Cartas de un judío a la Nada

Liezen, 1962.

Un rayo de sol se abre paso entre la espesa capa de nubes para iluminar un pueblo empapado por la lluvia. El aire, impregnado con el fuerte aroma de la tierra negra y mojada, es atravesado por los trinos de los pájaros que empiezan a salir. Adivino, entonces, la cadencia constante de unos pasos sobre la grava y de un bastón que golpea, tratando de adivinar un rumbo. Por la calle, avanza una leyenda.

La leyenda es ya parte de esta nación. Comienza con un joven apuesto y acaudalado que, en un momento de jolgorio general (algunos dicen que fue en la fiesta de San Juan) conoció a una de las gitanas de la parte pobre del pueblo. Todos se oponían al romance, pero a él le importó poco. La verdad sea dicha: la muchacha era más hermosa que las flores de un cerezo en primavera. Obnubilado por sus virtudes, el pobre condenado se enamoró de la peor manera. Y ella decidió aprovecharlo.

Alguna vez leí en algún lado que uno acepta el amor que cree merecer. Quizás por eso este muchacho, que podría haber tenido el amor de cualquier mujer del mundo con sólo sonreírle, se obsesionó por hacer feliz a una mujer mezquina. Ella demostró una sabiduría feroz a la hora de regular en cuotas exactas cantidades alternativas de atención y desprecio. Cada vez que él comenzaba a ilusionarse, le rompía el corazón. Cada vez que empezaba a vislumbrar la posibilidad de olvidarse de ella, volvía a seducirlo y enamorarlo. Cultivaba con cuidado las esperanzas en su corazón, las dejaba crecer y después las mataba sin remordimiento. Todos sus amigos le decían que la dejara. Todos los amigos de ella, también. Pero él, simplemente, no escuchaba a nadie. No tenía ni ojos ni oídos para nada más.

La situación siguió así durante una cantidad sorprendente de años; lo único que cambió en ese tiempo fue la fuerza con la que él se resentía por este trato constante, y el rencor que iba acumulando debajo de su amor. Inevitablemente, de a poco él también se volvió cruel. También inevitablemente y de a poco, ella empezó a obsesionarse. Sin llegar a decidirse nunca entre amarse y odiarse, quedaron atrapados en una peligrosa espiral descendente. En las últimas etapas de su locura mutua, entraron en una dinámica horrible. Ella enamoraba a cualquier idiota sólo para darle celos a él. Él se peleaba con cuanto hombre la tocara, aun sabiendo que ninguno de ellos tenía la culpa de nada. Ella volvía a sus brazos, le pedía perdón y se quedaban juntos hasta que se aburrían. Y entonces, de nuevo, ella salía a buscar a cualquier idiota.

Hasta que un día, uno de esos amantes ocasionales opuso más resistencia que los demás. Nuestro pequeño desdichado terminó inconsciente en el hospital. Aprovechando la situación, su familia le pagó una cantidad ingente de dinero a ella para que se fuera lejos y no volviera nunca. Dicen que la gitana tomó el dinero sin dudarlo y se fue; algunos opinan que la verdadera razón de su huida fue el amor. Estaba asustada, pues había llegado a pensar que su enamorado se le moría, y decidió que ya habían tenido suficiente.

Cuando él se despertó, se desesperó. En vez de aceptar la situación, salió a buscarla. Pasó años viajando. En esa época, vivió centenares de experiencias. Habló con miles de personas. Vio situaciones completamente distintas a lo que  estaba acostumbrado, y empezó a pensar de una manera diferente. Se involucró con los problemas de otras personas y sus horizontes se agigantaron. De pronto, su enamorada fue sólo una diminuta gota de lluvia en medio de una tormenta de estímulos. Se dio cuenta de lo pequeña que era su vida y de cuánto la había malgastado. Pero también supo que un amor así es algo raro, y que vale la pena atesorar.

Los años pasaron sobre los dos como pasan sobre todos. Después de muchas temporadas y muchos caminos polvorientos y olvidados, en una región del mundo que nunca tuvo nombre, sus miradas volvieron a encontrarse. Él había crecido, ella se había apagado; pero en el fondo, los dos seguían amándose.

Casi sin pensarlo, apenas estuvo bajo su sombra, ella se convirtió en una caricatura patética de la que había sido, pero él se mostró inmune a sus encantos. La amaba, sí, pero no por eso ponía su dignidad en juego. A ella, semejante muestra de maduración la irritó irracionalmente. Y ahí es donde esta historia de dos niños que envejecieron sin crecer, se convierte en leyenda.

La última noche que se vieron, ella preparó un hechizo. Recurriendo a la sabiduría que su nación, la nación de la gente de las estrellas, mantiene oculta al resto del mundo, preparó una poción poderosísima que le hizo beber sin que él lo advirtiera. Después, segura de su triunfo, le dijo:

– Parece que ya no me amas como antes, pero no me interesa. Jamás podrás amar a nadie más de lo que me amaste a mí. Si alguna vez encuentras el amor verdadero, aléjate. Porque yo te digo: si llegas a besar a una mujer que te ame realmente y a quien tú correspondas, quedarás ciego al instante y para siempre.

Y mientras atraviesa la calle, con su bastón blanco por delante, puedo ver en su sonrisa que fue un beso que valió la pena.

Nemuel Delam

El judío errante