En esta Semana Santa, Jorge Bergoglio, el papa Francisco I, ha señalado la indiferencia de la humanidad y los gobiernos por la continua matanza de cristianos a manos de grupos islamitas.
Es la del Papa una voz que debe alzarse ante la dimensión criminal de las atrocidades que estos grupos están llevando a cabo con absoluta impunidad. Es hora de que las naciones eleven también sus voces y conduzcan su acción frente a estos grupos que utilizan toda la tecnología occidental para destruir a Occidente.
Francisco condenó el viernes por la mañana “la insensata brutalidad” de la matanza de los yihadistas Shebab contra los estudiantes de Garissa, en el este de Kenia, que dejó un saldo de 148 muertos.”Todos los responsables deben intensificar sus esfuerzos para acabar con semejante violencia”, pidió el jefe de los 1.200 millones de católicos.Antes de ejecutar fríamente a sus víctimas, los Shebab separaron a los musulmanes de los no musulmanes en función de sus atuendos, y guardaron como rehenes a los segundos.”No tememos a la muerte, serán buenas vacaciones de Pascua para nosotros”, ironizaron los asaltantes en swahili, según el testimonio de un sobreviviente.
En el Vaticano hay conmoción por la multiplicación de persecuciones contra cristianos de Irak a Kenia, pasando por Libia, Pakistán o Nigeria, y se teme que no sean denunciadas, incluso por las propias autoridades occidentales y musulmanas. Lo que viene ocurriendo es literalmente una catástrofe humanitaria, que Europa calla por su pasado colonial. Nada de qué enorgullecerse, por cierto, pero es hora de determinar que la vergüenza por ese pasado ha prescrito.
Hoy la hora marca otras cuestiones.No hay una sola tragedia; Europa, en particular las naciones de cara al Mediterráneo, atraviesan un estadio feroz en su realidad. Es el caso de la última tragedia ocurrida estos días frente a las costas de Italia. Cientos de inmigrantes murieron ahogados frente a las costas de Lampedusa, con el Mediterráneo convertido una vez más en cementerio de desesperados. En la última oleada intentaron llegar a Italia 460 personas, la mayoría hombres y mujeres de entre 20 y 30 años, así como un alto número de adolescentes; más de 300 de ellos murieron. Algunos habían iniciado, hace dos o tres años, un viaje a la esperanza a Europa, que acabó en tragedia. Huyendo de guerras y miserias, salieron con todos sus ahorros o endeudaron a sus familias y, afrontando todo tipo de riesgo, llegaron finalmente a Libia, con la ilusión de embarcarse en una nave para cruzar el Mediterráneo, pagando 800 euros por pasaje. Estos son viajes manejados por mafias, que los tratan como animales o subhumanos, y los arrojan al Mediterráneo como a auténticos campos de concentración de los que difícilmente saldrán vivos.
Italia se ha quedado sola ente esta tragedia que se ceba en la desgracia de un continente, África, que no halla su camino, y cada día es estragado por sus propias dirigencias. Nada bueno parece alumbrar allí donde la furia yihadista se ensaña con los cristianos como variable de venganza para justificar su propia criminalidad extrema.