En busca de la autonomía. Hasta hace un año, estar con papá era lo mejor. Ahora intenta estar solo, de día o de noche. O en compañía del joystik y sus auriculares. El autor cuenta cómo se vive esta aventura de tener un hijo que ya necesita su propio espacio.
Ya casi no me acompaña a ningún lado. Hasta el año pasado, éramos mellizos. Al menos eso nos dijeron, muchas veces. No por el aspecto físico, aunque nos parecemos bastante, a pesar de que yo tengo 46 y él 13. Más bien porque donde estaba yo, estaba él. Y al revés. Presentaciones de libros, lecturas, charlas, recitales. Cines donde pasaban películas coreanas y japonesas. Los partidos del rojo en la popular sur del Libertadores –arriba, a la altura de la mitad del arco–. Reuniones con maestras, directoras. Sesiones con psicólogos, psicopedagogos.
Ahora casi no me acompaña a ningún lado. Prefiere quedarse solo, todo el día. Incluso, quedarse solo de noche. Cada vez que me dice que no quiere ir conmigo, me dan ganas de obligarlo, o de extorsionarlo, pero él se mantiene firme, como si me dijera que no puedo disponer de su tiempo. Su tiempo es suyo, no mío.
En pocos meses, cambiaron unas cuantas cosas de su vida. Ahora tiene una especie de bigote primitivo, pero muy prometedor. Pelitos rubios en las piernas. Se está dejando el pelo largo, después de una temporada de cresta. Es un poco más bajo que yo. Yo tengo el pelo mal distribuido en la cabeza, mucho en los costados y casi nada en el medio.
Antes podíamos comprar la ropa que a mí se me ocurría: de esa que viene de talleres clandestinos y que te venden en los negocios más sospechosos. Pero desde hace un tiempo las cosas se modificaron en forma drástica. Para comprar zapatillas tenemos que ir a un local que está en algún lugar perdido de la ciudad. Hay un solo local para esa marca y tiene un horario restringido. Si no encontramos el color que él está buscando, no habrá manera de reemplazarlo por otro. Hace poco, un día en que estábamos probándonos ropa, separé dos pantalones rojos, chupines, y le propuse que compráramos uno para cada uno. El mío me quedaba bien, el de él estaba mucho mejor. Le pregunté: ¿me llevo éste? Y su respuesta fue esclarecedora: papá, no me avergüences.
¿Querés comprarte zapatillas de skater, también? Terminé optando por un jean azul, de corte clásico.
Me gusta que no pare de cuestionarme, que se niegue a someterse a mis dudosas preferencias estéticas. Después de todo, siempre lo eduqué en el ejercicio de la libertad. Que opine, que decida, que pruebe, que se equivoque. Pero cada vez que salimos de un negocio con las manos vacías, me contengo para no decirle: pibe, llevá lo que elegí yo y no jodas más.
Mientras escribo me doy cuenta que me fascina verlo así: autónomo, con su propio estilo. Pero también un poco me asusta. Su autonomía, sobre todo. Creo que ahí está el núcleo del problema: al empezar a elegir por su cuenta, tal vez, también elija dejar de estar conmigo.
Una de las primeras veces que me preguntaron si era mi hijo, los dos, él y yo, respondimos, al mismo tiempo. Acá lo cuento como si hubieran sido respuestas sucesivas, pero fueron simultáneas. Él dijo: soy su padre. Yo dije: es mi padre. Desde entonces respondemos así, cada vez que nos preguntan. Es algo que mi mamá definió como “el humor Bermani”. La primera observación que hacemos, sobre cualquier cosa, es absurda y paródica. Si mi viejo viviera, sería natural que entabláramos, los tres, largas sesiones de chistes estúpidos en las cenas familiares importantes. Incluso en encuentros con extraños. Creo que es un mecanismo de defensa. Es probable que sea eso: un mecanismo de defensa que venimos desarrollando en la rama masculina de la familia.
Hacer chistes para que nadie nos obligue a hablar en serio. Pero está cambiado. Y no sólo en su apariencia física. A veces creo, por ejemplo, que el joystick forma parte de sus manos, que está adherido y que no lo va a poder despegar más. Por supuesto, eso no le genera problemas. Se acostumbró a comer con tenedor, cuchillo y joystick . O con cuchara y joystick . Lo maneja como si fuera parte de su cuerpo, por eso pienso que lo lleva adherido. Antes dormía con el joystick y yo se lo sacaba a la madrugada. Tenía que hacer un poco de fuerza, porque él lo apretaba, por más que estuviera bien dormido. Seguro que soñaba que estaba matando gente en el GTA 5 o en el Call of Duty. Ahora lo deja, para dormir, porque cambiamos de lugar la Play. No está más en su habitación. Está en el living. La usa con un televisor enorme que tuve que comprarle porque me explicó, usando toda su paciencia, y una capacidad pedagógica que no le conocía, que en una tele de las de antes, como la que teníamos, es imposible jugar. Se ve sólo una parte de las escenas . No veía entrar a sus enemigos y lo mataban fácil, cuando estaba condenado a arreglarse con un monitor de 20 pulgadas. Cada vez que le cuento que yo veía tele en blanco y negro y eran solo cuatro canales piensa que lo estoy cargando.
Está siempre con dos juegos de auriculares. Uno para la netbook y otro para la Play. Cuando usa los de la Play, habla con sus amigos virtuales, y entonces voy conociendo una variadísima gama de insultos. No sabía que alguien podía acumular tanta cantidad de palabras agraviantes. Sabe muchas. Palabras sueltas y frases que suele construir bien. A veces intento anotar lo que dice, para usar algo de ese lenguaje en un texto literario, pero no llego.
