Río de Janeiro está literalmente en jaque. Una ola de violencia sacude desde hace meses la ciudad olímpica. Los asaltos se han multiplicado y el blanco suele ser móviles de última generación.
“Miedo. Ese fue el sentimiento que sentí ayer cuando estaba volviendo a casa en el autobús 483 y un grupo de 20 niños entraron por la puerta trasera, pidiendo educadamente dinero con piedras en las manos”. Así inicia el relato Isabella Ribeiro, una pasajera de una línea que une la playa más famosa de Río de Janeiro, Ipanema, con los suburbios de la zona norte.
El pasado fin de semana esta mujer fue testigo de una explosión de violencia dentro del vehículo en el que viajaba. Ocurrió a la altura del túnel de Santa Bárbara, que conecta el sur residencial con el norte popular de la ciudad. “Hubo gritos, peleas, agresiones a los pasajeros, olor a marihuana, un pandemonio”, cuenta Isabella en su perfil de Facebook. “Cuando algunos pasajeros intentamos bajar por la puerta delantera, dos niños con piedras en las manos nos bloquearon el camino y ordenaron que nos volviéramos a sentar. Amenazaban: todo el mundo va a morir”, añade.
Llegó un policía, la parte trasera del bus comenzó a arder, el vehículo colisionó con dos coches. Los pasajeros estaban desesperados por salir del autobús. “El único policía apuntaba al bus con su arma; daba órdenes a los pasajeros para que salieran del vehículo y los niños quedasen dentro. Algunos proyectos de monstruos se reían, injuriaban al policía. (…) La confusión era tremenda. La desesperación del único agente era enorme. Cuando estuve segura de que aquellos monstruos habían sido reducidos, salí temblando de pánico”, continúa Isabella.
Su relato concluye de una forma amarga y agresiva, reflejo de lo que siente una parte de la sociedad carioca: “Recordar aquellas expresiones en sus rostros, de maldad y de placer en hacer daño a los demás, me convence de que la maldad existe y que cada uno elige lo que quiere ser. Lo afirmo de nuevo: no son niños, no es por falta de oportunidades. Son delincuentes, bandidos, monstruos. Y existe un único lugar para ellos: muertos”.
Río de Janeiro está literalmente en jaque. Una ola de violencia sacude desde hace meses la ciudad olímpica, que cuenta con una población de 6,5 millones de habitantes. Con la llegada de la primavera y del calor, los asaltos se han multiplicado. El blanco suele ser casi siempre el mismo: móviles de última generación. Los robos de ‘smartphones’ han subido un 49,3% en el último año, a un ritmo de 1.100 por mes.
Pasajeros, transeúntes y bañistas no son las únicas víctimas de estos pequeños ladrones. Los conductores de varias líneas de autobús relatan con horror su día a día entre asaltos. Algunos ya han dejado su empleo. Otros no pueden permitírselo y aseguran que sufren insomnio y ansiedad. “Me siento totalmente impotente. Es imposible trabajar con tranquilidad los fines de semana”, reconoce Sergio, conductor de la línea 474, una de las más castigadas por los bandidos.
Caza al menor
Ante esta situación de emergencia, la respuesta del Gobierno local ha sido contundente: caza al menor, independientemente de si haya cometido o no un crimen. Hace una semana, 700 policías militares y 300 guardias municipales participaron en una macro-operación para patrullar varias líneas de autobús. Su objetivo: menores no acompañados por adultos y sin dinero para pagar el billete.
El lunes 28 de septiembre al menos 26 menores permanecían retenidos en las comisarías, sin que sus padres hubiesen aparecido para recogerlos. Unos 22 de ellos tienen menos de 12 años. ¿Quiénes son estos niños? ¿Cómo es posible que un grupo de chavales de entre ocho y 11 años consiga mantener en vilo una ciudad entera? ¿Es la represión la única solución? ¿Es razonable criminalizar una entera generación de niños procedentes de las áreas más desfavorecidas por los actos vandálicos de un puñado de cacos?
En su mayoría, son niños pobres y desasistidos. Viven en los barrios marginales de la ciudad, aunque no necesariamente en favelas. Algunos han hecho de las calles de Río de Janeiro su morada, y de los autobuses y las playas su reino de taifas. La madre de uno de los menores arrestados admitía a la prensa brasileña que había reconocido a su hijo por las imágenes emitidas en la TV y grabadas por un vecino con su móvil.
“No le veo desde hace un mes. Tiene 14 años. Le reconocí por la bermuda y los calzoncillos que le regalé. No sé dónde está mi hijo, pero él sabe que si vuelve a casa, tendrá bronca”, asegura esta mujer. Tiene cuatro hijos y solo la menor, de ocho años, vive con ella y su nueva pareja. Los otros hijos están a cargo de parientes.
“Es muy fácil culpar a los padres e incriminarlos por abandono. Pero no es justo. Solo Dios sabe los esfuerzos que he hecho para criarlos. Pero no consigo hacer más. Mi marido y yo estamos construyendo una casita en una favela aquí en la zona norte. Cuando esté lista, llamaré a todos mis hijos para que vivan con nosotros, pero de momento no tengo dónde meterlos”, admite.
