Kevin Strickland fue condenado en 1979 por un triple asesinato que no cometió. Es una de las penas erróneas más largas de la historia de Estados Unidos. “Viví desconectado del mundo, me dolía mucho ver la vida”, dice a EL PAÍS nueve días después de su exoneración.
Es difícil ponerse en la piel de Kevin Strickland cuando ni él mismo se siente del todo en ella. El 26 de abril de 1978, cuando tenía 18 años, la policía llamó a su puerta para hacerle algunas preguntas por un triple homicidio ocurrido la noche anterior, del que solo había oído hablar en las noticias. Aquella mañana se disponía a cuidar, por primera vez a solas, a su hija de seis semanas mientras la madre, su novia de entonces, acudía al médico. Salía por la puerta la joven cuando llegaron los agentes. Kevin nunca cuidó de esa niña. Lo condenaron a cadena perpetua en un proceso plagado de agujeros. La semana pasada, 43 años después, salió exonerado tras una de las penas erróneas más largas de la historia de Estados Unidos.
Tiene 62 años, va en silla de ruedas y el trajín urbano le aturde. El 2 de diciembre, cuando habla con EL PAÍS, lleva nueve días en la calle, pero cuenta que sigue en prisión. Llama a su habitación “celda”; a su cama, “litera”, y dice que por las mañanas aún se queda quieto, esperando a oír el timbre que le avisa de que puede levantarse para ir al desayuno hasta que al cabo de un rato se da cuenta de que ya no hay timbre. Aún duerme sin dormir, en guardia, como se duerme en los sitios donde te pueden matar por la noche. No reconoce nada de Kansas City, la ciudad de Misuri donde vivía y donde fue enterrado en vida. Sus padres murieron, sus hermanos se distanciaron, su novia se casó con otro y solo ha visto a su hija cinco veces en estas más de cuatro décadas.
Es imposible ponerse en el lugar de alguien como Kevin Strickland cuando ni él mismo lo ha encontrado. “Sé que estoy despierto, pero no dejo de pensar que alguien me va a zarandear y decirme que no, que estoy soñando, que me han tomado el pelo, que sigo en prisión”, cuenta con lentitud en el despacho de los abogados que han llevado su caso, bajando la mirada continuamente. Se disculpa varias veces durante la conversación. “No sé hablar con gente normal, me he criado entre animales”, dice, con una dulzura repentina y desconcertante.
Cuando entró en prisión gobernaba Jimmy Carter y de todo lo que ha pasado después se ha abstraído voluntariamente como estrategia de supervivencia. El 11-S no sacudió su vida, la caída del muro de Berlín le importó un bledo, los nombres de Barack Obama o Donald Trump significan poco para él. “Necesitaba desconectar del mundo exterior para no sufrir, sobre todo evitaba ver la publicidad, todas esas cosas que yo jamás podría tener, me dolía demasiado”, cuenta.
Tampoco hizo muchas migas con la gente de dentro, mucha gente que, dice, eran lo peor de cada casa. Enseguida aprendió a hablar poco. Una vez, en la zona de recreo, intentaron matarlo lanzándole una pesa a la cabeza desde una planta superior porque a un tipo le había sentado mal un comentario que le había hecho a un amigo suyo. No levantó la vista para ver quién lo había hecho, era la manera de seguir con vida y de seguir luchando por su libertad.
Strickland siempre se declaró inocente del crimen. El 25 de abril de 1978, tres veinteañeros —Sherrie Black, Larry Ingram y John Walker― murieron a tiros en una casa en un barrio obrero de Kansas City. Dos condenados por el crimen, Vincent Bell y Kim Adkins, se declararon culpables, pero juraron que él no tenía nada que ver. Los familiares habían corroborado su coartada de aquella noche. No importó. El caso se cimentó básicamente sobre el testimonio de la única superviviente de la balacera, Cynthia Douglas, que resultó herida y más tarde se retractó alegando presiones policiales.
Había sido capaz de identificar solo a dos de los agresores y, a las 24 horas del suceso, aún en pleno shock —tuvo que hacerse pasar por muerta para evitar que la remataran― le pusieron ante una fila de sospechosos, entre ellos, Kevin Strickland, al que la policía había ido a recoger a su casa esa mañana en la que iba a cuidar de su hija. Douglas lo conocía del barrio, lo señaló y su vida pasó a ser la vida del recluso 36.922.
Kansas City, como muchas otras ciudades estadounidenses, vivía entonces una ola de criminalidad aterradora y los fiscales y las fuerzas de seguridad ansiaban cerrar casos, ofrecer justicia. Strickland, un chico negro de un barrio pobre, algo bala perdida y conocido de Bell, fue carne de cañón. Hubo dos juicios. El jurado del primero, formado por 11 personas blancas y una negra, fue incapaz de llegar a un veredicto porque el único afroamericano se negó a declararle culpable. El segundo jurado, blanco en su totalidad, lo mandó a la sombra de por vida, sin posibilidad de tercer grado en 50 años. Él tenía 19, era 1979.
