Edzar Ernst pasó dos décadas estudiando pseudomedicinas como la homeopatía hasta que Carlos de Inglaterra logró apartarle de su puesto.
“Nunca supuse que hacer preguntas básicas y necesarias como científico podría provocar polémicas tan feroces y que mis investigaciones me involucraran en disputas ideológicas e intrigas políticas surgidas del más alto nivel”. Quien así habla es Edzard Ernst, seguramente el científico más detestado por los defensores de la pseudomedicina de todo el mundo. La razón es sencilla: el fruto de su trabajo les deja sin argumentos. Ernst (Wiesbaden, Alemania, 1948) fue el primero en someter a las llamadas terapias alternativas al rigor de la ciencia de forma sistemática, para llegar a una conclusión: remedios como la homeopatía no son más que placebo y los que la recetan violan la ética médica.
En su viaje científico contra la pseudociencia, Ernst ha tenido que enfrentarse al recuerdo de su madre y al Príncipe de Gales, los dos fervorosos homeópatas. El investigador alemán ha dedicado 20 años al estudio crítico de estas terapias —“dos décadas de conflicto interminable”—, desde la acupuntura hasta la imposición de manos, y su equipo ha publicado más de 350 trabajos sobre esta materia. Sus memorias, Un científico en el país de las maravillas (A scientist in Wonderland, Imprint Academic), publicadas este año, proporcionan el mejor relato sobre las dificultades a las que se enfrentará alguien que pretenda desentrañar críticamente las terapias alternativas: amenazas, falta de respaldo institucional, presiones de las altas esferas, soledad… e innumerables dificultades científicas.
Los ensayos que se realizan a diario en todos los hospitales del mundo suelen manejar unos protocolos muy claros para probar si el medicamento sirve o no: a un grupo le das el fármaco y al otro, un placebo. Pero ¿cómo estudiar si realmente funciona la imposición de manos para curar o aliviar el sufrimiento de un enfermo? Esa fue la primera pregunta que se hizo Ernst al aterrizar en 1993 en la cátedra de Medicina Complementaria de la Universidad de Exeter, la primera de su clase. Por aquel entonces, cuenta, había en el Reino Unido tantos sanadores (unos 14.000) como médicos de cabecera. El placebo que diseñaron junto a los propios sanadores serían unos actores que fingirían estar imponiendo sus manos. A medida que los sanadores veían que el escrutinio les iba a desenmascarar comenzaron con las pegas, las críticas y el rechazo a los métodos: finalmente, resultó que los actores también tenían capacidades sanadoras y por eso el placebo funcionó mejor que los profesionales.
Ernst comenzó a interesarse por el estudio crítico de las terapias alternativas después de trabajar en un hospital homeopático en Múnich, en su país natal, donde esta pseudoterapia tiene un gran arraigo y la practican médicos titulados. A partir de su experiencia allí, traza en sus memorias un relato demoledor de los facultativos que recetan estos falsos fármacos que nunca han demostrado su utilidad médica: lo hacen “porque no pueden hacer frente a las a menudo muy altas exigencias de la medicina convencional”. “Es casi comprensible que, si un médico tiene problemas para comprender las causas multifactoriales y los mecanismos de una enfermedad o no domina el complejo proceso de llegar a un diagnóstico y la búsqueda de un tratamiento eficaz, esté tentado de emplear en su lugar conceptos como la homeopatía o la acupuntura, cuya base teórica es muchísimo más fácil de entender”, escribe el científico, que sigue muy combativo en su blog.
Gracias a su espíritu crítico, la cátedra de Exeter se convirtió en la vanguardia de la investigación seria sobre la llamada medicina complementaria, y de ahí salieron algunos de los estudios que nos han demostrado su ineficacia y también sus peligros, como el de osteópatas y quiroprácticos que manipulan la columna vertebral provocando serios problemas a sus pacientes. Por no mencionar, el riesgo más simple y peligroso de todos: el de abandonar tratamientos duros pero efectivos, como la quimioterapia, por terapias supuestamente inocuas pero que dejarán morir al paciente.
Ese puesto se había creado para seguir haciendo la ciencia acrítica que buscan los defensores de las terapias alternativas, como Carlos de Inglaterra, en la que sencillamente se les pregunta a los pacientes si se sienten mejor que antes de tal o cual tratamiento. Sobre ellos, escribe que parecen tener “poca o ninguna comprensión del papel de la ciencia en todo esto. Los terapeutas alternativos y sus partidarios parecen un poco como niños jugando a médicos y pacientes”. Cuando sus resultados comenzaron a desmontar estos remedios, los partidarios de la medicina complementaria comenzaron a atacarle en todos los niveles, desde el personal hasta el público.
De ahí surge el mayor escollo de su carrera y el que tuvo notable repercusión en Reino Unido: su enfrentamiento con el príncipe Carlos, que durante años ha presionado a los ministros para incluyan la homeopatía en el sistema de salud británico. Finalmente, después de que Ernst le acusara públicamente de no ser más que un vendedor de crecepelos, el heredero al trono consiguió que se quedara sin su puesto en Exeter, tras un doloroso proceso en la Universidad del que saldría absuelto a pesar de las presiones.
Al final, después de muchas broncas, victorias y sinsabores, Ernst concluye que su trabajo sirve para demostrar la ineficacia de las terapias, pero no para convencer a sus defensores: “Lento pero seguro, me resigné al hecho de que, para algunos fanáticos de la medicina alternativa, ninguna explicación será suficiente. Para ellos, la medicina alternativa parecía haberse transformado en una religión, una secta cuyo credo central debe ser defendida a toda costa contra el infiel”. Eso sí, la experiencia le sirvió para reconocer y desmontar todas las trampas dialécticas usadas por este colectivo, que quedan destripadas en sus memorias. Falacias como que la medicina convencional mata más, que la ciencia no es capaz de comprender estos remedios o que son buenos por ser naturales y milenarios quedan convenientemente desmontadas.
Finalmente, Ernst, que antes estuvo estudiando el terrible pasado de la ciencia nazi en la Universidad de Viena, establece un paralelismo entre ambos fenómenos: “Cuando se abusa de la ciencia, secuestrada o distorsionada con el fin de servir a sistemas de creencias políticos o ideológicos, las normas éticas patinan. La pseudociencia resultante es un engaño perpetrado contra los débiles y los vulnerables. Nos lo debemos a nosotros mismos, y a los que vengan después de nosotros, permanecer en lucha por la verdad sin importar la cantidad de problemas que esto pueda causarnos”.