Los ciudadanos ‘justicieros’
Mientras las redes sociales ardían de mensajes de odio contra estos ladrones ‘en pañales’ y de apoyo a los policías, el párroco de la iglesia de la Resurrección, situada en el Arpoador, es decir, el trecho más bonito de la archifamosa playa de Ipanema, optaba por una medida extrema: vestir a los niños de la favela de Cantagalo, cercana a la playa, con camisetas amarillas. El domingo se celebraba la fiesta de San Cosme y Damián, en la que los niños tradicionalmente corren detrás de los dulces.
El cura José Roberto Devellar decidió usar estas prendas de un color llamativo para evitar que sus jóvenes feligreses fuesen confundidos con los atracadores y que recibiesen una paliza de los llamados ‘justicieros’, grupos de ciudadanos exasperados que se organizan por WhatsApp para hacer justicia con sus propias manos. “Con esta ola de violencia que estamos viviendo, ha sido una medida muy acertada”, comentaba Márcia, madre de cuatro niños y moradora de esta comunidad. “Pero lamentablemente está basada en un prejuicio. Tengo un hijo de 17 años que es constantemente parado por la policía cada vez que sale de la favela”, se quejaba.
Los datos revelan que la percepción de Márcia no está muy lejos de la realidad. El 86,6% de los jóvenes arrestados en las operaciones policiales del verano pasado eran negros. Al mismo tiempo, los datos de Amnistía Internacional revelan que el 77% de los jóvenes de entre 15 y 29 asesinados en Brasil son negros: en total, 30.000 muertos solo en 2012.
La frecuencia de los asaltos y la violencia extrema con la que son perpetrados han creado un clima enrarecido en Río. En la calle, en el metro, en el bus todos desconfían de todos. “Copacabana está imposible. No podemos salir por causa de los atracos. Tenemos que quedarnos encerrados en casa”, se queja Cristina. “Yo tengo pánico de circular por la ciudad por la gran violencia que estamos viviendo. La sensación es que estamos en un lugar sin ley, abandonados a nuestra suerte. Por eso he decidido trabajar cerca de casa, aunque haya tenido que renunciar a oportunidades profesionales mejores. Pero nada puede pagar mi paz”, agrega Samantha. “Yo me quiero sacar la nacionalidad italiana y largarme a Europa. Tengo dos niñas y la mayor, de siete años, ya está con miedo de andar por la calle. Esto no es vida”, afirma Amanda.
En medio de este escenario enrarecido, grupos de jóvenes que se declaran “amantes del gimnasio” se están organizando para defenderse a golpe de bate de béisbol. El 20 de septiembre, agredieron un autobús lleno de adolescentes que salían de la playa en bermuda dirección a la periferia. Antes de que la Policía consiguiese intervenir, hubo varias ventanillas rotas y unos cuantos contusionados. En este caso, pagaron justos por pecadores. “Después de ser testigo mudo de aquella escena, me encerré en el baño y lloré de rabia. No podemos permitir que ocurran este tipo de cosa. Es inhumano. Río de Janeiro se está deshumanizando”, contaba entre lágrimas un emocionadísimo Alfredo, el dueño del Bip Bip, uno de los lugares más emblemáticos del samba en Río.
Desde hace varios días circulan por las redes mensajes de violencia y fotos de supuestos infractores ostentando sus botines de guerra. “El próximo finde me quiero ir a la playa con los amigos del gimnasio. Seremos 32 con 12 pitbulls y algunos enseres que pueden resultar útiles. Queremos montarnos en el bus 474 y ver quién está allí dentro. ¿Crees que nos dejarán entrar con los perros?”, pregunta Frederico a un cabreadísimo Paulo, que jura venganza a toda costa.
Los justicieros son un fenómeno tristemente conocido en todo Brasil. Todavía reciente en la memoria colectiva está la imagen de un adolescente amarrado a un palo de la luz con una cadena para bicicleta en el cuello. Ocurrió en febrero de 2014. Fue una fotografía que sacudió la conciencia colectiva de un país que prohibió tarde y mal la esclavitud, en 1888.
Hubo incluso periodistas televisivos que apoyaron la acción de estos justicieros tachándola de “comprensible” y usando el argumento populista de la “legítima defensa colectiva”. “A los defensores de los derechos humanos que se apiadaron de este marginal atado a un palo, les pediría que hagan un favor a Brasil y adopten a un bandido”, llegó a decir la polémica presentadora Rachel Sheherazade en un editorial muy sesgado.
Por increíble que parezca, no se trata de un caso aislado. El pasado mes de junio, un hombre fue linchado en el Maranhão, en el Nordeste del país, tras una tentativa de robo. Se trata del décimo caso de linchamiento en un año y medio.
Parece que una espiral de violencia está generando cada vez más violencia. “Yo lo veo como un círculo. Ahora estamos en el momento álgido. De aquí a unos meses, a medida que se acerquen los Juegos Olímpicos, las cosas mejorarán. Pero lo que me preocupa realmente es lo que sucederá después de ese macroevento, cuando la mirada del mundo se aparte de Brasil. Esa es la gran incógnita”, se pregunta Diogo, un funcionario público que también se plantea dejar Río de Janeiro.