Dirección de Tránsito | Otra vez los agentes de Tránsito, impunes, arrasando las calles de la ciudad. Esta vez golpearon a una pareja y les secuestraron el coche sin razón. Estos son los chicos del Intendente, que ahora están desbocados.
“Carlos Salaberry no es nadie” dijo una fuente extraoficial. “Todos dicen que se llaman Salaberry si alguien les pide que se identifiquen. Dos personas en el mismo operativo pueden decir que se llaman así. Es como si te contestaran que son Juan Domingo Perón”, afirmó.
De hecho lo hicieron, porque fue lo que sucedió la madrugada del sábado 11 de julio, cuando un operativo de Tránsito se emplazó en avenida Colón y Mitre. Las víctimas fueron los integrantes de una pareja de alrededor de treinta años, que circulaban por la avenida hacia la costa, y estacionaron su coche en sitio autorizado casi una cuadra antes del operativo. Eran las 4 de la mañana.
La mujer es VP, titular del vehículo, que permaneció en el auto, a la vez que él descendía, y mientras lo hacía se acercó una agente de la fuerza municipal a solicitar los papeles. Él le entrega todo, y le dice que queda su mujer en el coche, que hablen con ella, que es la propietaria legal. Que él regresaría enseguida. Inmediatamente después, varios agentes se acercan y comienzan a gritar que debían seguir, porque sesenta metros más adelante había un control de alcoholemia; ella pretende quitar el coche del estacionamiento y ponerse en la cola de los vehículos que esperaban el test. Pero fue imposible. La agente de Tránsito gritó que ya no podía hacer el bendito control, que el coche ya estaba secuestrado, y le solicitaron los papeles de ella.
Cuando V baja del auto con su registro, documento y tarjeta verde, llega otra mujer, vestida con uniforme de Infantería, a la que se le entrega la documentación y literalmente la retiene definitivamente. En vano fue solicitar la devolución, o el derecho a hacer el control de alcoholemia. Ella sólo respondía: “¿No me ve cómo estoy vestida? No me puede hablar así”. V volvió al auto, y decidió esperar allí a su compañero, porque puede entender que la situación es irregular. Ellos no se han negado a realizar el control, y tienen todo el respaldo sobre la propiedad del coche. Igualmente, le insisten para que se baje.
En medio de toda la locura llega la grúa de Tránsito, y los agentes comienzan a hacer las maniobras para enganchar el auto con la propietaria arriba. Es entonces cuando la mujer vestida de infantería comienza con las acciones violentas. Se acerca a la ventanilla y le arranca de la mano la llave, que estaba enganchada con una cinta que tiene el llavero. Para lograr su cometido tiene que forzar los dedos, y V comienza a gritar que la están lastimando; es así como llama la atención de los transeúntes, que luego serían testigos de los hechos.
Otro uniformado se percata de que en esa esquina hay cámaras municipales de monitoreo, y le avisa a la policía que la suelte, que toda la escena está siendo filmada, tras lo cual los agentes comienzan a dialogar entre sí para buscar la manera de cumplir con su cometido: ellos quieren el auto, y no encuentran un argumento para llevárselo más que la fuerza misma. Está la dueña dispuesta al control, y están los papeles. Pero claramente, ya han contado con un secuestro vehicular más.
Allí comienzan las amenazas intimidatorias que procuran que V abandone el coche para poder acarrearlo: le dicen que la van a dejar allí con un agente de guardia, que en algún momento va a tener que bajar para ir al baño, que ya todos le han visto la cara y el auto, y que nunca más va a poder manejar porque cada vez que Tránsito la vea, la van a parar. Textualmente: “¿Para qué hacés esto?, ¿qué querés lograr?,¿no ves que ya perdiste? ¿Usas el auto para ir a trabajar? No vas a poder andar más. Te va a parar todo Tránsito”.
Entre ellos hacen planes en voz alta para intimidarla: “¿entro por el baúl y la saco de los pelos?”, dice la mujer, y le responden: “No se puede porque la cámara está ahí…¿Alguien tiene un cuchillo para romper las cubiertas?”
Es evidente que la situación se está desmadrando: la misma mujer comienza a realizar una maniobra sobre los neumáticos para desinflarlos. De película.
Desorientados
Unos minutos después vuelve el varón –FD- y encuentra que ella está llorando en el auto. Le cuenta la situación que acaba de vivir, por lo que él se acerca hacia donde están los agentes – 60 metros adelante- para pedir que le restituyan la documentación y le realicen el control de alcoholemia. Le dicen que es imposible porque el coche está secuestrado. Tampoco lo puede hacer la dueña del auto.
Allí surge el interrogante de quién está ordenando toda esta locura. “¿Quién está a cargo del operativo?”, pregunta. “Salaberry”. Huelga decir que todos los agentes de cualquier fuerza están obligados a identificarse correctamente ante una intervención, y aun a exponer sus credenciales para legalizar su tarea. La idea es que las fuerzas del Estado se distingan de una patota callejera. Pero no sucedió.
Las víctimas podían describir, no obstante, a dos personas hasta ese momento: un agente de Tránsito que tenía en la cabeza un pañuelo estilo bandana (sí, así es), y otro notoriamente obeso. El coche ya había sido rodeado de varias personas de las dos fuerzas, que les impiden volver a acceder, pero allí habían quedado las llaves de su casa y las billeteras de ambos, por lo cual era imprescindible retirar estos elementos, si es que pese a todo se iban a llevar el coche como una muestra de poder caprichoso. No les permiten acceder a sus pertenencias.
