Tras la evasión de 4.121 presos de una cárcel de Kinshasa gracias al ataque de una secta para liberar a su gurú, el ejemplo ha cundido en otras prisiones de la República Democrática del Congo.
El Centro Penitenciario de Reeducación de Kinshasa, la cárcel que en Kinshasa todos llaman por su antiguo nombre –“Makala”– es un vetusto penal colonial inaugurado en 1958, cuando la República Democrática del Congo era aún el Congo belga. Los presos duermen en el suelo, orinan donde pueden y defecan en cubos, pues las escasas letrinas que hay hace tiempo que están atascadas. No hay servicio de limpieza ni de lavandería y la comida que ofrece la prisión se reduce a un cuenco diario de maíz y judías que los presos llaman “vungule”, deformación de la expresión en francés “vous mourez” (vosotros morís). Si no fuera por las familias de los reos y por las monjas católicas que les llevan comida, la mayoría de los presos pasaría hambre. De todas maneras, quien no tiene familia en la capital de Congo, la pasa.
En la cárcel muchas veces no hay agua y los internos, la mayoría muy pobres, se lavan gracias a los jabones que distribuye Cruz Roja. Como en un modelo en miniatura de lo que sucede en toda la República Democrática del Congo, los derechos que la ley del país reconoce solo se disfrutan si uno los compra: compartir una celda con dos o tres presos, en vez de con decenas, y dormir en una cama y no en el suelo, cuesta entre 300 y 500 dólares americanos, explicó en 2016 a El Confidencial Fred Bauma, militante del movimiento juvenil LUCHA, encarcelado entonces en Makala. Los presos acomodados pagan a quienes no tienen nada para que limpien los excrementos de los cubos. En las celdas de los ricos, hay hasta televisión y cortinas; en las de los pobres, sólo pobres, muchos, amontonados unos encima de otros.
En las celdas vetustas de esta prisión, 8.075 presos se hacinaban en el espacio que el colonizador belga previó para 1.500. Hasta el 17 de mayo. Ese día, festivo en la República Democrática del Congo, de madrugada, el estruendo de disparos y un denso humo negro despertaron a los vecinos del barrio que rodea a la prisión: varios de los coches estacionados delante del penal estaban ardiendo. Tras prender fuego a los vehículos y al amparo de la escasa seguridad de una prisión sin puertas metálicas automáticas ni cámaras, un grupo de hombres y de mujeres armados con fusiles kalashnikov y tocados con una cinta roja en la frente penetró en el recinto. Después de reducir o matar a los escasos policías que custodian el penal, algunos a machetazos, incendiaron también el despacho del director. En medio de esta confusión, accedieron a los pabellones y rompieron las puertas de las celdas, según el relato de testigos citados en un informe de la Fundación Bill Clinton. Acto seguido, instaron a los presos a que escaparan, incluso amenazándoles con dispararles si no lo hacían, han relatado varias internas del único pabellón de mujeres de la cárcel.
Ese mismo día, el portavoz del gobierno congoleño, Lambert Mende, aseguraba que los presos fugados eran 50. En realidad, fueron 4.121, según el informe citado. En la cárcel sólo quedaron 3.884 internos: habían escapado más internos de los que se quedaron. De acuerdo con las presas, algunas ya detenidas de nuevo, citadas por la Fundación Bill Clinton, entre 200 y 300 personas pudieron morir en el asalto.
Como si esta evasión hubiera demostrado que en Congo basta con matar a unos cuantos policías y romper unas puertas para fugarse de la cárcel, desde el ataque a Makala las evasiones de diferentes prisiones en todo el país se han sucedido. Dos días después de la fuga de Kinshasa, 68 de los 74 presos –todos, excepto seis que no podían andar- de la cárcel de Kasa-Ngulu, a 50 kilómetros al oeste de la capital congoleña, se escaparon por ese método: rompiendo la puerta de entrada a la cárcel, confirmó el diputado congoleño Jean-Claude Vuemba. Este parlamentario denunció que los presos fugados se estaban muriendo de hambre en la prisión.
El 10 de junio, un grupo de hombres armados liberó a su vez a una decena de detenidos de una comisaría y una sede de la Fiscalía en el barrio de Matete, en Kinshasa. Al día siguiente, un nuevo ataque por parte de hombres armados permitió que 930 de los 966 presos de la cárcel de Kangwayi, en Beni, una localidad de Kivu Norte, escaparan, de acuerdo con Julien Paluku, gobernador de esa región. Once personas, ocho de ellas policías murieron. En esas fugas y en otras, en menos de un mes, más de 5.000 presos han escapado de las cárceles de Congo. “La RDC bate el récord mundial de evasiones”, concluye el informe de la Fundación Bill Clinton.
El ‘profeta’ iluminado y nueces de palma explosivas
Tras la evasión masiva de la cárcel de Makala, en las redes sociales congoleñas se empezó a difundir el hashtag #Makalabreak, en alusión a la serie de televisión “Prison Break” en la que su protagonista intenta evadirse de una cárcel cuyos planos se ha tatuado en la espalda disimulados con un complicado motivo. La alusión es obviamente irónica dado que en el caso de las prisiones congoleñas no ha sido necesario ese nivel de sofisticación, lo que ha avivado el debate sobre la escasa seguridad y las pésimas condiciones en las que vive la población carcelaria en Congo.
La versión oficial es que quienes atacaron la cárcel de Kinshasa fueron los seguidores de la secta independentista Bundu Dia Kongo (Reino del Congo, en idioma kikongo) y de su líder, Zacharie Badiengila, autoproclamado “profeta” al que sus adeptos llaman “Ne Muanda Nsemi”. Amante del oxímoron, pues se define como “antepasado viviente”, Ne Muanda Nsemi es un gurú oriundo de la región Kongo Central, al oeste de Kinshasa, que se presenta ante sus seguidores ataviado con una túnica blanca o amarilla y una banda roja en la frente, y cuya edad exacta se desconoce.
