Viaje a la Feria de la Nación, donde el cliente puede elegir entre 100.000 pistolas sin aportar apenas documentación.
¿Qué hubiera pasado si hubiera mentido y le hubiera dicho al hombre que me vendía su escopeta por 75 dólares que vivo en Virginia, y no en Washington? Pues que ahora tendría ese arma que, según su propietario “funciona, pero mal, porque es muy vieja. Lo mejor que puede hacer es colgarla de la pared”. Soy mayor de 12 años, extranjero, hablo inglés con acento y no tengo permiso. O sea, estoy cualificado para comprar un arma en Virginia.
Y, en el caso de esa escopeta, para comprarla y llevármela puesta, si hubiera querido, del Centro Comercial y de Exposiciones de Dulles.
El hombre medía algo más de un metro ochenta, tenía cuarenta y pico años y vestía como cualquier otro -pantalones, chaqueta, vaqueros y gorra- mientras paseaba lentamente entre las 100.000 armas puestas en venta en los expositores de los 2.700 mayoristas de la Feria de Armas de la Nación, que se celebra cada año a las afueras de Washington, junto al aeropuerto internacional de la ciudad, el de Dulles.
En su espalda llevaba una mochila gris, aparentemente llena de piezas de repuesto para armas. Y una escopeta, en cuyo cañón había pegado una cartulina marrón con un cartel: Se vende.
Transacciones en el acto
La compra de la escopeta era lo que se conoce como una venta privada. Desde 1986, la legislación estadounidense establece que cualquier persona que no tenga en la venta de armas su principal fuente de ingresos, puede vender cuantas armas desee. En esos casos, no es necesario llevar a cabo ningún papeleo. La transacción se formaliza en el acto.
“Sólo en metálico, no acepto cheques”, explicaba el hombre. “Usted me da su dirección y su número de teléfono, y yo le doy los míos, y ya está”. ¿No hacen falta más papeleos, no hay que comprobar nada? “Nada en absoluto”. ¿Puedo llevarme el arma? “Por supuesto”.
El único problema es que yo vivo en Washington, y la venta sólo se podía realizar a un residente en Virginia. Ahí es donde la operación falló. Tal vez si le hubiera mentido ahora tendría la escopeta en casa. Algo que en Washington es ilegal sin un permiso de armas. Así que el anónimo vendedor siguió paseando, a la espera de un virginiano que quisiera un rifle viejo y usado. Y yo decidí ver cómo podría comprar un arma en alguno de los puestos oficiales de venta, en los que la regulación es más estricta. ¿Un AR-15, que es la versión para civiles del M-16 del Ejército y los Marines? ¿O un precioso Lee-Enfield británico de 1910 traído por un soldado desde Afganistán, que probablemente había sido empleado para matar afganos, primero, británicos, después y, posiblemente, soviéticos en la década de los 80?
Si optara por adquirir una de esas armas en los stands oficiales, tendría que pasar por un breve trámite burocrático en el que debería firmar un documento en el que, entre otras cosas, declararía que no tomo antidepresivos y “no tengo ninguna deficiencia mental”, ofrecer dos documentos que acrediten mi identidad (un concepto elástico en un país que no tiene DNI), y esperar a que una base de datos confirmara que no tengo antecedentes penales.
“No le llevaría más de media hora”, me explicaba Doug, uno de los vendedores de uno de los stands, mientras trataba de colocarme una pistola Glock de 1980 por 950 dólares (847 euros), negociables, y también pagaderos en 12 cómodas mensualidades, porque él sí aceptaba tarjeta. Doug me aconsejaba darme prisa. “Esta pieza puede volar. A la gente le encanta”, explicaba. Era cierto. Una persona con rasgos centroamericanos y con un inglés básicamente inexistente estaba también interesada en la pistola.
Noticias trágicas
Las Glock, austriacas, son muy populares en EEUU. Y suelen producir titulares. Con una Glock del 41, Dylann Roof asesinó a nueve negros en la iglesia de Emanuel, en Carolina del Sur, en junio. James Holmes empleó una Glock del 22, entre otras armas, para matar a 16 personas en un cine de Aurora, en Colorado, en julio de 2012. Tres semanas más tarde, Wade Michael Page se suicidó con su Glock de 9 milímetros después de haber asesinado en un templo sij de Oak Creek, en Wisconsin, a seis fieles a los que había confundido con musulmanes porque llevaban turbantes. El 8 de enero de 2011, Jared Lee Loughner mató a seis personas en Casas Adobes, en Arizona, con otra Glock de 9 milímetros.
Todas las armas recordaban a alguna noticia trágica. Las pistolas rosas y verdes que parecían de juguete traían a la mente a Tamir Rice, el niño que fue muerto a balazos en diciembre por un policía de Cleveland que confundió su pistola de plástico con una de verdad.
En la Feria también había niños con sus padres y madres. Un bebé medio dormido y descalzo agarrado al cuello de su padre pasaba junto al hombre de la escopeta. Otro niño, como de 7 u 8 años, y su hermana, algo más mayor, tomaban unas pistolas y las sopesaban con ojo experto. En la web Yelp un cliente de una edición anterior comentaba que “hace seis meses llevo a mi niño de cuatro años, y soy un fan” de la Feria. Este evento es para toda la familia.
Familia, sobre todo, blanca, de clase media y media-baja, y rural. Pero también asiática, porque aquí hay una considerable comunidad vietnamita. La heterogeneidad no se circunscribe a las razas, sino a los productos, que incluían desde banderas confederadas -Walter, un ex policía, vendía una de 1910, “de cuando no estaban hechas en China”– hasta pegatinas con una mirilla apuntando a un turbante, pasando por vídeos de hazañas bélicas. Porque la Feria es muy política. Un hombre de rasgos asiáticos que apenas hablaba inglés vendía balas, cargadores, y cabezas de Obama de goma para colgar en el techo del coche. “Son piezas únicas, no las encontrará en Internet”, decía.
Frente a su stand estaba un puesto en el que la campaña del senador de Virginia Dick Black pedía el voto amparándose en su defensa de las armas de fuego. Cuando le comenté que no pude comprar la escopeta a uno de los voluntarios, me dijo: “¿Usted es de Washington? ¡Lo siento! ¡Mal lugar para tener armas, salvo que seas delincuente!”.