Al año del juicio, la testigo empezó a decir públicamente que se había equivocado, pero no fue hasta 2009 cuando escribió una carta a The Innocence Project, la plataforma de abogados que trabajan en la exoneración de inocentes, con estas palabras: “Estoy buscando información sobre cómo ayudar a una persona que ha sido condenada erróneamente. Yo era la única testigo y entonces las cosas no estaban claras, pero ahora sé más y quiero ayudar a esta persona”.
Durante todos esos años, él mismo había tratado de luchar por su exoneración. Interpuso una petición ante los tribunales, agua. Interpuso la segunda, agua. Una tercera, agua. Y así hasta 17. Incluso cuando él mismo logró una carta de Cynthia Douglas admitiendo su error, el resultado fue un portazo, ni siquiera le concedieron una audiencia. “Leían los papeles y simplemente decía que no, veían que no tenía abogado y lo ignoraban, cuando básicamente nosotros hemos usado las mismas pruebas que tenía él”, explica su abogada, Tricia Rojo Bushnell. También escribía cartas, decenas de ellas, a organizaciones.
La lucha por salir libre, pese a lo infructuosa, es lo que mantuvo a Kevin vivo en una prisión en la que vio matarse a muchos a su alrededor. Añora la vida no vivida, la que pudo ser hasta el momento en que quedó interrumpida la mañana del 26 de abril de 1978. “Yo entonces no tenía mucha formación, pero quería entrar en el Ejército y ganarme la vida, quería ser un padre para mi hija, yo era muy joven, pero esa niña no fue ningún error y yo lo quería hacer bien con ella”, cuenta. La memoria le arropaba a veces. Recordaba su primera infancia, antes de la separación de sus padres; se veía a sí mismo ayudando a su tío en trabajos de carpintería, mirando el fabuloso béisbol de Amos Otis, estrella de los Kansas City Royals; la cara de su madre…
Ella, Rosetta Thornton, cocinera y limpiadora, murió el 28 de agosto, a los 84 años. Para entonces, la Fiscalía ya había pedido la exoneración de Strickland y su excarcelación era cuestión de tiempo. La audiencia estaba prevista para el 3 de agosto, un día antes de su funeral, pero el tribunal la aplazó y no pudo asistir. El primer lugar que visitó Strickland al salir de prisión, el 23 de noviembre, fue su tumba. La liberación tuvo lugar pocos días después de que un tribunal de Nueva York admitiese la inocencia, medio a siglo después, de dos condenados por el asesinato de Malcolm X. El número de exoneraciones se ha multiplicado en los últimos años, por una parte, debido al avance en las pruebas de ADN y los bancos de datos genéticos, que han servido para reabrir casos. Por otra, gracias a una mayor concienciación sobre las injusticias del sistema. Muchas fiscalías han abierto unidades de “integridad” que precisamente buscan reparar errores. Solo el año pasado hubo 129, según el Registro Nacional de Exoneraciones.
Strickland no tiene derecho a ninguna indemnización porque la ley de Misuri establece que solo pueden beneficiarse de ellas los exonerados a partir de una prueba de ADN. Aun así, en uno de esos extremos de la realidad estadounidense, donde la dureza del sistema convive con una sociedad civil con una capacidad inusitada a la hora de movilizarse por un desconocido, en poco más de una semana le han llegado donaciones por valor de 1,6 millones de dólares.
La solidaridad le abruma, le desconcierta, pero no logra hacerle bajar la guardia. “Si ahora uno de ustedes se desmayase aquí mismo, en esta habitación, yo saldría de aquí sin ponerle la mano encima. Tendría miedo de que me culpen de algo”. ¿No ha recuperado la confianza en la gente? “No, no…”.
Cuando se le pregunta qué quiere hacer el resto de su vida, responde por un momento que le gustaría viajar: “No sé, Australia me viene a la cabeza por algún motivo. También Brasil. O África, me gustaría ir allí, bajar de una camioneta, tocar a un rinoceronte y volver corriendo al coche a ver si le gano”. Luego, advierte de que nunca ha volado y quiere evitar tomar aviones. “Morir en un accidente después de todo esto…”, señala sin ironía alguna. Sí quiere ver a sus hijos (aquella bebé y otro que había tenido antes), recuperar la relación con sus hermanos, que la dolencia de la espina dorsal que no le deja pasar en pie más de tres o cuatro minutos seguidos le deje vivir un poco. No tiene, asegura, energía para el odio, para el enfado, solo para vivir lo que le quede.
Con el dinero busca una casa fuera de la ciudad. “No quiero a ningún vecino en una milla a la redonda, no necesito a nadie, de veras”. Ver un poco de deportes por televisión (“¿Sabe? Michael Jordan empezó su carrera cuando estaba dentro y se retiró antes de que yo saliera”, comenta), tener perros, dormir sin miedo. Todo eso suena bien. Que se acaben las pesadillas. Recuerda una muy reciente: “Teníamos que ir al tribunal porque se suponía que me iban a excarcelar y estaba esposado por la espalda, pero de repente todo es una ciudad fantasma, y no hay nadie en el tribunal, yo estoy esperando a que salga el juez y no hay nadie siquiera para quitarme las esposas, estoy solo y no consigo salir”.