La convocatoria a un debate sobre el estado de la justicia realizada por el colectivo denominado “Justicia legítima”, llenó los espacios públicos de la Biblioteca Nacional, abriendo el fuego sobre una auténtica lucha de sectores generada a partir del discurso de la presidenta Cristina Fernández sobre la necesaria democratización del poder.
Actora central de esta convocatoria es la procuradora Alejandra Gils Carbó, quien aboga por analizar la histórica estructura del Poder Judicial, habiendo llegado a la conclusión de que no se “vela por los valores democráticos” sino que se responde a “criterios elitistas”, para luego meterse de lleno en la influencia de los intereses corporativos y económicos.
Recordando el negociado que significaron las AFJP, Gils Carbó se interrogó: “¿Dónde estaba el furor de las medidas cautelares?, ¿alguna asociación de magistrados reclamó?”, dijo desafiante la procuradora, y estableció la necesidad de “identificar esa matriz burocrática y autoritaria para que sea removida”. Es curioso, cuanto menos, que Gils Carbó, quien ingresó al Poder Judicial en 1987, hable de acciones oscuras. Debiera conocerlas, ya que no es una recién llegada al sistema, como para no estar en condiciones de brindar detalle, modo y oportunidad de esos denunciados espacios oscuros y hablar genéricamente del tema.
Si hablamos de cuestiones corporativas y manos oscuras que forman estructuras cerradas en el ámbito del Poder Judicial, habría que tomar nota del modo en que esto ocurre. Dos entusiastas adherentes a la propuesta de Carbó, los jueces Mario Portela y Roberto Atilio Falcone, han ingresado a sus hijos al Poder Judicial sin que se conozca que hayan participado de concurso alguno, y logrando, sin otro pergamino que el que otorga el árbol genealógico, un posicionamiento por sobre la cadena de mérito del empleado promedio en la función judicial.
En una suerte de sincericidio conseguido por “un ambiente de juvenilia”, como lo calificó la cronista de Página 12 Irina Hauser, el magistrado de la Casación Bonaerense Diego Carral señaló recientemente: “toda decisión que tomemos es una decisión política”, separándose así de la media de jueces y organizaciones de magistrados que se consideran a sí mismo apolíticos. “La imagen de la Justicia sin la venda me resulta más simpática”, apuntó sin ponerse colorado.
Exposiciones que claramente hablaron del tenor de la convocatoria fueron las de Beinusz Smukler, quien enfocó la cuestión en la necesidad de “definir el perfil del juez” para saber “qué juez se quiere” y generar jueces “con sensibilidad social”. “El carácter vitalicio del cargo no tiene nada que ver con la independencia”, desafió. También el fiscal ante la Cámara de Casación, Javier De Luca, estimó que “no se debe caer en la creencia de que independencia consiste en estar contra el Poder Ejecutivo” y bregó por la “eliminación de los privilegios y los conflictos de intereses”.
La Corte Suprema de Justicia de la Nación, expresada en su presidente Ricardo Lorenzetti, se ha mostrado en calma ante el desafío que supone esta ruptura visible de un poder del Estado que nunca fue homogéneo. Lorenzetti, hombre de cálculo político, entiende y sabe que en un año eleccionario, a más tardar en junio, estos cabildeos están destinados a invernar. Luego de la elección de octubre, todos contarán ganadas y perdidas, reiniciando un juego de poder que esencialmente involucra a la república y pagan en calidad de vida los ciudadanos de a pie.