Ya resignado, FD intenta abrir el baúl – donde también hay cosas-, pero la mujer de Infantería le tira gas irritante en la cara. Un vaporizador, no aerosol, que lo deja ciego, literalmente, y genera un intenso ardor en toda la cara y también en el cuerpo. Aprovechando esta situación, un tercer agente de Tránsito semicalvo, embozado con un cuello negro que le tapa la mitad de la cara al estilo piquetero, aprovecha la oportunidad para empujarlo. Cuando FD cae, en el suelo lo patea.
En medio de los gritos, ella ya aterrorizada, no sabe qué es lo que está sucediendo ni de qué los están culpando, entonces trata de abrir la puerta del coche buscando refugio. En ese momento, la misma mujer policía la toma del pelo y la tira violentamente al piso. La golpea, y la tira contra un patrullero mientras la sostiene de ambas manos.
Ante semejante descontrol, algunas personas que pasan comienzan a filmar con sus teléfonos, de donde resultan los videos que hoy obran en la causa como testimonios gráficos de lo inexplicable. “Soltame, soltame”, se escucha decir, “no me lastimes más. Basta, basta me quiero ir”. A la vez, a él lo sostienen y no le permiten intervenir en defensa de V. FD está ciego y golpeado, pero oye los gritos de su mujer y se desespera aún más.
Desolación
La llegada del patrullero de la policía de la Provincia vino a poner paños fríos. La intervención de los agentes de la Bonaerense fue afortunada, porque sólo separaron a todos los involucrados, a la vez que explicaban que todo se podría aclarar después: “Calmate, flaco, que te la vas a complicar”.
Ya entonces comenzaron a dar señales los testigos: dos jóvenes desde la esquina les avisaron que tenían todo filmado, y hasta prestaron el teléfono para que las víctimas pudieran acercarse a los agresores en busca de una identificación. La mujer de Infantería dijo ser Sandra Gallardo, y señaló que había más cámaras: las municipales.
Mientras tanto, FD llamaba inmediatamente al 911, y denunciaba que lo estaban golpeando, y que le habían retenido sus documentos. El coche ya no era importante. Aun al teléfono, le preguntó al mismo agente de Tránsito que lo había golpeado cómo se llamaba. Se adivina la respuesta: él también es Carlos Salaberry.
La telefonista le pasó un 0800 para dar parte a Asuntos Internos de la policía, a donde llamó en el momento, y dio cuenta de los hechos. Pero mientras esto sucedía, se iban quedando solos: el operativo se había desmantelado y la grúa se llevaba el auto. Sólo les quedaba comenzar a caminar: no tenían nada, ni auto, ni dinero, ni llaves de su casa, hasta les han quitado sus documentos. No obstante, decidieron dirigirse al playón de Tránsito, de calle Luro y España. Ya habían pasado las 6 de la mañana, y había cambio de turno de personal.
El empleado que los recibió peguntó un número de causa, que por supuesto no tenían, pidió una boleta de la multa, que tampoco tenían, o una tarjeta verde que identifique la titularidad. Nada. Sólo pudieron identificar el auto por el número de matrícula: sorprendentemente, las cubiertas ya estaban infladas, pero con un calibre de 50, es decir que podían haber estallado en cualquier momento. Así pudieron hacerse de las llaves de su casa, y la billetera para poder abordar un taxi: estaban golpeados, embarrados, desorientados. Él apenas veía, y tenía la cara inflamada por los efectos del tóxico del atomizador, pero lejos de poder ir a su casa a recuperarse, ambos iniciaron el largo camino para probar su inocencia.
La UFI nª1 del fiscal Castro estaba de turno, y en esa unidad los jóvenes prestaron declaración a primera hora de la mañana, cuando todavía no podían creer lo que habían vivido. Obtuvieron la orden para la revisión del médico forense, por lo que esa misma tarde debieron dar cuenta de las lesiones sufridas ante la médica Natalia Acuña.
Recién el lunes 13, el juez de faltas Pedro López Martucci ordenó el levantamiento del secuestro y llamó a una audiencia ampliatoria para el 28 de agosto. Los eximió de la multa insostenible, y sólo pagaron $600 por los gastos del acarreo.
Pero como si esto fuera poco, los ciudadanos creyeron que ante una afrenta cometida por agentes del Estado, ante semejante nivel de violencia gratuita, debían denunciar los hechos ante la Secretaría de Derechos Humanos de la Municipalidad de General Pueyrredon. Una buena idea para una sociedad organizada. Allí los recibió una funcionaria, que explicó que no podían tomar la denuncia porque estaba implicado el personal municipal. Claro: entre bueyes no hay cornadas, o entre elefantes no nos vendemos los marfiles. Los atentados contra los derechos humanos realizados por personas del mismo gremio quedaban fuera de su jurisdicción.
Sólo queda agradecer que el Intendente no pudo aún salirse con la suya para disponer de una policía municipal, como hubiera sido su deseo, porque, de haberlo hecho, estos agentes tendrían también poder ilimitado, ya que bajo la órbita municipal no hay derecho humano que valga. Es decir que los agentes municipales de Tránsito tienen poder de policía y de escribano, pero además decretan su propio estado de sitio: en el espacio entre conos anaranjados sólo vale su ley, no hay garantías constitucionales, y encima sus compañeros del palacio los avalan.
Sólo queda advertir a los conductores. Decirles que hay en las calles una patota habilitada por los amigos del Intendente a hacer cualquier cosa, y a alimentar su recibo de sueldo con secuestros y multas de dudosa legalidad. Encima, golpean al que se resista, con apoyo de cualquier otra fuerza que haya cerca. Los muchachos del Intendente hacen la vista gorda a cualquier amague de ejercer los derechos del ciudadano. ¿Constitución? ¿Qué Constitución? Ah, sí, una avenida al norte de la ciudad.