Adultos que no abandonan el domicilio paterno o regresan después de haberse ido.
Pablo Balordi (25) estudia Diseño de Comunicación Visual y los fines de semana trabaja para una empresa de catering como mozo. Cuenta que a su madre le preocupa que pasen los años y siga sin un trabajo estable que le permita alquilarse un departamento e independizarse, lo que genera algunas discusiones entre ellos.
El estudiante cree que una mudanza lo perjudicaría en la facultad y piensa “resistir” en casa materna unos años más. Los casos de los hijos adultos que no despegan del hogar de su familia nuclear y de sus padres que no pueden relajarse para entrar a la tercera edad son frecuentes, y frustran las expectativas de lo que se supone como el “ciclo de vida familiar”. En contraposición a lo que se conoce como el síndrome del nido vacío -que se pensaba como una etapa inevitable que se da cuando los hijos, ya crecidos, se mudan de la casa paterna en busca de independencia- crece el fenómeno opuesto: pasan los años y el nido sigue lleno. Son adultos de entre 20 y 40 años que por diferentes causas siguen viviendo con sus padres.
Uno de los principales motivos suele ser el desempleo o los bajos salarios que dificultan el pago de un alquiler, de impuestos y de los gastos diarios. Pero en otros casos son las comodidades del hogar familiar lo que actúa como imán para los solteros, divorciados, estudiantes, o para los jóvenes desorientados que no se deciden en el camino a seguir y se apoyan en sus padres, quienes no logran ver concluida su misión de garantizarles casa y comida a pesar del paso del tiempo. Rodrigo Pezzotti (26) estudia profesorado en composición musical, en Bellas Artes. Le gustaría independizarse y mudarse de la casa de su madre, pero no encuentra trabajo.
Aunque mantienen una buena relación, considera que la convivencia no es igual a cuando era un niño y veía a su mamá como una autoridad incuestionable. “Cada uno tiene su manera de hacer las cosas y aunque está todo bien hay un montón de roces porque uno ya es grande y empieza a generar su propia manera de pensar, a diferencia de la infancia”, dice. Lamenta no tener un espacio propio para establecer sus propias reglas.
En algunos casos, la inmadurez propia de la adolescencia provoca el fenómeno: según la Organización Mundial de la Salud se extendió hasta los 26 años. En otras situaciones, las carreras universitarias retrasan la mudanza del domicilio paterno, porque suele ser difícil encontrar un trabajo que permita independizarse y que a la vez sea compatible con las horas de estudio y de cursada que demanda la facultad.
De hecho, si bien la ley vigente establece la obligatoriedad de garantizar alimento, vivienda y ropa a los hijos de hasta 21 años, existe un proyecto -que ya fue aprobado en Diputados y espera sanción en el Senado de la Nación- que plantea extender ese plazo hasta los 25, siempre que los hijos prueben que continúan en formación profesional y que eso les impide generar sus propios ingresos.
La abogada Karina Alejandra Andriola, especialista en derecho de familia, considera necesario tener en cuenta que los jóvenes menores de 30 años “por su inexperiencia o falta de calificación laboral, agravada por el capital social, cultural, económico y simbólico de pertenecer a una clase social o vivir en ciudades de determinadas dimensiones”, son quienes tienen más dificultades para ingresar y permanecer en el mercado laboral de manera formal.
Andriola nació en Junín y cuando terminó el secundario vino a estudiar a La Plata. Agradece que sus padres hayan costeado íntegramente sus estudios, y cuenta que aunque terminó la carrera a los 22 años, necesitó sumar un postgrado a su formación para obtener un trabajo académico remunerado. Juan Oliván (25) es de Olavarría y, cuando terminó la carrera de cine en capital federal, vino a nuestra ciudad para estudiar música popular. Vive con tres amigos y lo mantienen sus padres. Cuenta que durante el mes de febrero se impuso como norma mirar todos los días los clasificados del diario y mandar currículum, pero que nunca lo llamaron. Después desistió de la idea: “Al haber tanta oferta de estudiantes los empleadores pagan muy poco en relación a lo que cuesta vivir. Tengo amigos que ganan 2.000 o 2.500 pesos al mes trabajando seis u ocho horas. Dejé de buscar porque no quiero meterme en algo que me demande mucho tiempo, me perjudique en la carrera y tampoco me pueda mantener”. La licenciada Adriana Guraieb (miembro de la Asociación Psicoanalítica Argentina) dice que, en algunos casos, la facultad suele servir de excusa para mantenerse dentro de un patrón de conducta y sortear las responsabilidades de una nueva etapa: “Los estudiantes crónicos dejan colgadas un par de materias para no recibirse. De esa forma siguen sin independizarse, con el pretexto de que para estudiar tienen que estar cómodos”. Sostiene que es esencial que los estudiantes que viven en el domicilio paterno acepten y entiendan que los padres son los dueños de casa y, como tales, deben marcar las pautas de la convivencia. Eugenia García (22) estudia Artes Plásticas y trabaja de secretaria. Mudarse de la casa de sus padres no figura entre sus planes. Además de que con su sueldo actual no podría pagar un alquiler más los gastos que supone independizarse, tampoco la seduce la idea. “Nunca viví sola y no sé si me voy a sentir cómoda fuera de mi casa. Además está bueno llegar y que me espere un plato de comida”, dice. La estudiante cuenta que sus padres a veces bromean con que se vaya a vivir a otro lado, pero ella considera que “en el fondo no quieren”, porque la siguen mimando y los días que cursa temprano se ofrecen para llevarla en auto, y le permiten que con su sueldo sólo cubra sus gastos.
