Cartas de un judío a la Nada.

St. Gregory, 721.

La pala bajaba, vacía, y regresaba llena de tierra. La tumba poco a poco se iba haciendo más y más profunda. El sol se había ocultado detrás de las nubes y una extraña calma dominaba el aire, como si el viento hubiera entendido que hoy los hombres no estaban de ánimo para sus juegos. De lejos podía escuchar los llantos amortiguados de las mujeres, a quienes ya nada las consolaba. El niño estaba afuera, conmigo, mientras yo intentaba darles sepultura a su padre y a su hermano.
– ¿Qué sentido tiene la vida? Mi padre trabajó cada uno de los días de su existencia. Se preocupó por su mujer y sus hijos, hizo lo que pudo por su comunidad, ayudó al prójimo cada vez que tuvo oportunidad, y ahora está muerto. Mi abuelo dice que no tenemos que entristecernos, porque él vivió una vida plena, y porque la muerte es parte de la vida. ¿Qué consuelo puedo tener para mi hermano, entonces? Él no llegó a vivir ni siquiera el primer año de su vida. Me pregunto para qué nos esforzamos, si todos vamos a terminar, tarde o temprano, bajo tierra.
– Te contaré una pequeña historia, si me lo permites – le dije. – Hace doscientos años, en las regiones montañosas que limitan a la lejana Asia, vivieron dos hermanos. Los dos eran labradores y vivían vidas pacíficas la mayor parte del tiempo, pero cuando alguna amenaza se cernía sobre sus tierras, sabían empuñar las espadas y defender con valor lo que era suyo.
» Pero un día, sucedió algo que nadie podría haber ni previsto ni evitado: un dragón asoló la región. Se comió los rebaños que habían tardado años en criar. Incendió los cultivos que habían tardado meses en crecer. Derribó las construcciones que los dos hermanos levantado. El dragón llegó de la nada, pasó y los dejó en la más completa ruina.
» Como te imaginarás, estaban destruidos. La tristeza que los embargaba era inmensa, pero al final, mientras el rocío de la mañana caía sobre sus rostros fríos, encontraron fuerzas para levantarse y continuar. Sembraron de nuevo los campos; construyeron de nuevo sus casas; cazaron animales salvajes, los domesticaron, y formaron rebaños nuevos. Ya casi habían logrado recuperarse cuando, menos de un año más tarde, pasó otro dragón, incluso peor que el anterior. Era más grande, más fuerte, más mañoso. Y si bien es verdad que no destruyó tanto como el primero, éste se quedó a vivir por allí; y cada tanto aparecía y hacía de las suyas. Los hermanos, nuevamente, se encontraron a ellos mismos en una situación totalmente deplorable. Cada vez que construían una casa, el dragón la derribaba. Cada vez que sembraban un campo, el dragón lo incendiaba. Cada vez que lograban que la cantidad de cabezas de ganado en sus tierras empezara a aumentar, la serpiente maldita llegaba y devoraba a decenas de animales.
» Sabían que no podían enfrentarlo, era un animal demasiado poderoso. Sólo les quedaba aguantar, o irse. Una tarde de lluvia, después de que la bestia había derrumbado otra vez uno de sus graneros, mientras trataban de salvar bajo el aguacero el poco grano que podían, el menor de los hermanos se rindió. Simplemente se sentó al reparo de una roca y bajó los brazos.
» ‘Es inútil’, le dijo a su hermano. ‘Por mucho que nos esforcemos, ese demonio alado regresará y destruirá nuestros esfuerzos. Estoy cansado. No quiero seguir luchando más’.
» ‘Todo es inútil’, le respondió su hermano. ‘Es cierto. No podemos derrotar a la bestia, como tampoco podemos derrotar al viento, o a la lluvia, o al tiempo. Vivimos en un Universo mal hecho, donde los hombres están condenados a morir y a ser olvidados, donde nada dura para siempre, donde todo esfuerzo al final termina siendo vano. Salvar este grano es inútil, es verdad. Como también es inútil levantarse cada mañana, como también es inútil amar, o pelear, o soñar. ¿Para qué nos molestamos, si la muerte al final siempre caerá sobre nosotros y nuestra memoria apenas si llegará a los hijos de nuestros nietos?’
» Entonces se puso de pie, lentamente. Dejó el que el viento y la lluvia le azotaran la cara y el cuerpo. Dejó que la tormenta se lo devorara, que las ráfagas del vendaval lo empujaran, que la lluvia cubriera cada pequeña parte de su cuerpo; pero se mantuvo firme. Se mantuvo de pie, y sonriendo bajo la tormenta.
» ‘No resistimos porque sirva de algo hacerlo. No resistimos porque esté en nuestra naturaleza. No resistimos porque no nos quede otra cosa por hacer. Resistimos porque es justo. Si los dioses nos vomitaron sobre un Universo mal hecho, un Cosmos hostil y perecedero que intenta, a cada segundo, borrar todo rastro de nuestra existencia, es nuestro deber oponernos a esa injusticia. Aunque sea inútil, tenemos que enfrentarnos a aquellos que nos abandonaron a nuestra suerte. Tenemos que mostrarles, día a día, que somos fuertes y que no nos rendimos’, le dijo a su hermano, y entonces, el más joven comprendió.
» El dragón nunca se fue de allí, y cuando murieron, tenían poco más que antes de que los dragones llegaran. Pero no hubo un solo día de sus vidas en que no la lucharan.
– Porque lo justo es decirle al Destino que se puede ir al demonio – dijo el niño, terminando el relato por mí.

Nemuel Delam.
El judío errante.