“Los blancos sudafricanos son unos inútiles porque han dejado todo el trabajo en manos de los negros y ahora no saben hacer nada por sí solos”. La frase la pronunció un vecino de Orania. Blanco y afrikáner, como todo el que reside en este pequeño enclave de Free State, fundado cuando el apartheid ya era un cadáver viviente para, dicen, “preservar la cultura y lengua afrikáans”.
Aunque no lo pretendía y no lo había pensado ni remotamente, la sentencia del vecino de Orania bien podría servir para homenajear a esa mano de obra barata que ha servido y aún sirve para que poco más de un 10% de la población sudafricana conserve sus parámetros de bienestar y riqueza superiores a la media europea.
Una española residente en Pretoria recuerda entre divertida y avergonzada cómo una sudafricana le preguntaba si en su país había negros. “Algunos, sí”, le dijo. A lo que su interlocutora le espetó: “¿y quién limpia?”.
Esta es la realidad sudafricana. Con servicio doméstico, nadie mueve un dedo en casa. Lavar el coche, repasar las malas hierbas del jardín, barrer la entrada, poner lavadoras o lavavajillas o entretener a los hijos, son tareas que se dejan para cuando llega el trabajador. Sacar una hora el perro a pasear por 1,5 euros al cambio supone una especie de ingreso extra.
Es fácil encontrar adultos blancos que recuerden con cariño alguna palabra en zulú o xhosa que le enseñó su nanny durante sus años de infancia o adolescencia. Aún hoy es muy habitual la estampa en los barrios del norte de doméstica de uniforme tirando de un carro con un niño rubio o, incluso, llevándolo a la espalda atado con una toalla a la manera tradicional.
Aunque la ecuación blanco rico con servicio negro aún está vigente, cada vez son más los negros que van escalando posiciones sociales y adaptan el modelo de sus colegas de clase, con vivienda unifamiliar en los acomodados suburbios con criada, una palabra muy viva en el vocabulario cotidiano local.
El popular radiofonista Eusebius McKaiser abrió recientemente los micrófonos en su programa matinal preguntando si es mejor una señora blanca o negra. Muchas trabajadoras de servicio doméstico, siempre negras, que llamaron, se quejaban de que las familias negras son mucho peores en el trato con ellas que las blancas, argumentando el tópico del nuevo rico.
“¿Sabes qué hago cuando llego a casa después de un día de trabajo?”, pregunta Beauty Makoenga, una empleada doméstica de Soweto que limpia desde hace 22 años en una casa del norte de Johannesburgo. “Me lavo los dientes y vuelvo a coger el autobús”, responde con un guiño para explicar que su trayecto de unos 30 kilómetros se asemeja cada día a un pesado viaje en diligencia. La red de transporte público es paupérrima y cara comparada con los sueldos que se pagan en el sector.
El 1 de diciembre del año pasado el gobierno estableció el sueldo mínimo en 1.877 rands (125 euros) para los trabajadores domésticos que trabajan 45 horas semanales. Cada hora se paga, así, a 65 céntimos de euros, casi lo que vale un billete de las furgonetas que se usan como autobuses, aunque la mayoría tiene que hacer transbordo para cada trayecto, con lo que el trabajador se gasta un mínimo de unos tres euros al día.
Una fortuna para esas mujeres que muchas veces son las únicas que llevan un salario a casa, como el caso de Makoenga, que explica con pena que su hija de 20 años acaba de tener un hijo. “Ya le he dicho que no puedo mantenerlos, que después de pagar el alquiler, la comida y el transporte no me queda nada”, expone con una serenidad pasmosa.
En Sudáfrica se calcula que hay 1,3 millones de trabajadores domésticos, un 5% menos que hace una década, según el Instituto de Relaciones de Razas. La legislación fija las condiciones de trabajo, las horas extras, las bajas por enfermedad, vacaciones y las deducciones del 10% del salario que se deben aplicar si el patrón ofrece alojamiento en la misma casa.
Martin Vermuelen es soltero y desde hace una década ocupa a Peter, un hombre de Malawi que se encarga de todo, desde hacer la compra a limpiar la piscina. A cambio, el patrón se encarga de los gastos del alojamiento a él y a su familia e incluso se hace cargo de la factura de la educación de su hija Agnes, que tiene permiso para usar todos los lujos de la residencia.
No es usual esta relación. Mary Makhele advierte que prefiere “no socializar demasiado con la criada” porque, según su experiencia, “al final te acaban tomando el pelo”. Lo mismo piensa Madeleen du Preez, que a duras penas conoce la biografía de la mujer que tres días a la semana tiene cura de su casa y a quien confía las llaves.
A Linda Mthembu le tienen prohibido fregar el suelo a mano pero ella explica orgullosa que cuando está sola deja la fregona y prefiere arrodillarse. Dice que “queda mejor” y lo hace porque la tratan bien, con “un por favor, siempre“. Tiene 55 años y lleva más de 35 en el oficio, suficiente para comparar con los años del apartheid en el que, por ley y costumbre, no podía beber ni comer en la misma vajilla que la familia para la que trabajaba. Ahora, en cambio, trabaja para una pareja lesbiana y puede libremente prepararse un té y desayunar.
“El primer día le aumenté el sueldo a 180 euros y he recibido críticas de mis amigas sudafricanas que pagan 120-130 porque dicen que rompo el mercado”, se lamenta una expatriada europea, que explica que a su trabajadora le da ropa que luego ésta vende, comida e incluso no le descuenta los adelantos que cada dos por tres le pide.
El problema es que en Sudáfrica la brecha entre los que tienen estudios y buenas ocupaciones respecto a estos trabajadores domésticos o camareros, es enorme, como dos mundos paralelos que tardarán siglos en converger. Según una encuesta del gobierno, las familias blancas ingresan hasta seis veces más que sus compatriotas negras y no se espera que se iguale hasta dentro de dos generaciones.
La clase dirigente no es nada ejemplarizante. En 2007, la embajadora sudafricana en Irlanda Priscilla Jana fue acusada de pagar a su empleada ucraniana hasta cuatro veces menos del mínimo que fijaba la legislación (8 euros por hora) pero el caso no pasó de ahí porque evitó el juicio gracias a su inmunidad diplomática.