GENERACION BOOMERANG
Frente a los hijos que no quieren dejar el hogar de sus padres aparece otro fenómeno que se conoce como “generación boomerang”, porque después de haber vivido un período por su cuenta vuelven al punto de origen: el domicilio paterno. Este término comenzó a circular con fuerza en Estados Unidos en 2008, durante los inicios de la recesión, porque en la mayoría de los casos subyacen causas económicas a esta decisión, y los afectados suelen sentirse frustrados por volver a su antigua habitación. Pero otros eligen retornar a la cama de soltero, en casa de sus padres, después de una separación o divorcio, en busca de comodidades y quizás también de contención. En ambas situaciones los padres se ven forzados a despejar y a ceder nuevamente a los hijos los espacios que tras su partida habían sido re utilizados. Darío Videla (24) a los 20 se fue a vivir con su novia, quien se convirtió en la mamá de su hija Lola (3). Hace un año se separaron y el joven debió volver a casa de sus padres porque con su sueldo de empleado público no alcanza a cubrir íntegramente los gastos de un departamento. “No quería volver a mi casa, ya soy grande y me gusta vivir solo. Pasé de ser el hombre de familia a hijo de vuelta”, se lamenta, y cuenta que se siente agradecido de que lo hayan recibido pero admite que le cuesta readaptarse al estilo de vida de sus padres. “Me costó acostumbrarme a los espacios: ahora sólo tengo mi habitación y estaba acostumbrado a tener la casa entera”. Darío espera que algún amigo quiera independizarse para compartir el alquiler. Confiesa que en un principio le asustó la idea de volver a convertirse en el “nene de la casa”, pero dice que el trato con sus padres es diferente a cuando era un niño: “Volví como un adulto más, que aporta”.
LA READAPTACION
“Muchas veces los hijos vuelven cambiados, abatidos, nerviosos, desencantados por lo que viven, alterados por demandas judiciales o económicas, juicios por alimentos y horarios de tenencia. Eso a veces hace que presionen a los padres y que les interrumpan sus rutinas. Vuelven a la inmadurez de pensar que porque son padres se deben bancar lo que sea”, describe Guraieb, y sugiere algunos lineamientos para afrontar este tipo de situaciones: “No sobreprotegerlos cuando vuelven a casa, y exigirles que se hagan cargo de sus propios hijos y de la limpieza de su cuarto. Además es bueno poner límites para evitar el estrés y plantear una co-responsabilidad en la vida cotidiana”. La psicóloga también considera importante que se establezca de entrada un plazo máximo para la estadía (de seis meses a un año), y recomienda trabajar la paciencia para relativizar las diferencias que surgen de la convivencia. “La etapa proyectada e ideada como de mayor libertad y disponibilidad económica, o de reencuentro con la pareja después de los 50, se vuelve un tiempo minado de reparto de espacios y de recursos, de tareas de sostén económico y emocional”, explica la licenciada en psicología Gabriela Bravetti, profesora adjunta de la facultad de Psicología y especialista en familia. Advierte que muchas veces, ante la vuelta de los hijos a casa, los padres “sienten culpa y desazón al registrar que ya no desean ocupar las funciones que cumplieron durante el tiempo de crianza”. Y afirma que este sentimiento suele impulsarlos a conductas contradictorias de expulsión y sobreprotección “que coexisten en el seno de los conflictos entre padres e hijos”. Bravetti cree necesario que los miembros reencuadren la convivencia conscientes del nuevo contexto: reconocer que los integrantes de la familia crecieron, cambiaron y envejecieron. Aconseja establecer reglas claras en la “organización de tareas, circulación del dinero y uso de espacios”. Y evitar la naturalización de situaciones con el pretexto de que de esa manera funcionaron en el pasado. Elsa M. (62) trabaja en su quiosco, ubicado cerca de una facultad. Es divorciada y prefiere no dar su apellido porque le asusta la inseguridad. Sus dos hijos son grandes, pero todavía vive con uno, Javier: es empleado público, soltero, tiene 37 años y nunca dejó la casa. “Por él me gustaría que se pueda independizar, pero la economía no le da. Sería bueno que pueda hacer su vida. También creo que se siente cómodo viviendo conmigo porque yo le cocino, le lavo… Me parece que la adolescencia se extendió, pero igual creo que si él se pudiera ir, lo haría”, dice, y cuenta que la convivencia es “normal”, con algunas discusiones. Y aunque aclara que nunca vivió sola, cree que le gustaría. “Pero bueno, lo que tiene que ser, va a ser”, se resigna.