Pasada la jornada inaugural del Mundial de Fútbol, las consecuencias políticas se hicieron notar. El análisis del Licenciado Santiago Pérez.
Casi siete años después de aquel 30 de octubre de 2007, cuando Brasil fuera designado sede del Campeonato Mundial, la pelota comenzó a rodar y, finalmente, empezó a hablarse de fútbol. Porque si hay algo que caracterizó a la previa de esta Copa, fueron los ríos de tinta que bañaron los medios del mundo sobre la capacidad o no del gigante sudamericano para organizar un evento de esta magnitud. Reclamos de la FIFA, pagos de sobreprecios, el no cumplimiento de plazos estipulados y la no ejecución de obras clave. El broche de oro a esta “desfutbolización” se disparó inesperadamente en junio de 2013, con masivas manifestaciones populares que inundaron Brasil, impulsadas, entre otras cosas, por los poco transparentes y multimillonarios gastos en la construcción de infraestructura.
Pero todo eso es ahora historia. La Copa comenzó, y con ella la fiesta. Posiblemente no en la forma en la que se había soñado en aquella jornada de 2007 en Zurich. Pero luego de tantas idas y vueltas, solo el hecho de que el partido inaugural haya transcurrido sin mayores inconvenientes es motivo suficiente para respirar. A contramano de lo que podría haberse esperado de un país como Brasil, amante del fútbol por excelencia, el gobierno no ha podido capitalizar políticamente el hecho de ser anfitrión de la máxima cita futbolística a nivel planetario. El torneo no le ha traído más que dolores de cabeza a Dilma Rousseff, quien fue abucheada por una multitud en el Estadio Itaquerão mientras brasileños y croatas estrenaban el verde césped mundialista. Por estas horas, en el Partido de los Trabajadores solo piensan cómo atravesar la Copa lo más prolijamente posible para llegar en forma a las Elecciones Presidenciales del próximo 5 de octubre. Los números actuales muestran un escenario de balotaje, es por esto que Dilma deberá saber conservar su capital político si desea pasar otros cuatro años en el Palacio do Planalto.
El saldo en ejecución de obras fue simplemente decepcionante. Si bien es cierto que los Estados estuvieron listos, aun cuando el último tornillo se ajustase simultáneamente al pitazo inicial, no se puede decir lo mismo de otros compromisos. En lo que respecta a movilidad urbana y aeropuertos, sin dudas la parte de la Copa que más beneficia al ciudadano de a pie, solo el 51,7% de lo originalmente proyectado fue efectivamente concretado. Es decir, todos los estadios que se prometieron están allí, pero solo la mitad de los trenes, metros, aeropuertos, calles y puentes. Estadios que en algunos casos serán, a partir del 13 de julio, costosos elefantes blancos. Los escenarios de Brasilia, Cuiabá, Manaos, Natal y Recife difícilmente sean utilizados a su máxima capacidad cuando se baje el telón. Situación que, si bien sucede en cualquier país que organiza un evento de esta envergadura, no deja de ser cuestionable.
No es casualidad que Dilma Rousseff se haya dirigido al país en cadena nacional de radio y televisión 48 horas antes de inicio del torneo. La Presidente intentó enviar un mensaje conciliador, explicando el éxito en la organización, la importancia de las obras realizadas y cómo el Mundial beneficiará a todos los brasileños. Se reservó unos minutos también para desautorizar a los “pesimistas” que decían el Copa finalmente no se realizaría. Una broma que circuló por las redes sociales una vez finalizado el mensaje presidencial fue: ¿dónde queda ese país maravilloso del que habla Dilma?