Insulta rápido. Y a él también lo insultan.
Es evidente que los juegos virtuales estimulan la competencia intelectual. Al menos, en el campo de los agravios. Al principio lo retaba. No me parecía razonable que estuviera agrediéndose con otros chicos. Pero después entendí cómo funciona el circuito de las relaciones virtuales. Primero se torean un poco y después se agregan en Facebook y se pasan los números de celular.
Otra cosa que entendí: así como yo me pasaba el día en la calle desde que volvía de la escuela hasta la noche, él se pasa el día jugando con amigos virtuales, chicos que no conoce, pero que comparten con él los mismos códigos callejeros que compartíamos mis amigos y yo: pelearse, amigarse, volver a pelearse. Comparten secretos, expectativas, pequeñas victorias, fracasos.
Cambió, en definitiva, su relación con los objetos. Antes los pateaba, ahora los presiona con los dedos, con más o menos fuerza, depende de la situación. Cuando empezó con el andador, a los seis o siete meses, le enseñé a patear y a rrancó así nuestro larguísimo período futbolístico, que tuvo su pico de máximo desarrollo en las dos canchitas del Parque Lezama, bajo el sol y la lluvia, el viento, las estrellas. Jugábamos todo el fin de semana, con amigos ocasionales. Yo era el único muchacho grandote –tenía 37, 38–, los demás eran pibes que iban entre los 5 y los 12 años. Esa etapa se cerró cuando me separé de su mamá y, por lo tanto, tuve que mudarme. Seguimos con el fútbol, pero en el patio de un edificio. Todo esto me parece viejísimo, ahora, porque la última pelota continúa olvidada en una bolsa de supermercado y por más que, cada tanto, él y yo nos hagamos la promesa de volver al potrero, nuestras respectivas ocupaciones nos llevan en otra dirección.
Antes nos sentábamos juntos a escuchar bandas melancólicas y acústicas y él no se quejaba. Como no me quejaba yo, cuando mi viejo me hacía escuchar a Julio Sosa. Pero ahora viene con unos temas monocordes cuyos títulos no puedo recordar porque están en inglés, o en alemán.
Tampoco retengo el nombre de las bandas. Yo, mientras él escucha música –y juega a la Play y ve videos–, sentado a su lado, con el ventilador tirando aire para los dos, trato de escribir. Cada tanto interrumpo y le pregunto si le puedo leer. Él dice que sí, pero no frena la música y tampoco lo demás. Sólo se saca uno de los auriculares y yo leo. Opina, por supuesto. Me dice si repetí palabras en forma descuidada, me sugiere escenas, me recomienda que elimine a un personaje o que convierta a una chica heterosexual en una travesti.
Cuando yo era chico el lugar que nos daban nuestros padres era un lugarcito. No teníamos voz propia, ni podíamos, por lo tanto, manifestar nuestro descontento por tener que ir a la casa de las tías o por tener que acostarnos temprano o por tantas otras cosas que sería largo enumerar acá. Para él es distinto, y no sólo ahora, que cambió. Antes también. Siempre supo hacerse oír y eso me parece bien.
Pero a veces se hace oír de un modo excesivamente ruidoso.
Está cambiado. En cualquier momento va a pegar un estirón y me va a dejar abajo. Me acostumbré, en este tiempo, a pararme con un pie adelante y el otro, atrás. Así, cada vez que sus manifestaciones de cariño me hacen tambalear –no es una metáfora de orden sentimental, es un dato empírico– no corro el riesgo de caerme. Me da golpes como si yo fuera uno de sus amigos y es ahí donde mi cuerpo deja de permanecer erguido. O se me tira encima. O me levanta, cerrando sus brazos en mi espalda. En esos momentos siento que mi integridad física está en peligro. Lo mismo siento cuando vamos en subte, porque me tira piñas suaves al pecho y a la cara y yo las esquivo como puedo. En el colectivo no pasa eso: si nos sentamos, vamos cada uno con su música y nos quedamos dormidos.
Antes jugábamos a la lucha y no terminábamos bien, por eso dejé de aceptar sus desafíos cuando me di cuenta que él se lo tomaba en serio. Me peleaba como si fuera una pelea de verdad y yo tenía una dificultad doble: defenderme, para que no me lastime. Y cuidar mi ataque, para no lastimarlo. Ahora no peleamos. Cada vez que me busca lo abrazo y le doy besos en el pelo para que, después de dos o tres de sus golpes en mi espalda, se frene. De a poco fue aceptando mi negativa a pelear, será que ya no necesita medir sus fuerzas conmigo.
Después de este verano, él va a empezar el secundario. Se vienen años difíciles. Nada fue fácil, hasta ahora. En algún momento va a pasar más tiempo con sus amigos, menos tiempo conmigo. Incluso van a aparecer algunas chicas, en su vida. Por ahora tuvo sus primeras experiencias de besos en los recreos del colegio. Y algo de eso me contó. Supongo que no todo. Voy a tratar de aprovechar al máximo este verano. Seguro que en pocos meses va a volver a cambiar y va a darme cada vez menos bola. Es raro verlo crecer. Podría decir que es triste, pero no estaría siendo del todo sincero. Porque también me da orgullo ver cómo resuelve situaciones, a su manera. Mejor decir que es irreversible. Pero que también es muy divertido.