Ha acogido muchos más perseguidos por habitante que Alemania.
En Suecia todavía es tabú preguntar, incluso a los amigos, por qué partido votan. Pero otros tabúes tan arraigados como ese van agrietándose. Ya se empieza a hablar públicamente “de volúmenes de migrantes”, explica Henrik Emilsson, que investiga la política migratoria y de integración sueca en la Universidad de Malmö. Ése uno de los profundos cambios que vive este país tan generoso con los que necesitan refugio desde el tremendo shock del otoño. En dos meses 80.000 personas tocaron la puerta. Y Suecia, donde el 16% de la población nació en el extranjero, les dio la bienvenida. Era un desembarco asombroso incluso para los suecos, que cumplen la Convención de los Refugiados y están muy acostumbrados a recibir a perseguidos. Proporcionalmente han recibido más que los alemanes.
Marten Martensson, del servicio estatal de Migración en Malmö, ciudad sureña por la que arribó la mayoría, cuenta que la situación límite fue una noche de invierno cuando tuvieron que explicar a los recién llegados que lo sentían, pero no había alojamiento. “Al día siguiente conseguimos el suelo de una iglesia, un suelo”. Los hoteles, polideportivos, tiendas de campaña, todo estaba lleno… sopesaron alquilar un crucero.
Los 163.000 migrantes arribados en 2015 (equivalen al 1,63% de la población sueca) han sido repartidos por el país en alojamientos que paga el Estado. Es como, si en un año, llegaran a España todos los vecinos de Valencia capital. Aprenden sueco, tienen sanidad y los críos van a la escuela mientras las autoridades deciden si les dan asilo. Antes demoraba un año, ahora nadie aventura cuánto será. Este robusto sistema de acogida e integración ha tenido que hacer malabarismos y un descomunal esfuerzo. El FMI estima que Suecia dedicará un 1% de su PIB (512.000 millones de euros) a los refugiados este año (Alemania el 0,35%). Y el Gobierno ha presupuestado 50.000 millones de coronas (5.381 millones de euros) para integración.
Fadi Srour, palestino de 34 años, lo ha vivido en primera línea, como oficial de integración en un centro de menores no acompañados en Lomma, al lado de Malmö. Llegó desde Gaza hace cuatro años, pidió asilo, lo obtuvo, habla sueco fluido y es un orgulloso contribuyente a las arcas públicas. “En agosto en Lomma había dos centros, hoy hay seis”, cuenta en un café. Los cambios legales en marcha para restringir temporalmente la política de asilo le tienen desolado. Es tanto el esfuerzo que él hizo y el de muchos de los chavales con los que trabaja que teme que los desalienten.
Durante tres años, los refugiados no recibirán la residencia permanente sino temporal y no podrán traer a sus familias si no tienen ingresos. Este revolucionario cambio en la política de asilo sueca fue consensuado por seis partidos y presentado en una comparecencia inolvidable. El primer ministro, el socialdemócrata Stefan Löfven, explicó con franqueza: “Me duele que Suecia no sea capaz de recibir solicitantes de asilo al alto nivel actual. Simplemente, no podemos hacer más”, confesó, mientras a su lado la ministra y líder de los Verdes, Asa Romson, intentaba contener las lágrimas. Querían quitar atractivo a su país, que los refugiados eligieran también otros destinos. Era el 24 de noviembre. El Parlamento debate aún detalles de los cambios legales.
Adriana Aguilar, 41 años, de Save the Children, considera que el cambio emprendido “es dramático” porque supone una ruptura. Teme que se diluyan los derechos de los menores y se viole la Convención del Niño. Recuerda con orgullo cómo en otoño se presentaron 400 voluntarios en la ONG, lo nunca visto. No todos siguen. Y eso que ahora, insiste esta costarricense que vive en Suecia hace 15 años, se libra la batalla clave, la de los derechos.
Son restricciones “recibidas con alivio por la sociedad”, explica el experto Emilsson. Él, como la mayoría de los suecos consultados, elude pronosticar si las limitaciones serán de verdad temporales o si es el inicio del fin de la generosa política sueca tras la Segunda Guerra Mundial siguiendo la estela de Dinamarca u Holanda. “Lo que se debate no es el coste, sino (cómo satisfacer)) la necesidad de viviendas” porque hay escasez crónica, de “nuevas escuelas, de profesores…”. Y si se integrarán.
