«Las tierras están abandonadas»: por qué Portugal no es capaz de controlar sus incendios

En los pueblos del interior de Portugal, vacíos por la emigración, el fuego ha conquistado el territorio dominado por las olas de calor, las sequías severas y los monocultivos.

En el municipio portugués de Ponte da Barca, agosto es el mes en el que vuelven a casa por vacaciones. Son emigrantes que dejaron esta zona del norte del país para ir a países como Luxemburgo, Francia, Suiza o Canadá. Pero cuando regresan, es el fuego quien les recibe. Las llamas azotaron la semana pasada 7.500 hectáreas durante 10 días. Es solo una parte de los incendios forestales que sacuden año tras año el verano portugués. Las olas de calor, cada vez más intensas y prolongadas, las sequías severas y los monocultivos que dominan el paisaje forestal sirven de combustible para las llamas. Aunque es sobre todo el creciente despoblamiento del interior de Portugal lo que permite el avance del fuego. Muchas aldeas están desiertas durante la mayor parte del año y cada vez es menos la gente que cuida la tierra.

Es el caso de Ponte de Barca, donde en agosto vuelven todos los emigrantes pero luego, miles de hectáreas se quedan totalmente abandonadas. «La población del municipio casi se triplica en los meses de verano, pasa de 11 mil a 30 mil habitantes debido al regreso de los emigrantes», afirma Diana Sequeira, concejala de Acción Social del municipio. Es en lugares como este, lejos de las grandes ciudades, en el interior del país, donde los incendios forestales prosperan y afectan directamente a la población. «Existe una correlación bastante marcada, en Portugal, entre el despoblamiento del interior y los incendios forestales», explica João Camargo, investigador en el área del cambio climático y autor del libro Portugal em Chamas: Como Resgatar as Florestas. Camargo subraya que casi no queda nadie que esté involucrado en actividades agrícolas que reduzcan el riesgo de incendio. «El mundo rural se ha transformado en un lugar no deseado», lamenta.

Con el tiempo, Portugal se ha convertido en el país responsable de más de un tercio de la superficie quemada en la Unión Europea —un 37,5%— a pesar de su pequeña dimensión geográfica. Casi 144.000 hectáreas ardieron en 2024, según el Sistema Europeo de Información sobre Incendios.

Este «rechazo» hacia el mundo rural es un terreno fértil para el fuego. «Aquí todo el mundo es emigrante. Antes se vivía de la agricultura, ahora ya no. Las tierras están abandonadas», dice Arlindo Bureal, de 50 años, con tristeza en la voz. Emigrante en Francia, regresó de vacaciones a Germil, una de las aldeas devastadas por el incendio forestal en Ponte da Barca, en el norte del país.

Cuando El Confidencial visitó la aldea, la mayoría de las casas estaban cerradas. Reabren en agosto, el mes de la nostalgia. Nietos, hijos, padres: todos dejaron Germil para trabajar en el extranjero. Algunos fueron a Francia, otros a Canadá, Suiza y, por supuesto, Luxemburgo. «Nos fuimos a ganar el dinero que no teníamos», explica Ermelinda Danaia, vecina de Arlindo. Con 73 años, señala el abandono de los campos como una de las causas de los incendios: «Antes, las tierras se cultivaban…».

Todavía había fuego cerca de la aldea cuando este periódico estuvo allí. Las columnas de humo se elevaban, y amenazaban otras poblaciones del Alto Minho. Desde la ventana de la casa de los padres de Fernando Pereira, de 60 años, emigrante en Luxemburgo, se veía toda la tierra, pero con una tonalidad opaca. «Es una tristeza enorme ver esto arder, da mucha ansiedad. Lo que era verde y bonito ahora es negro y oscuro. Mi corazón está aquí», lamenta. Hace 40 años, Fernando emigró, como casi toda la gente de la aldea.

