El holocausto gitano es uno de los pilares de la identidad romaní moderna. Durante la Segunda Guerra Mundial, los nazis y sus colaboracionistas exterminaron a medio millón de gitanos, un genocidio que también abarcó a Yugoslavia. Tras la guerra, los gitanos yugoslavos se politizaron e incluso uno de ellos, Žarko Jovanović, superviviente de tres campos de concentración, compuso el himno oficial del pueblo gitano, donde alude a su experiencia.
Por la autopista que llevaba a Birmingham, envuelta en una densa niebla matinal, se abría paso un autobús con una cuarentena de gitanos. Eran los delegados del Primer Congreso Mundial Romanó, que se convocó en abril de 1971 para rearticular una identidad común tras siglos de dispersión geográfica y política. El día anterior, en la residencia de las afueras de Londres donde se celebraba el evento, sus asistentes habían recibido una noticia sobrecogedora: mientras la policía de Birmingham desalojaba a catorce familias traveller —etnia nómada de origen irlandés—, una caravana había ardido de manera fortuita y tres niños habían muerto carbonizados en su interior. Ahora los congresistas se desplazaban hasta el lugar de los hechos para manifestar su protesta.
En el asiento trasero del autobús, el músico de origen yugoslavo Žarko Jovanović garabateaba unos versos en un papel e iba rasgueando las cuerdas de su balalaica. Para que los delegados tuviesen qué cantar a coro en Birmingham, durante el trayecto escribió la canción Dželem, dželem, luego convertida en himno oficial del pueblo gitano. En la letra, que llamaba a un despertar nacional para tomar las riendas del propio destino, Jovanović incluyó una frase autobiográfica: “Una vez tuve una gran familia, pero la mató la Legión Negra”. Las tropas asesinas a las que alude la canción son los nazis y sus colaboracionistas, que exterminaron a los romaníes de buena parte de Europa en la Segunda Guerra Mundial. Jovanović conocía bien este genocidio, porque él mismo había estado preso hasta en tres campos de concentración y perdió a buena parte de sus seres queridos en el holocausto gitano en Yugoslavia.
La doctrina nazi: de una “reserva natural” a los campos de exterminio
Los nazis veían a los gitanos como una raza parasitaria y ociosa que, al mismo tiempo, les planteaba cierta incomodidad conceptual: dado que su origen histórico se encontraba en la India, podían reivindicar un linaje ario con mayor fundamento que los propios alemanes. Por eso, el Instituto de Investigación para la Higiene Racial propuso crear, para el 10% de gitanos de Alemania considerados “puros”, una reserva donde vivirían en su estado “natural”, sin presuntas adulteraciones.
Con todo, en el tratamiento de la “cuestión gitana” acabó por imponerse la vía genocida. A partir de la publicación del decreto Combatir la plaga gitana (1938), el Tercer Reich fue aumentando la presión sobre los romaníes, sin distinguir entre “puros” y “mezclados»: tras ser excluidos de la ciudadanía y privados de derechos mediante leyes raciales, las autoridades procedieron a confiscar sus bienes y, a partir de 1942, comenzó su liquidación en masa. El número de víctimas asciende a medio millón de personas, entre el 70 y el 80% de la población gitana europea, que encontró la muerte en fusilamientos, guetos y campos de concentración.
Este holocausto —que en lengua romanó recibe el nombre de Porraimos, (‘La devoración’) o Samudaripen (‘La destrucción de todos’)— tuvo su particular episodio en Yugoslavia. La presencia gitana en los Balcanes está documentada desde el siglo XI, con su llegada a lo que entonces era territorio de Bizancio, pero su mayor afluencia se produjo a partir de los siglos XIV-XVI, cuando el Imperio otomano conquistó la península. La segunda gran oleada tuvo lugar en el siglo XIX, después de que en la vecina Rumanía se aboliese su esclavitud. De esta migración de gitanos recién liberados quedaban restos como el viejo apellido rumano de la familia de Žarko Jovanović: Lošanešti.
Según las estimaciones, en la Yugoslavia de entreguerras vivían más de 70.000 gitanos, que se ganaban la vida como artesanos de la madera y el metal, chatarreros, tratantes de caballos, mendigos, amaestradores de osos bailarines o músicos. Aunque una fracción se había sedentarizado, continuaban siendo víctimas de los prejuicios: vagos, embusteros, ladrones, raptores de niños, practicantes de magia negra… Pese a la suspicacia que despertaban y el acoso de la policía, nada hacía presagiar su exterminio hasta que, tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial, Yugoslavia fue ocupada por las potencias del Eje.
Serbia: fusilamientos masivos y gaseamientos en un furgón
Žarko Jovanović era un adolescente que vivía cerca de Belgrado cuando, en 1941, el ejército nazi tomó el poder en la ciudad. Pronto las autoridades organizaron campos de concentración como el de Banjica, un antiguo cuartel de infantería donde reunieron a miles de elementos considerados indeseables: comunistas, brigadistas de la guerra civil española, judíos y también gitanos, incluido el propio Jovanović. En las comarcas del interior estalló un levantamiento contra la ocupación de Serbia que la Wehrmacht decidió reprimir de manera ejemplarizante con un sistema de cuotas: por cada soldado alemán muerto se ejecutaría a cien presos y, por cada herido, a cincuenta más.
