El Ejército ucraniano inició en septiembre una exitosa contraofensiva en la región de Járkov. Habitantes de la ciudad de Balakliya, en esa región, contaron a DW lo que tuvieron que soportar bajo la ocupación rusa.
La tortura de civiles, las denuncias por parte de vecinos y la colaboración forzosa son solo una parte de lo que han tenido que soportar los ciudadanos ucranianos de la región de Járkov durante la ocupación rusa de Ucrania. Todo les recuerda a los tiempos del dictador soviético Stalin. Dos mujeres contaron a DW su historia.
Marina, de Balakliya, pasó nueve días como prisionera del Ejército ruso.
Mi esposo y yo siempre fuimos proucranianos, pero queríamos quedarnos en Balakliya porque mi padre está paralítico luego de dos accidentes cerebrovasculares. Muchos habitantes saludaban a los rusos e incluso querían colaborar con ellos. Hubo varias denuncias. Los hombres que peleaban del lado ucraniano en el Donbás y los ciudadanos proucranianos fueron traicionados. Se vivía una atmósfera como en los años 30 del siglo pasado.
Las fuerzas rusas saqueaban viviendas. También se les quitaban los automóviles a la gente en medio de la calle. A menudo les revisaban los móviles. A mi amiga le sacaron uno por un video en el que se veía a un convoy ruso entrando a la ciudad. Casi todos tenían un video así. Era peligroso andar con un teléfono por ahí.
Cuando se hizo insoportable vivir bajo la ocupación rusa, mi esposo y yo decidimos huir pasando por Rusia e informamos a todos de ello. Luego llegó un grupo de seis o siete personas enmascaradas, con fusiles, que revisaron cada cajón de la casa, y se llevaron una computadora portátil, teléfonos y documentos. Nos llevaron a una comisaría. Allí nos colocaron bolsas en la cabeza y nos pusieron en celdas diferentes. En la mía había dos mujeres de aproximadamente mi edad, y una mujer mayor. Más tarde ya éramos ocho personas en una celda de dos por dos. Los colchones hedían y solo había un lavabo y un inodoro.
Nos vigilaban soldados de la llamada “República Popular de Lugansk”, que nos decían que ellos no querían estar allí en absoluto. Nos daban té y galletas. Había tres comidas por día: un puré con carne enlatada. A veces, con moho. Una mujer de edad se quejó de problemas con el corazón. Llamamos a los guardias, pero no reaccionaron. Recién a la mañana siguiente llamaron a una ambulancia. Algunas mujeres dijeron que las torturaron con electrochoques.
Mi marido dice que a los hombres se los trataba todavía peor. Las celdas para hombres eran aún más pequeñas, sin iluminación, y con un inodoro descompuesto. Se los llevaba una o dos veces por día encapuchados al baño.
A mí me interrogaron al séptimo día. Dos hombres enmascarados empezaron enseguida a intimidarme y a presionarme psicológicamente. Me preguntaron qué pensaba sobre el Ejército ucraniano. Como no los entendí, empezaron a torturarme con electrochoque en las piernas, luego, con más tensión, en las manos. Me obligaron a arrodillarme y me retorcieron los brazos. Me preguntaron cómo se trabajaba para el Ejército ucraniano en nuestra casa. Yo trabajé durante 15 años como pedagoga y dirigía un grupo de teatro para niños. Me acusaron de ser una maestra proucraniana. Dos días después vino un guardia y me dijo que saliera. El día anterior, una mujer joven fue golpeada duramente en el rostro y torturada con electrochoques. La amenazaron con cortarle los dedos. Pensé que me esperaba lo mismo. Pero mi marido y yo fuimos liberados. Como supe después, mi hermana había comprado nuestra libertad con oro. A mi marido no lo interrogaron.
En casa teníamos miedo de hablar en voz alta porque pensábamos que podían escucharnos. Durante mucho tiempo no me animé a huir a través de Rusia, tenía pánico. Pero dos semanas después de nuestra liberación nos fuimos sin decirle nada a nuestros parientes, por miedo a que todo se repitiera. Hace un mes que vivimos en Irlanda, y todavía no me puedo recuperar de lo que viví. Desde entonces tengo problemas cardíacos y se me encaneció el cabello. Durante la ocupación rusa perdí 10 kilos.
Liudmila dejó Balakliya a principios de julio
Cuando los rusos llegaron a la ciudad, todos tenían miedo de salir de sus casas porque no sabían qué les esperaba. Y en la calle, la gente tenía miedo de decir lo que pensaba. Pero hubo muchos que apoyaron a Rusia y creyeron que Rusia se quedaría aquí para siempre. Cuando empezó la invasión, viajé con mi marido y mi hija de 18 años a la casa de amigos.
Durante el primer mes y medio allí, tuvimos que buscar refugio repetidamente en el sótano. Nos alimentábamos principalmente de provisiones como fideos y muesli. Nosotros horneábamos el pan. Teníamos miedo de huir porque la ruta a Járkov estaba constantemente bajo fuego. Cuando llegamos por primera vez a la ciudad, me sorprendió la cantidad de casas desiertas. Como una ciudad muerta, completamente desierta. Luego vi incluso a niños que hacían cola para recibir ayuda humanitaria.
Los negocios estaban cerrados al principio. Luego se trajeron mercancías de Kupiansk, que procedían de Rusia o de la llamada “República Popular de Lugansk”. Las solicitudes para recibir una jubilación rusa fueron realizadas principalmente por personas que le creían a la Federación Rusa, o por personas mayores que recibían su pensión por correo y no tenían otra alternativa. Pero las pensiones rusas no se pagaron. Recién en agosto se hizo un pago único de 10.000 rublos a los discapacitados y jubilados. Caminando por la ciudad, vi que solo estaba en circulación la grivna ucraniana, que incluso los militares rusos la usaban para pagar.
No había medicamentos especiales en farmacias y hospitales. La falta de medicamentos fue una de las razones por las que huimos a Zaporiyia, porque tengo que tomar preparados hormonales que ya no estaban disponibles. Ahora queremos volver a casa otra vez, pero me preocupa mucho que los rusos comiencen una ofensiva nuevamente. No quiero que vuelvan.