Desde que la presidenta Cristina Fernández lanzó el término “democratizar la justicia”, una miríada de jueces, camaristas, fiscales y defensores públicos se lanzó a dar la nota en apoyo a dicha expresión política.
Entre los más entusiastas se encuentran los locales Mario Portela y Roberto Atilio Falcone. El primero de los citados se refiere a sí mismo en reciente artículo de Página 12 como “víctima de calumnias e injurias por su actividad en los Juicios por la Verdad”. Ese pretendido rol de víctima es absolutamente abstracto, al menos a tenor de la resolución del juez Jorge Novelli en la querella “Falcone/Portela contra José Luis Jacobo por calumnias e injurias” (ver artículo central de la presente edición). Lo que seguirá será motivo de mayor detalle en las tres próximas ediciones de este medio, con aspectos nunca relevados de la probada relación de Portela y Falcone durante los años del proceso y el Gobierno de Carlos Menem.
Los juicios que se llevan a cabo en todo el país sobre los acontecimientos en los años de plomo y fuego en la Argentina siguen teniendo un sesgo único: se valora, se cuestiona y condena un solo horror, es decir, el perpetrado por el Estado de facto y sus agentes en el contexto de lo que se conoce como “represión de las organizaciones armadas”. No hay miras aún de un proceso similar por los actos criminales llevados adelante por las organizaciones guerrilleras, básicamente Montoneros, y sus indubitables conexiones con el Estado, en particular durante los gobiernos de Perón e Isabel Martínez.
La manipulación permanente de los hechos para ficcionar una verdad desde el relato es una constante en la cual el propósito cierto y probo de castigar crímenes tan horrendos se envilecen con la utilización del sistema de justicia para fines de venganzas personales. Uno de los casos más impactantes en Mar del Plata es el que se refiere a la persona del juez Pedro Federico Cornelio Hooft. Actúan sobre él usando recursos y pliegues del Estado para sus propósitos con particular elocuencia y explicitación el abogado César Sivo y el camarista federal Mario Portela. En los dos pasados años se sumó a esta persecución el camarista Jorge Ferro, quien también pasó por las aguas de este triste Jordán: de funcionario judicial del proceso a actor central del juicio y castigo.
Hay en este estilo narrativo un objetivo evidente: darles a las generaciones nacidas y criadas en democracia un relato que construya una historia. De ficción, claro. En este sentido debo señalar que hay cobardía para debatir y discutir. En términos personales, he escuchado demasiadas veces la advertencia: “Callate porque estos tipos te van a empapelar y lo vas a pasar mal”.
En este mar de miseria humana, una voz de verdad se ha alzado para decir verdad. El diario El Atlántico consultó al presidente del Colegio de Magistrados sobre la causa de uno de sus afiliados, y seguramente para sorpresa de la entrevistadora, Manuel Fernández Daguerre señaló: “Soy un convencido, y he tenido problemas por esto, de que las imputaciones contra Hooft no tienen fundamento porque no ha sido partícipe. Y si es una responsabilidad objetiva haber sido juez durante la dictadura, esa decisión debería de alcanzar a todos los jueces y camaristas de esa época. Y por ahora, nadie los involucró. Yo vi prueba que acercó Hooft, que es asociado al Colegio de Magistrados, y que demuestra que su actividad estuvo enmarcada dentro del cumplimiento de las funciones. Algunos plantean que había más para hacer. Pero la pregunta es a qué costo, con qué posibilidades. Yo soy un convencido de que los cargos contra Hooft deberían ser desestimados”.
La verdad, un objeto del deseo de estos tiempos, muy poco presente en nuestras acciones de todos los días. Un gesto que enaltece a algunos, y debería hacer temer a otros.