En un primer momento, las cuotas se cumplieron con reclusos judíos, pero cuando estos comenzaron a escasear las autoridades decidieron mantener las represalias asesinando a los gitanos. Jovanović pasaba sus días hacinado con otras 150 personas en un espacio de 100 m2, temeroso del destino que le aguardaba si le incluían en las listas de presos que eliminar: las SS llevaban a sus integrantes a un campo de tiro de las afueras, donde eran fusilados.
Tras dos años de rellenar estas cuotas vengativas, los nazis se aprestaron a resolver la “cuestión gitana”. En una redada de tres días, la práctica totalidad de los varones romaníes de Belgrado fueron deportados al campo de Topovske Šupe, un depósito de artillería que representaba el paso previo a su aniquilación: colocados en línea frente a una fosa, les obligaban a desnudarse y un guardia les pintaba en la espalda un círculo que servía como diana para los ejecutores.
Al cabo de un mes, las mujeres y los niños, junto a algunos hombres, incluido Jovanović, fueron transportados al complejo ferial de Belgrado. Aunque vivían al filo de la existencia, los reclusos de este nuevo campo podían recobrar la libertad si obtenían una certificación conforme no eran nómadas, sino residentes establecidos en Serbia. Para ello tuvieron que sobornar con sus escasas posesiones a los funcionarios y autoridades, lo que permitió a muchos salvar la vida. El resto fue eliminado con un nuevo método importado de Berlín: el furgón para gaseamientos, provisto de un compartimento trasero conectado al tubo de escape cuyos ocupantes morían asfixiados por los humos.
Croacia: exterminados por los ustachas
El Estado Independiente de Croacia —país títere del Eje que incluía partes de las actuales Croacia, Bosnia y el noroeste de Serbia— constituye una excepción en Europa, ya que exterminó a los gitanos de su territorio por propia iniciativa, sin mediar peticiones ni intervención alemanas. Las milicias ultranacionalistas, llamadas ustachas, aupadas al gobierno por los países ocupantes, vinculaban a los romaníes con los detestados serbios, por ser ambos elementos balcánicos que contaminaban a la “limpia y europea” nación croata.
En el verano de 1941, las autoridades croatas censaron a los gitanos y, al cabo de unos meses, comenzaron a emplear los registros para su deportación. Como artimaña para que aceptasen el traslado, les prometieron tierras fértiles que cultivar en otras regiones de Yugoslavia o en Rumanía. Los ustachas incluso alardeaban de resolver la “cuestión gitana” de forma moderna, al convertir a este grupo supuestamente improductivo en útil para la sociedad. La cruda realidad oculta bajo la propaganda era que les conducían, junto a serbios y judíos, a los campos de concentración de Jasenovac.
Los gitanos llegaban a Jasenovac, a la orilla del río Sava, en trenes o vehículos militares, algunos incluso en sus propios carromatos, llevando consigo su ganado y animales circenses. Tras despojarles de sus pertenencias, los guardias les destinaban a un campo específico donde vivían hacinados a la intemperie: les empapaba la lluvia y se abrasaban a pleno sol.
Pronto empezaron las ejecuciones. Desnudos y con los brazos atados a la espalda, los ustachas les embarcaban en una chalana que atravesaba el Sava para transportarles a la otra orilla, donde sus verdugos les asesinaban de un mazazo en el cráneo o cortándoles el cuello. Un centenar de gitanos fue reclutado para ayudar tanto a cavar fosas como en la labor de matarifes, lo que les permitió sobrevivir durante un tiempo, pero al final también ellos fueron eliminados.
Los romaníes del Estado Independiente de Croacia sufrieron la aniquilación casi total en Jasenovac: su número se redujo de 15.000 personas en el censo previo a la guerra a solo 800 justo después. Apenas en 2011, transcurridos setenta años de las masacres, la población alcanzó el nivel anterior al exterminio ustacha.
Salvación y lucha antifascista
Algunos sectores intentaron aprovechar su posición más resguardada para proteger a la población romaní del genocidio. En Sarajevo, una comisión de académicos musulmanes —a quienes los ustachas cortejaban para implicarles en su Estado— emitió un informe contrario a la deportación de los gitanos que profesaban el islam, con el argumento de que las consideraciones de religión debían primar sobre las de raza. Sus esfuerzos se saldaron con un éxito parcial y la mayoría de los llamados “gitanos blancos” permanecieron en sus hogares. Aunque el informe también buscaba amparar a los gitanos ortodoxos, los gobernantes desecharon esta posibilidad, anularon sus conversiones desesperadas al islam y ordenaron su embarque en convoyes rumbo a Jasenovac.