El fuego no destruyó casas, pero Fernando perdió una decena de colmenas y varios árboles. «No me voy en paz a Luxemburgo. El fuego volverá», advertía. «Aquí solo viven los más ancianos, apenas unas 10 personas tienen menos de 60 años. Los demás son mayores», afirmó. En Germil, apenas unas 30 personas residen. «Hay más gente en agosto, cuando regresan los emigrantes. De mi generación, no se quedaron ni 10 personas», lamentó Fernando.

La migración no tiene (solo) la culpa

Lo mismo ocurría en Paradela. El jueves, al anochecer, el fuego rodeaba la aldea de 20 casas en el corazón del Parque Nacional de Peneda-Gerês. Fue necesario evacuar a los más ancianos.

Cuando el humo invadió la aldea, las autoridades evacuaron a los padres y abuelos de Nuno Martins, que acababa de llegar de vacaciones desde Luxemburgo. «Es complicado: regresar y encontrarse con el fuego. No es un escenario agradable; las llamas arrasaron toda la ladera». Tras la evacuación de los mayores, los más jóvenes combatieron el fuego.

«Allí arriba», señala Nuno Martins hacia la cima, «ayudamos a salvar una vaquería». Los Canadairs sobrevolaban la población, arrojando agua sobre los focos de incendio aún activos en las montañas. Se observaban todas las operaciones desde la capilla, decorada para la fiesta de San Pedro y de Nuestra Señora de los Dolores, el primer domingo de agosto.

«Sea cual sea la situación, es bueno volver a nuestra tierra«, continúa Nuno, de 38 años. Prevê regresar a Luxemburgo a finales de agosto. Trabaja allí desde 2019. Nacido y criado en Paradela, emigró debido «a una oportunidad de empleo».

Tanto Nuno, como Fernando, Ermelinda o Arlindo son rostros de la ola migratoria de las aldeas del interior de Portugal hacia Europa Central. «Portugal tuvo una emigración muy significativa a finales de los años 60, sobre todo hacia Luxemburgo y Francia. Las personas huían de la vida en las sierras. Vivían de la ganadería y de la agricultura. Eso creaba discontinuidades en el paisaje, lo que ayudaba a prevenir incendios», explica Paulo Lucas, codirector de la asociación ambientalista ZERO.

Sin embargo, advierte que el despoblamiento no es la causa de los fuegos, solo aumenta su probabilidad de propagación. Y subraya que el enfoque del combate debe ser la prevención de las llamas. «El despoblamiento facilita que los fuegos se descontrolen debido al combustible natural disponible: ya nadie recoge leña o paja para el ganado», concluye.

En el centro de Ponte da Barca, vehículos con matrículas de Francia y Luxemburgo recorren la villa. Se celebra la fiesta de los emigrantes, con grupos folclóricos y las historias de la gran ola migratoria de los años 60. Es en esa ausencia de gente donde se instala otro poderoso incendiario: el eucalipto. «Es un monocultivo que no requiere presencia humana para proliferar. La industria de la celulosa se aprovecha del despoblamiento», denuncia João Camargo. El investigador añade: «No hay ninguna visión para el interior del país. Solo la proliferación de la mayor área de eucaliptales del mundo, en términos relativos».

Cerca del 9 % del territorio nacional está ocupado por plantaciones de eucaliptos, una expansión descontrolada que favorece los incendios. «La gran ventaja de este árbol», además de poder transformarse en pasta de papel, «es que no requiere muchos cuidados para crecer. Una plantación, una vez establecida y abonada, no necesita intervención humana».

A este cóctel se suma el cambio climático. Según un artículo del Instituto Portugués del Mar y de la Atmósfera publicado en National Geographic, en los últimos 20 años se han registrado cada vez más episodios extremos de olas de calor durante el verano en Portugal continental. Esta tendencia se observa en todo el territorio, aunque las regiones del interior Norte y Centro, junto con el Alentejo, son las más afectadas.

Son estos tres componentes —cambio climático, abandono del mundo rural y «eucaliptización — los ingredientes para los incendios forestales en el interior de Portugal. Y no hay año en que la tierra no arda en este país de aldeas sin gente y de eucaliptos por doquier.