Cartas de un judío a la Nada

Siberia, 1999

— Es alto, fornido y feo como la peor de las pesadillas. Tiene una cicatriz que le recorre buena parte de la mejilla derecha y le baja por el cuello. La última vez que se lo vio, iba desnudo.

Jonathan levantó la vista, alarmado.

— ¿Cómo? Espere, espere. ¿Quiere que salgamos a buscar a un hombre que escapó de esta prisión, en medio de la tundra siberiana… desnudo? Amigo, su fugitivo está muerto. Caso cerrado —. Agregó, mirándome a mí: — No puedo creer que estos estúpidos nos hayan hecho recorrer medio planeta para esto.

El alcaide ni se inmutó.

— Señor Grimm, si como usted dice mi fugitivo está muerto, eso sólo hará más fácil su tarea. A mí me da lo mismo si me trae al hombre respirando o hecho un cubo de hielo. Y su paga será la misma.

— ¿Para qué nos hace una descripción verbal? — le preguntó Jonathan. — Imagino que tendrá alguna fotografía.

— Versky incendió el archivo de la prisión en su huída. Hemos perdido todos los registros.

— ¿No se guardan copias en ninguna parte?

— Sí, en la sede principal del servicio penitenciario, en Moscú. Pero tardarán semanas en hacer copias de todo, y otro tanto en traerlas hasta aquí.

— Pídales que le envíen sólo una foto de Versky, por fax.

— No tenemos fax.

Jonathan se resignó.

— Olvídese. Todos los cadáveres congelados lucen igual.

Cuando salimos, le comenté a Jonathan por lo bajo:

— Te aconsejo que no te confíes. He visto personas sobrevivir a cosas peores. Si este Versky es tan duro como lo pintan, quizás aún esté vivo. Piénsalo, sólo por dos segundos: organiza un motín que involucra a trescientos presidiarios, se las arregla para prender fuego a la mitad del penal, mata a más guardias de los que podemos contar. ¿Y todo para qué? ¿Para salir a morirse a la nieve?

» Más de ciento cincuenta presos fueron masacrados por los guardias. Varias decenas fueron hallados, congelados, a poca distancia de las murallas. El resto fueron recapturados. Así que el balance es claro: todos murieron o volvieron a la prisión, excepto por uno.

» ¿Cómo es que terminó desnudo? Dicen que se le prendieron las ropas durante el incendio, pero, ¿no pudo tomarse dos minutos para sacarle la ropa a alguien más?

» Creo que lo que él busca es que nosotros pensemos tal como lo haces tú.

— Quiere que lo creamos muerto.

— Exacto. Lo cual no quita que, quizás, lo esté. La realidad y los planes rara vez se llevan bien.

Salimos al otro día, al amanecer. Si es que a esa luz tenue, reflejada en las nubes cargadas de nieve, se le puede llamar amanecer. Nos dividimos en cuatro grupos, cada uno siguió la senda virtual trazada por cada uno de los puntos cardinales. El grupo más numeroso, en el que íbamos Jonathan y yo, fue rumbo al norte, hacia el frío y el horror.

Durante dos días no vimos más que nieve, nieve y más nieve. Los árboles estaban cubiertos de nieve, los senderos estaban tapados por la nieve y no había un solo animal que se moviera en medio de ese desierto blanco. No encontrábamos nada. Ni huellas ni rastros de calor, nada. En los pocos refugios naturales que encontramos, sólo nos llevamos decepciones.

La segunda noche armamos nuestras tiendas tras una loma rocosa que se elevaba, misteriosa, en medio de una llanura vacía. Pusimos guardias a vigilar, nos atiborramos de comida caliente y nos preparamos para pasar una noche más de inquietud y de frío. Pero apenas pasada la medianoche, todo cambió.

Los aullidos de los lobos se encendieron en la noche de la nada, sin previo aviso. Eran decenas y nos rodeaban en todas direcciones. Nos despertamos de inmediato y salimos a mirar. Estábamos seguros de que el fuego los espantaría, pero no fue así. Podíamos ver sus ojos luminosos acercándose cada vez más.

Ordené que todos los hombres cargaran sus armas y se prepararan para disparar, pero enseguida nos dimos cuenta de que nos superaban demasiado en número. Los disparos de advertencia que hicimos no sirvieron de nada. Esos animales no tenían miedo.

El ataque comenzó por nuestra retaguardia. Habían trepado la loma y se arrojaron sobre nosotros por sorpresa. Eran gigantescos y bestiales. Matamos a muchos, pero al poco rato quedaba yo solo, sosteniendo el cuerpo sin vida de Jonathan cubierto de sangre.

Cuando vieron que yo ya no ofrecería resistencia, se empezaron a retirar de a poco. El líder de la manada, un enorme lobo albino de ojos rojos, se retiró al último. Fue entonces cuando lo vi, entre el brillo quedo de las hogueras agonizantes.

El lobo tenía una enorme cicatriz que le recorría parte del rostro y el cuello. Era un lobo de la nieve, un animal que en ese desierto blanco estaba en casa.

Ese lobo era Versky.

 

Nemuel Delam

El judío errante