También la población croata de ciertas zonas rurales se movilizó para salvar a sus vecinos, y en diversos casos logró sacarles de los campos de concentración persuadiendo a los ustachas de que no eran “parásitos”, sino ciudadanos honrados y trabajadores. En localidades bosnias como Bijeljina o Janja, los romaníes se salvaron de las deportaciones sobornando a las autoridades.
Para luchar por su supervivencia, muchos gitanos se unieron a la guerrilla partisana. El más ilustre de todos, Stevan Ðorđevic Novak, alias el Gitanillo, se había alistado en Serbia por convicción: “En mi destacamento no se excluye a ningún serbio ni ‘gitano’. Aquí todos somos iguales y daré la vida por esta igualdad”. Especializado en el manejo de bombas y ametralladoras ligeras, Novak se distinguió en la captura de 37 colaboracionistas y murió a consecuencia de las heridas que le infligió el enemigo en combate. Al cabo de una década, el mariscal Tito otorgó al Gitanillo la condición póstuma de “héroe del pueblo”.
En las filas partisanas también batalló Žarko Jovanović. Tras una deportación de Belgrado a las minas de Trepča (Kosovo), su trabajo forzoso, junto al del resto de cautivos, contribuía a abastecer al ejército nazi del plomo necesario para la guerra, pero logró huir y se echó al monte con los sublevados. Con el tiempo recordaría lacónico sus experiencias durante la ocupación de Yugoslavia, primero en los campos y luego como combatiente: “Todo eso ni un caballo sería capaz de resistirlo, pero la juventud es un milagro”.
Memorialización y toma de conciencia política
El holocausto gitano quedó olvidado en Yugoslavia, tal como ocurrió en el resto de Europa. Parte de los motivos son comunes: depositarios de una cultura oral, sin Estado propio, atomizados en diversos grupos con frecuencia marginales y carentes de articulación política, los romaníes se hallaban en una situación precaria para memorializar el Samudaripen. Pero a estas causas hay que añadirle una particularidad de la Yugoslavia socialista: la voluntad de cohesionar un país plurinacional dejando atrás la enorme violencia desatada entre pueblos llevó al régimen a poner sordina al aspecto étnico de las matanzas, para evitar que los rencores diesen al traste con la nueva sociedad.
El único memorial de aquel tiempo dedicado específicamente al sufrimiento gitano se encuentra en Leskovac (Serbia) y es obra del arquitecto Bogdan Bogdanović, quien renunció a los honorarios que le correspondían por construirlo. En homenaje a trescientos romaníes fusilados por las SS, Bogdanović levantó tres hileras superpuestas de bloques de piedra caliza con símbolos que remiten a lágrimas. Una de las losas que flanquean el monumento tiene grabada la siguiente inscripción: “Estamos muertos, pero no dormidos. La piedra te mira con nuestros ojos”.
Pese a la memorialización diluida del Porraimos, los gitanos fueron bien vistos por el régimen de Tito, quien incluso se planteó recompensarles los servicios prestados como partisanos creando una “Región Autónoma Gitana” en Macedonia. Después de un terremoto que devastó Skopie, la capital macedonia, en 1963, las autoridades construyeron Šutka, el mayor barrio romaní de Europa, al que confirieron autonomía como municipio dentro de la ciudad. Los gitanos también se beneficiaron de la descentralización emprendida por Yugoslavia a partir de los años 70: con el tiempo, publicarían revistas y libros en romanó (incluida una biografía de Tito), fundarían asociaciones culturales y la Constitución les asignaría el estatus de “nacionalidad”.
Los gitanos de Yugoslavia aprovecharon el impulso de las autoridades para organizarse como comunidad política y se convirtieron en los más concienciados de Europa del Este. Por ello, no es extraño que, en el Primer Congreso Internacional Romanó de 1971, la delegación yugoslava fuese la más numerosa y uno de sus integrantes, el poeta Slobodan Berberski, el elegido para presidir el evento. Žarko Jovanović, que llevaba desde 1964 viviendo en París, acudió como miembro de la delegación francesa.
El Primer Congreso Mundial Romanó sentó las bases de la identidad gitana moderna, tanto que el 8 de abril, Día Internacional del Pueblo Gitano, conmemora su celebración. En el congreso tuvo una presencia destacada la memoria del Samudaripen, ya que se formó una comisión dedicada a tratar las reparaciones por crímenes de guerra y los asistentes guardaron dos minutos de silencio por las víctimas. El holocausto gitano quedó inmortalizado en el himno de Žarko Jovanović Dželem, dželem, que incluye la referencia a la Legión Negra, el color de los uniformes tanto de los ustachas como de las SS.
Aquella mañana de niebla de 1971, al llegar al suburbio de Birmingham, los delegados cantaron a coro el nuevo himno en homenaje a los niños carbonizados y añadieron un símbolo a la bandera romaní: además del verde de la hierba y el azul del cielo, acordaron introducir una rueda de la fortuna india, pintada de color rojo por tanta sangre derramada. De esta forma, el recuerdo de la persecución unía el pasado con el presente y servía como advertencia de cara al futuro porque, cuanto más organizados estén los gitanos, mejor podrán defenderse contra las encarnaciones contemporáneas de la Legión Negra.