Cartas de un judío a la Nada

La Rioja, 1992

Nadie desaparece. La gente no desaparece. Los desaparecidos no son desaparecidos, son sólo innombrados. Hay alguien que sabe dónde están o qué hicieron, pero no lo dice. En este país mataron a muchos, arrojándolos al mar desde aviones o usando métodos aún más perversos. Los asesinos saben bien a quiénes mataron y a quiénes dejaron escapar.
Todos los días desparecen mujeres. A algunas las encuentran dentro de bolsas, a pedazos, a la vera de alguna ruta. A la mayoría, se dice, no las encuentran más. Pero eso es mentira. Esas mujeres terminan en alguna parte. Unas hacen una nueva vida, encuentran una nueva pareja y no vuelven a mirar atrás. Pero la mayoría termina en algún agujero oscuro, encadenada a una cama, obligada a satisfacer los deseos de los cerdos.
Y los cerdos saben bien dónde están ellas. Pero claro, no lo van a decir. Uno podría pensar que, quizás, no se dan cuenta de que esa mujer que está ahí, medio drogada y golpeada y a la que ellos prácticamente están violando, tiene madre, tiene padre, hermanos, quizás hijos. Uno podría pensar que los cerdos son ingenuos y que no se dan cuenta de nada.
Pero se dan cuenta.
Es parte de la perversión que los excita. Saber que la persona que tienen delante está indefensa. Que no puede negarse a nada, que no puede hacer nada para defenderse y que ellos la pueden usar como quieran. Es por lo que están ahí, eso es lo que están pagando.
Es el mismo tipo de crueldad que permitió que durante la mayor parte de la historia, pueblos, naciones enteras estuvieran sometidos a otros a través de la esclavitud. Es lo que nos permite asesinar en las guerras, discriminar a quienes piensan distinto, matar a los que tienen otro color de piel. Es el tipo de debilidad humana de la que se alimentaron dictadores y caudillos a lo largo de toda la historia. Los hombres somos expertos en obviar la humanidad de los demás, en convertirlos en monstruos, enemigos o simples herramientas.
Pero los cerdos no son los únicos que tienen ojos. No son los únicos que saben dónde están las mujeres que desaparecen. También lo saben sus compañeras y los dueños del prostíbulo. Lo saben los policías, que pasan cada tanto por ahí a cobrar sus coimas o a disfrutar de una muestra gratis. Lo saben los fiscales y los jueces también, pero no hacen nada. Esa es la escoria. Son parte del problema, no de la solución. Claro que ellos no dicen nada.
Pero todos los prostíbulos están en alguna parte. En el ámbito que pertenece a alguna sociedad de fomento o alguna asociación vecinal. Cerca de los prostíbulos hay casas, vive gente. Hay gente que pasa todos los días por la puerta. Gente que ve los autos que están estacionados en la vereda a todas horas. Gente que ve a los hombres entrar y salir de ahí durante todo el día. Gente que ve que las mujeres que entran, ya no salen nunca.
No son los autos en la noche, las esposas, las cadenas, los aviones, las picanas, las drogas o los documentos destruidos los que hacen desaparecer a la gente.
Lo que hace desaparecer a la gente es el silencio.
Cualquiera que tenga un prostíbulo clandestino trabajando en la casa de al lado, puede darse cuenta. Pero la gente no se mete, no denuncia, dice tener miedo. ¿Miedo de qué?
Quizás reaccionen el malhadado día en que secuestren a una de sus hijas o uno de sus hijos. O quizás no reaccionen nunca.
Son incontables las excusas que inventamos para no ayudar a los demás. Pensamos que los que se mueren de hambre son vagos y que no tienen para comer porque no quieren trabajar. Pensamos que cualquiera que grita a la noche es un loco o está haciendo escándalo, y nos decimos que no lo están golpeando, asaltando o violando, sino que es simplemente una situación que parece terrible pero que no debe ser tan mala.
Todo el mundo sabe que donde hay unos zapatos que cuelgan de un cable en la calle, se vende droga. Todo el mundo sabe que un lugar con luces de neón al borde de la ruta donde siempre hay camioneros entrando y saliendo, es un prostíbulo. Todo el mundo sabe que en las casas de empeño se venden cosas robadas.
Pero parece que los demás no importan. Parece que mirar para otro lado y seguir adelante siempre es más fácil. Pero yo hoy quiero decir la verdad, una verdad que me parece demasiado evidente.
La vida de los demás, para nosotros no vale nada. Ni siquiera una llamada telefónica.

Nemuel Delam

El judío errante