Los planes de Maciel habían comenzado a comienzos de 2013. Era el consejero que le indicaba a González que fuera a la Comisaría Cuarta a denunciar cada uno de los fallidos intentos de robo que sufría durante los primeros meses del año.
Pero tales denuncias jamás fueron registradas ni informadas a la fiscalía. Como indica la fiscal Gómez, se pudo verificar que las constancias de las denuncias recibidas se apilaban en una bandeja de plástico sin ningún resguardo, sin cajón ni llave. Un eslabón policial de la banda evidentemente las hizo desaparecer de la comisaría, pero las utilizó como excusa para reingresar a la casa de los González. Los hechos sucedieron así.
Cuando el teléfono de González sonó a las 10.05 de la mañana para informar la futura visita de la Científica, el hombre solicitó los nombres de los peritos que lo visitarían. Una vez que tuvo los apellidos en cuestión, se dirigió a hablar con el vecino que suponía policía de investigaciones en actividad, y le preguntó si tales personas eran en realidad personal efectivo de aquella rama de las fuerzas de seguridad. Maciel fingió un trámite de rápida verificación y le dijo que sí, que eran ellos, que los apellidos eran reales.
Lo que no sabía González era que la llamada había sido ejecutada desde una cabina telefónica del complejo Ciromar, en Colón y Champagnat. Y la había efectuado Carlos Pucci, un policía en uso de licencia por enfermedad que simuló llamar desde la Cuarta. Las cámaras de seguridad del sitio lo pueden verificar.
Por eso, cuando sonó el timbre de la casa a las 15:30, don Rafael comprobó que eran los uniformados, y los dejó entrar por el garage, a la vez que tranquilizó a su mujer diciendo que sólo ingresaban para verificar la existencia de huellas en una reja que habían intentado forzar, y ella también lo creyó.
Sin embargo, los hombres vestidos –disfrazados- de policías, por lo menos tres, lo primero que hicieron fue darle un culatazo en la frente: sabían que estaba armado, sabían que el arma en cuestión estaba debajo de la cama del lado en que dormía Rafael, porque se los había informado el vecino Maciel. El coautor les había dicho también que tenían que ser más rápidos que González, porque el viejo era “mal llevado”, como decía.
Pero resulta que Rafael no reveló ninguna información, y cuando la orden de matarlo se escuchó, le dispararon en la zona intercostal. Ese primer disparo fue el que lo mató por el shock hipervolémico: se desangró en el suelo mientras ellos recorrían la planta superior en busca del dinero.
La causa vino a dar en el Tribunal en lo Criminal nº 1, a cargo de los magistrados Aldo Daniel Carnevale, Pablo Javier Viñas y Juan Facundo Gómez Urso, con intervención de la fiscal Andrea Gómez, quien instruyó la suculenta investigación con todos los ingredientes del caso.

Sentencia

Cristian  Shiarkey fue condenado por el tribunal a prisión perpetua por la figura de homicidio agravado, en razón de haberse cometido criminis causa, es decir para dar cumplimiento a otro delito. En este caso, el robo que cometió haciéndose pasar por policía, y hay un testigo del barrio que los vio en el auto Peugeot bordó disfrazándose antes de ingresar al domicilio. Lo hicieron a la vista de la gente, con total impunidad, porque la manzana estaba “perimetrada”: una verdadera zona liberada establecida a partir de los contactos de la banda con la comisaría de la zona. Al respecto, falta aclarar un par de cuestiones, como por ejemplo la responsabilidad que le cabe al comisario Bustos por no haber dado curso a las denuncias anteriores, que desaparecieron sin más.
Maximiliano Maciel y Carlos Pucci, por su parte, fueron condenados a veinte años de prisión bajo el cargo de homicidio en ocasión de robo, un delito agravado por haberse cometido con el empleo de arma de fuego.
Consta en la sentencia que los jueces indican en ese momento revocar la prisión domiciliaria que hasta entonces era un beneficio otorgado a Carlos Pucci. Ordenan su inmediata detención porque indican que con la cantidad de años de cárcel que prevé su condena, y el agravante de ser policía, es factible que se fugue.
Pero poco duró lo bueno. El 30 de diciembre de 2015 se resolvió el hábeas corpus que el abogado de Pucci, Marcelo Peralta, había presentado. El letrado basó su argumentación en que por más que la sentencia ya se hubiera emitido, y que en el mismo documento se hubiera pedido la detención de Pucci por sus posibilidades de fuga, la condena aún no era firme. El mismo Peralta había presentado la apelación ante el Tribunal de Casación, aun en curso.
Además, el abogado dice que los argumentos dados por el tribunal no resultan suficientes para fundamentar una supuesta peligrosidad, y que si a otros delincuentes cuya sentencia no estaba firme les correspondió el beneficio de la prisión domiciliaria con monitoreo electrónico, no otorgársela a Pucci sin un argumento válido sería injusto, sería faltar a la igualdad ante la ley.
Así que se la dan, lo sueltan, lo mandan a la casa, como dice la gente. Otro más que se va con la pulserita. Otro más que está en condiciones de conversar con los vecinos por encima del tapial, y de hacerse de vez en cuando el enfermo para justificar la situación de aislamiento provisorio. Otro más que puede, desde la comodidad de su sillón, dedicar el tiempo necesario a planificar su próximo delito de autor. Sale con fritas.