La discusión político-ideológica seguirá, posiblemente, por la noche de los tiempos. Los hechos lo que dicen, es que el pueblo judío se ganó sobradamente su derecho a la existencia.
Luego de dos mil años de persecución ideológica utilizada por los monarcas cristianos —amparados por todas las iglesias de todas las ramas confesionales del cristianismo—, la vocación de crear una nación para el pueblo judío tuvo su primer eslabón en la Declaración de Balfour, así conocida por ser su autor el ministro de Relaciones Exteriores británico, Arthur James Balfour en 1917, en una carta que dirige al barón Lionel Walter Rothschild para ser transmitida a su vez a la Federación Sionista de Inglaterra e Irlanda.
Dicha carta —motivo de infinitas discordias— llevó finalmente, en 1948, a la declaración del derecho a la existencia del hogar nacional judío, conocido como el Estado de Israel. «Sionismo» —término de acepciones diversas, utilizado como un elemento de negatividad extrema en buena parte del mundo— significa «luchar por un estado judío independiente». Solo eso, nada menos que eso.
La intemperancia agitada por los cultos cristianos y el amparo a los poderosos de turno para saquear una y otra vez a las poblaciones judías mediante la persecución y el expolio, marcaron esta ruta que hoy sacude al mundo una vez más. El precio en sangre que han pagado y aún pagan los israelíes por su derecho a la existencia es algo que no se mide de manera adecuada. La primera guerra inició a horas de declararse la existencia del Estado de Israel, duró un año, y enfrentó al naciente país con Transjordania —hoy Jordania—, Siria, Egipto, a los que se sumaron batallones llegados de Irak y Yemen, tropas —en líneas generales— entrenadas por instructores ingleses que servían como tropas auxiliares del imperio británico.
Esa, y las guerras subsiguientes, fueron ganadas por el estado hebreo. La Guerra de los Seis Días, librada en 1967 —en la cual fueron humillados los gobiernos egipcio, sirio y jordano en una derrota monumental— encendió el deseo de venganza que terminó en la llamada guerra del Yom Kippur, en la cual estuvieron a punto de destruir Israel.
Nada ha sido simple luego de los acuerdos de Camp David, en donde se selló la paz entre Egipto e Israel. Comenzaron una serie de guerras de baja intensidad —que no por ello han significado menos dolor— que fueron modelando la situación en la cual, la aparición en este escenario del criminal régimen de los mullah iraníes, juega un rol crucial.
El pueblo que habita Cisjordania está controlado por Al Fatah, acrónimo de la Organización para la Liberación Palestina, mientras que la Franja de Gaza es controlada —mediante la imposición del terror— por Hamas. Un dato que vale la pena citar es que, al firmarse los acuerdos de Camp David, el líder egipcio Anwar El Sadat no aceptó incorporar a Gaza como parte de sus dominios al recuperar el Sinaí. La guerra se sigue desarrollando, y las operaciones informativas a diario se despliegan, o en concurrencia con la idea de hacer desaparecer el hogar nacional de los judíos de la tierra, o con la negación del carácter oprobioso de Hamas y su sostén y largo brazo del mal, Irán.