Cartas de un judío a la Nada

Valle del Orens, 1402

Habían pasado diez meses. Nuestro primer encuentro fue en las Columnas de Hércules, al sur de Hispania. Ahora nos volvíamos a ver, pero entre los picos escarpados de los Alpes. Había pasado casi un año, tiempo suficiente como para que el invierno se fuera y regresara. La nieve ya me tenía harto.

— La tormenta nos sorprendió cerca de Sicilia. El capitán, un cobarde, les ordenó a todos que abandonaran la nave, pero ésta no se hundió. El vendaval hinchó las velas y se la llevó lejos. En su bodega tenía una fortuna en mercancías.

» Hemos preguntado a capitanes y marineros en todos los puertos de aquí al mar Egeo. Nadie ha visto la nave. Nadie se atreve a intentar recuperarla. Cuando preguntamos a quién podríamos pedirle que hiciera el trabajo, casi todos nos hablaron de usted.

No dije nada. Me quedé mirándolo a los ojos, impasible.

— Si consigue recuperar el barco, la recompensa será grande. También aceptaré cualquier evidencia que demuestre un naufragio. Si el buque sigue allí, sobre el mar, lo quiero de vuelta. Y si no, lo que usted pueda recuperar.

Seguí en silencio, mirándolo, como una estatua. El mercader se puso nervioso, empezó a transpirar.

— Si… Si consigue… Lo que consiga, la mitad es suyo.

— ¿Y quién me impediría quedarme con todo? Si encuentro su barco, ¿qué me obliga a regresar?

— El honor — respondió. Pero, después, pareció arrepentirse. — ¿Qué quiere?

— Que baje los impuestos — respondí.

— ¿Los impuestos? — de inmediato adoptó una expresión de víbora. — Los impuestos son responsabilidad de los gobernadores, de los reyes…

— Y todos le deben dinero a usted. Dígales que tiene miedo de que la gente deje de pagar si se la presiona demasiado y que usted necesita asegurarse de que el dinero que le deben volverá a sus arcas. Se quejarán, pero aceptarán.

— No sé si puedo hacer que los bajen. Quizás, que se comprometan a no subirlos.

— ¿Por cuánto tiempo?

— Un año.

— Tres.

— Está bien.

Me fui sin decir nada. Antes de encaminarme al puerto, pasé por una abadía y conseguí permiso para usar su biblioteca. Leí un rato sobre las corrientes de agua en el Mediterráneo y sobre los vientos que soplan sobre él. Hice copias de las cartas de navegación que tenían allí y calculé lo mejor que pude la posible posición de la nave.

En el puerto, una enorme galera me estaba esperando. El mercader había puesto a mi disposición a todos los hombres a bordo. No era el capitán formalmente, pero incluso él me miraba a mí cada vez que ladraba alguna orden. Le conté el itinerario que pensaba seguir y estuvo de acuerdo con mis razonamientos.

Navegamos durante cinco meses. Cuando estábamos a punto de rendirnos, en una pequeña aldea marítima escuchamos rumores de un barco fantasma. Siguiendo esos rumores, llegamos a una bahía estrecha cercana a la desembocadura de un río, donde encontramos el barco, encallado.

Estaba claro que la nave era irrecuperable, pero las mercancías, en su mayoría, estaban bien. Usamos las pequeñas chalupas que teníamos a nuestra disposición para llevar todo el cargamento a tierra y vendimos parte de la mercancía para comprar mulas y caballos. Me aseguré de conseguir un recibo de cada una de las cosas que comprábamos donde figurara el pago exacto, en dinero o en especies.

Regresamos por tierra, atravesando provincias y reinos. En cada frontera teníamos que pagar una aduana. En cada puesto de vigilancia, nos cobraban un soborno. En cada posada, nos estafaban. Avanzábamos lentamente, pero el cargamento era tan cuantioso que, a pesar de nuestros gastos, aún teníamos a nuestro favor una enorme fortuna. Algunos de los hombres a mi servicio quisieron pasarse de listos y comenzaron a robar. El capitán y yo los descubrimos, los enjuiciamos y los matamos.

Diez meses más tarde, tras leguas de camino, nos encontramos con el legítimo dueño de aquella fortuna. Estaba preparado. Puso ante mí un fajo de cartas y documentos firmados por todos los gobernadores, duques, reyes y señores de la región, donde se comprometían a un pago regular de los intereses que adeudaban, a una racionalización de sus propios gastos y a no subir los impuestos por tres años.

Antes de irme, el mercader me tomó del brazo y me lanzó una sola pregunta:

— ¿Por qué?

La respuesta llegó a mis labios sin que lo pensara.

— Porque he visto lo mucho que sufre la gente. Y uno tiene que hacer aquello que, simplemente, no puede dejar de hacer.

 

Nemuel Delam

El judío errante