Cartas de un judío a la Nada

Eirin, Irlanda, 2004

El hombre trabajaba febrilmente, dando pinceladas allí y aquí con entusiasmo. La pintura estaba casi terminada. Había trabajado durante toda la noche y ahora la luz que se filtraba por las ventanas, casi equiparaba a la de las velas que agonizaban sobre su mesa de trabajo. Las aves ya cantaban en el exterior y él miraba, satisfecho, su obra apenas incompleta. Desde el lienzo le devolvía la mirada la Mujer Amada.

La visión había sido efímera y lo había asaltado de improviso. Aquella misma tarde se había acercado a la aldea para cobrar uno de los muchos préstamos que le adeudaban a su padre. Cuando salía de la casa de su cliente, una sensación extraña lo asaltó. Un escalofrío le subió por la espalda, la boca y la nariz se le llenaron de un olor y un sabor extraños. Si hubiera vivido en nuestra época, hubiera sabido que ése no era otro que el sabor del ozono, el olor que tienen las computadoras encendidas, las tormentas eléctricas y las líneas de alto voltaje. El aroma de la electricidad.

Fue entonces cuando la vio. Entre la gente, había una muchacha que vestía de forma extraña. Era alta, de cabello oscuro y tenía una intensa mirada color miel. Lo más extraño era que llevaba pantalones. Parecían alguna especie de calzas de estrecho porte que definían perfectamente las formas de sus piernas, confeccionadas con una gruesa tela color azul claro. En los pies llevaba un calzado chato, cuya punta y suela estaban hechas de un material liso como el cuero, pero claro y pulido como la leche. En la parte superior, vestía una especie de sudadera gruesa, de una tela color marrón que parecía algodón; pero él nunca había visto una tela de algodón con una trama tan fina. En el pecho, justo sobre los senos, llevaba tres letras grandes: una G, una A y una P. Tan rápido como la vio, desapareció. La buscó por toda la aldea pero no pudo encontrarla nunca más.

Sabiendo que el recuerdo se le borraría pronto, tomó un lienzo y pintó con rapidez aquel recuerdo aún vívido en su memoria. Justo cuando estaba por dar por terminada su tarea, recordó que la chica se cubría el cuello con un pañuelo azul.

Los años pasaron y la pintura permaneció oculta y olvidada. El pintor tuvo hijos, y sus hijos también los tuvieron. Años más tarde, uno de sus descendientes se fue a vivir al Río de la Plata. Allí formó una familia, que se fue diversificando e integrando cada vez más a la población local, hasta que su ascendencia irlandesa se borró de todo recuerdo. Las tierras en el Viejo Continente fueron pasando de una mano a otra hasta que, finalmente, esa rama de la familia se extinguió. Revisando los papeles e investigando en la historia de la familia, descubrí que todavía había un heredero vivo, el último que quedaba, viviendo en Argentina.

Volé hasta allí y me comuniqué con él. El muchacho era un simple repartidor que intentaba ganarse la vida como podía. La noticia de su herencia lo dejó perplejo. Accedió a viajar conmigo a Irlanda de inmediato para conocer el viejo castillo y las tierras que le pertenecían por derecho. Su prometida, una bellísima joven que tenía casi su misma edad, decidió acompañarnos.

Llegamos a Eirin después de haber hecho escala en Buenos Aires, Madrid, Londres y Dublín. Mientras buscábamos nuestro equipaje, les comenté a los jóvenes que hacía mucho tiempo la aldea de Eirin estaba justo donde ahora se emplaza su pequeño aeropuerto, pero que esas tierras se abandonaron más tarde porque se inundaban. El aeropuerto había sido construido después de rellenar las tierras bajas y de crear un complejo sistema de desagotes pluviales.

En un momento, la muchacha me interrumpió, pues me dijo que le había parecido ver, entre la multitud que transitaba por la terminal, a un hombre de aspecto extraño, vestido con galera y un sobretodo grueso al estilo del 1700. Su intención era mostrármelo, por si yo sabía quién era, pues le había parecido una persona de lo más curiosa. Pero no pudimos encontrarlo por ninguna parte.

Al llegar al castillo, pude notar sus miradas de decepción. El lugar era muy antiguo y había permanecido deshabitado durante muchísimo tiempo. Iba a costar una pequeña fortuna volver a convertirlo en un lugar habitable, y mucho más regresarlo a su plenitud de gloria y esplendor. Sería un trabajo de restauración arduo y costoso. Me pareció comprensible que ellos, siendo tan jóvenes y tan ajenos al valor histórico de la propiedad, no quisieran embarcarse en semejante empresa. Les dije, no sin razón, que siempre podían simplemente vender la propiedad tal como estaba y aun así recibir mucho más dinero del que nunca hubieran soñado llegar a poseer.

Mientras los llevaba a recorrer la casa, le hablé al muchacho sobre su herencia y la historia de su familia, pero enseguida noté que estaban más bien incómodos. Era claro para mí que lo único que querían era terminar de cumplir con las formalidades, cobrar su dinero e irse, así que no los entretuve demasiado. Les mostré las torres y salones principales, algunas de las piezas de arte y colección, y no mucho más.

En un momento, la muchacha se quedó mirando una de las decenas de puertas del castillo y me preguntó qué había del otro lado. Le dije, sinceramente, que no lo sabía. Y seguimos adelante. Fue una pena, ya que si hubiéramos seguido el impulso de su curiosidad y hubiéramos mirado en ese cuarto, ella hubiera visto algo único.

Una pintura de ella misma, tal y como estaba vestida ese día, pero pintada por un hombre que había muerto tres siglos atrás.

 

Nemuel Delam

El judío errante