Una simpática adolescente siria lamentaba la semana pasada en un sueco básico su mala suerte porque tras cuatro meses en el país nórdico la iban a devolver con su familia desde Malmö al primer país donde les registraron, a la Alemania con la que tantos sueñan.
El desafío es mayúsculo , pero hubo otros. Recuerda el experto en política migratoria que en los noventa, cuando llegaron los refugiados de las guerras de Yugoslavia, hubo pánico, más rechazo y ataques que ahora, que “su integración tardó mucho pero ha sido un éxito”. Entre las muchas preocupaciones actuales está, detalla, el acoso sexual. Ahí se ha roto otro tabú hace nada. Un informe policial de hace dos semanas indica que los refugiados menores no acompañados están sobrerrepresentados entre los acusados de acoso sexual en grupo en piscinas públicas. Impensable que hubiera trascendido antes. Explica Emilsson que “hay menos tabúes, pero persiste este idea de que si dices que los inmigrantes hacen algo malo puede beneficiar a los Demócratas Suecos”, el partido antiinmigración. A diferencia de lo que sucede en Dinamarca o Noruega, en Suecia nadie coopera con la formación xenófoba, que con el 12,9% del voto en 2014 es el tercer grupo parlamentario. Las encuestas le dan ahora el 20%-25%. En contraposición a DS, quien estuviera en la oposición, de izquierdas o derechas, ha reclamado una política de migratoria más abierta, según Emilsson.
Más de 35.000 adolescentes solos culminaron la travesía hasta Suecia. Cinco mil kilómetros en línea recta. La mayoría son afganos. Casi tres mil, chicas. Unos dos mil tenían menos de 12 años, unos 300 no habían cumplido los siete. Las autoridades los acogen con especial esmero. “No se imagina lo listos que son, son ambiciosos, entienden que tienen que aprender el idioma”, cuenta el palestino Srour. Viven en pequeños grupos con cuidadores en lugares no señalizados para evitar ataques xenófobos y van al cole.
Explica que, como oficial de integración, su prioridad es que los chavales “se sientan seguros”. Sin el temor permanente a ser atacado, extorsionado… También los introducen a los usos, costumbres y leyes de su nueva sociedad. “Les explicamos qué es aceptable aquí y qué no. No les decimos que sus códigos están mal. Nunca comparamos tipo ‘esto es bueno y aquello no’. Y todo se explica con prácticas, nada de clases”. Un caso recurrente es que les tengan que reiterar que en Suecia no se puede bromear con la violencia, que no puedes hacer que pegas a un colega ni de broma. Y si preguntan, que no suelen, también hablan de sexo; “les explicamos que ‘un no es un no”. Las clases de sexualidad las reciben en la escuela, como cualquier adolescente sueco.
La mayoría intenta adaptarse, integrarse, lo intenta de verdad, recalca Srour. “pero no todos pueden volver a empezar”. Muchos están traumatizados. Y muchas familias han puesto una responsabilidad enorme sobre ellos. Las autoridades se esfuerzan en que mantengan contacto con sus padres pero a menudo es difícil que comprendan por qué no trabajan ni envían dinero a casa si ya están en la próspera Suecia.
Suecia ha sido víctima del egoísmo de los socios de la UE, de las reticencias a repartir la responsabilidad. Ha podido parar a tomar aire porque los controles de pasaportes y los cierres fronterizos han parado el flujo. Aunque los representantes suecos son muy cuidadosos de no apuntar con el dedo, sí recalcan que “Suecia, Alemania y Austria no pueden afrontar esta crisis solos”.
Mientras, Migración se afana por mejorar la acogida, empezando por el alojamiento. La aspiración es que, aunque apretados, tengan una vivienda con cocina propia y vecinos suecos. Para que eso se logre, otros pierden derechos. A partir del 1 de junio, los que han visto su petición de asilo denegada ya no tendrán techo, comida ni a la paga de seis euros al día para gastos hasta que abandonen Suecia salvo que tengan hijos menores de 18 años.