Más de 200 presos mexicanos se han unido al programa de reinserción de Prison Art, que convierte los dibujos sobre cuero de reclusos en exclusivos complementos de moda.
Es la cuarta vez que Iván está en prisión. “Las drogas han sido mi problema”, confiesa en el patio del anexo del Reclusorio Norte, en Ciudad de México. Le falta un mes para terminar su condena y eso le hace sonreír. “Esta vez es diferente”, relata. Desde luego algo ha cambiado en la vida de este recluso de 38 años. Y no es solo que haya pasado por una clínica de desintoxicación. Ahora hace grabados que se cotizan caro y llaman la atención de turistas y nacionales acostumbrados al lujo. Dibujos tatuados sobre cuero, realizados entre barrotes, que acaban formando bolsos que se venden por hasta 8.000 pesos (unos 450 dólares) en las zonas más selectas del país.
Iván es uno de los más de 200 presos que participan en el programa de reinserción que ha emprendido la fundación Prison Art. Como el resto de sus compañeros, su única herramienta de trabajo es una improvisada máquina de tatuar, formada por un motor de DVD y una pluma Bic, con la que rasga el cuero hasta dar forma a dibujos que hablan de libertad, transmiten optimismo y en otras ocasiones hacen referencia al sufrimiento.
Su estado de ánimo queda plasmado en bolsos, fundas de iPad o mochilas que solo unos pocos podrán adquirir en las cinco exclusivas tiendas que Prison Art tiene repartidas entre el Caribe mexicano, Ciudad de México y la turística San Miguel de Allende. Una fundación que surgió cuando su presidente, Jorge Cueto, pasó por una de las cárceles más grandes del país. Este empresario de origen español estuvo once meses en prisión preventiva, hasta que un juez lo declaró inocente. Un periodo en el que sufrió las duras condiciones de vida que se dan en las prisiones mexicanas.
“Lo peor fue estar 21 días en la zona de ingreso. Allí no te puedes ni imaginar la suciedad que hay. El hacinamiento de gente es tremendo. No hay agua, no hay excusados, no hay regaderas en la celda. Los baños son hoyos en el suelo y para 300 personas hay una única llave de agua”, relata.
Sin embargo, Iván ha sido, en esta última etapa, un preso afortunado. Está en una prisión modélica, donde todo el mundo tiene una cama donde dormir y únicamente las pequeñas peleas perturban la tranquilidad. Un reclusorio en el que su director llega a enfundarse la ropa deportiva para dar clases de crossfit a los reclusos de forma periódica. Parece el paraíso para un país en el que de sus 388 prisiones, 204 cuentan con sobrepoblación, según datos de la Comisión Nacional de Derechos Humanos.
Pero este preso, que comenzó a consumir droga tras la muerte de su padre, también ha experimentado la vejación que supone estar encerrado en otras cárceles del país. Relata con frialdad las palizas, amenazas y aquellas semanas en las que tuvo que dormir de pie con otras 30 personas en una celda que tenía capacidad para seis. “Para dormir a uno lo ataban de los barrotes, otro estaba detrás del excusado, otro sobre él, uno más en la regadera”, recuerda.
Ha sentido más peligro dentro de la cárcel que fuera y más tentaciones de consumo de drogas en la prisión que cuando goza de libertad. Ahora, sin embargo, califica a Prison Art como “un ángel de la guarda”, una ayuda fundamental en el proceso de transformación que ha experimentado. “Me he visto tentado en varias ocasiones, pero yo me encierro y me pongo a tatuar. Son solo cinco segundos los que tienes que ser fuerte, luego se te pasan las ganas”.
Pero Iván no es un recluso más dentro de la prisión. Goza de responsabilidades, algo poco común entre los presos. Dirige en el anexo del Reclusorio Norte las labores de la fundación y eso hace que algunos de sus compañeros revoloteen a su alrededor queriendo unirse al proyecto. Todos lo acabarán haciendo, si cumplen tres normas: no consumir drogas, acudir a las charlas de desintoxicación de la prisión y aceptar que la mitad de los ingresos que les genere Prison Art vaya para sus familias.
Terminarán dando forma a bolsos de lujo que brindan una oportunidad a quienes acarrean de por vida el estigma de haber pasado por prisión. Su trabajo como tatuadores de cuero continúa una vez que recuperan la libertad. Un instrumento para la reinserción, ajeno a los programas oficiales, que eleva a la condición de artista a aquellos que no suelen ostentar reconocimientos.