Un cierto aire a más de lo mismo

A Florencio Randazzo le pasó lo que a Ícaro: no advirtió que el sol podía derretir la cera de sus falsas alas, y así cayó, del modo inmisericorde en que el poder político suele golpeara aquellos que no toman nota del juego en que se hallan inmersos. Lo más tremendo para el ex precandidato a presidente del Frente para la Victoria fue advertir que el hombre que en nombre de la presidenta Cristina Fernández le alentaba a criticar, cuestionar y demerituar al gobernador de Buenos Aires Daniel Scioli, es el mismo que ocupará el rol de garante de la continuidad del proyecto si el voto popular les concede la victoria junto a Scioli.

A partir de esta definición cuya intimidad no se conoce, Daniel Scioli es el candidato a presidente por el FPV, y Carlos Zannini, el custodio del legado de Néstor Kirchner y Cristina Fernández. La palabra “puro” aparece demasiado en el relato del Gobierno. Se dice que Zannini es un “kirchnerista puro”, que la Presidenta es quien más sabe porque ella es la que conduce y quien mejor conoce lo que hay que hacer para el mejor resultado del grupo político y por ende de la nación. Dicho de manera articulada, como sentencias surgidas de un texto sagrado, expone un universo de ideas que poco tienen de democráticas. Conceptos como “jefe”, “conductor del movimiento” muestran un criterio verticalista e infantiloide que asusta. El politólogo Enrique Zuleta Puceiro señala que conceptos como “república” resultan abstractos para la sociedad, que va por cuestiones más sencillas. Es posible, pero no por ello es menos imperioso que haya actores políticos que propendan a una sociedad vinculada horizontalmente, que debata criterios y deje de acatar órdenes como si estuvieran emanadas de un poder divino incuestionable y omnímodo.
El aniversario número 800 de la Carta Magna británica es un frontón para aquellas naciones en las que el derecho absoluto del que conduce parece habilitar a cualquier cosa.La Magna Charta Libertatum asentó, quizá por vez primera, la libertad individual ante el poder absoluto del rey, que la tradición de la época consideraba un elegido de Dios. La Magna Carta no inventó la libertad, ni fundó la primera democracia, ni fue la primera Constitución; ya los egipcios y los sumerios habían codificado leyes, y los griegos habían experimentado con la democracia. Su originalidad descansa en caracterizar la libertad de la persona como superior y anterior al Estado, en amarrar la libertad con la propiedad privada, y en afirmar la “libertad bajo la ley”.
Han pasado ochocientos años, y cada nación a la vez que cada generación debe luchar sus propias batallas. En la democracia argentina, la lucha por la limitación del poder y la sujeción del dirigente al dictado del interés común es una batalla de la época que merece ser librada mediante el voto popular.