Este iluminado asegura que, en 1969, mientras era estudiante de Química en la universidad, un arcángel negro se le apareció y le ordenó devolver a su pueblo sus tradiciones milenarias y reconstruir el antiguo reino del Congo. Este reino, que alcanzó su apogeo en el siglo XVI, englobaba parte del territorio de la República Democrática del Congo, la vecina República del Congo, Angola, Gabón y el sur de Camerún. Para cumplir esta misión “divina”, el autoproclamado profeta fundó “Bundu Dia Kongo”, una secta místico-religiosa cuyos adeptos pasan por ritos de iniciación que, según se cree, han incluido en ocasiones robar trozos de cadáveres de los cementerios para hervir la carne y preparar así pociones “mágicas”.
Pese a estar prohibida, la secta tiene también un brazo político que sí es legal, el partido Bundu dia Mayala. El propio Ne Muanda Nsemi, además de profeta, ha sido elegido dos veces diputado en el parlamento nacional, con amplio respaldo popular.
Aunque sus adeptos, conocidos como “makesa”, atacan de vez en cuando a la policía con armas blancas y nueces de palma que rellenan con algún tipo de explosivo – en 2007 hubo 134 muertos censados por la ONU en Kongo Central en esos enfrentamientos- el régimen congoleño no dictó una orden de busca y captura contra el líder de la secta hasta inicios de este año. En enero, nuevos enfrentamientos entre sus partidarios y la policía habían dejado 34 víctimas pero la gota que colmó el vaso del régimen fue un vídeo difundido en febrero en el que el gurú acusaba al presidente congoleño Joseph Kabila de ser “ruandés”, al tiempo que le daba un ultimátum de una semana para que abandonara el poder.
Esta andanada sentó especialmente mal a un poder temeroso de cualquier levantamiento popular dado que, en realidad, el jefe de Estado congoleño debería haber cedido el cargo a un sucesor el 20 de diciembre de 2016, cuando acababa su segundo y, por imperativo constitucional, último mandato. Sin embargo, para permitir que Kabila se perpetuara como presidente, el régimen congoleño simplemente no organizó las elecciones presidenciales que se deberían haber celebrado en noviembre del año pasado. Para justificar el aplazamiento de estos comicios, el gobierno congoleño dijo carecer de fondos para poner las urnas y de tiempo para actualizar el censo electoral. Y sin sucesor, el jefe de Estado sigue en su cargo.
Tras haber despojado a Ne Muanda Nsemi de su inmunidad parlamentaria, el pasado 3 de marzo, la policía congoleña lo detenía finalmente en su residencia de Kinshasa. El gurú, rodeado de varias docenas de sus adeptos, llevaba allí atrincherado dos semanas, después de resistir varios intentos fallidos de la policía de penetrar en la propiedad. Tres seguidores de la secta y un policía murieron en el asalto, según el comisario jefe de la ciudad, Célestin Kanyama.
“Frente a la casa de Ne Muanda Nsemi, había una multitud de policías. Vi a un grupo que huía de un grupo de milicianos que les arrojaban nueces de palma que, al caer al suelo, explotaban”, explica Céferin, un testigo de la detención, que rechaza que esos frutos pudieran haber sido rellenados con pólvora: “No, no, no era pólvora, era brujería”, dice sin titubeos este hombre.
¿Dónde están los evadidos?
Desde el día de la gran evasión, el 17 de mayo, nada se ha vuelto a saber del gurú de Bundu Dia Kongo ni tampoco se sabe cuántos de los fugados de las cárceles han sido ya detenidos de nuevo, pese a que desde entonces la policía congoleña lleva a cabo continuas redadas para tratar de atraparlos. Mientras tanto, la inquietud ha cundido entre la población, sobre todo en la localidad de Beni, donde de los 930 presos que escaparon, 150 son milicianos maï-maï y otros 40 miembros del grupo armado ADF (Allied Democratic Forces). Todos estaban detenidos acusados de crímenes de guerra, en particular de las “masacres del machete” en los alrededores de esa localidad de Kivu Norte, en las que han sido asesinadas cientos de personas entre 2014 y 2016.
Entre los evadidos están, por ejemplo, Zacharia Suleyman y Winnie Mundeke, a quienes la Justicia militar congoleña acusa de ser, respectivamente, el instructor y el jefe del espionaje de los ADF, el grupo armado de origen ugandés a quien se considera responsable de muchas de estas masacres. No de todas, pues existen indicios, recogidos en informes como el del Grupo de Estudios sobre Congo de la Universidad de Nueva York, de que militares congoleños, incluso alguno de muy alta graduación, pudieron participar en alguno de esos asesinatos en masa.
El “récord” batido por la RDC en cuanto a evasiones carcelarias ha llevado a asociaciones de la sociedad civil congoleña a reclamar la dimisión del ministro de Justicia, Alexis Thambwe Mwamba, y a la oposición a presentar contra él el equivalente de una moción de censura en el Parlamento.
Alexis Thambwe Mwanba tiene preocupaciones más acuciantes. Este 14 de junio, el periódico ‘La Libre Belgique’ anunciaba que la Justicia belga ha admitido a trámite una querella contra él y otros congoleños por crímenes contra la humanidad. Esta querella ha sido incoada por familiares de las víctimas del Boeing 727 de la compañía Congo Airlines abatido el 18 de octubre de 1998 cerca de la localidad congoleña de Kindu con 50 personas a bordo. El avión fue derribado con un misil Sam 7 lanzado por el grupo armado RCD (Agrupación Congoleña para la Democracia). Thambwe Mwamba no solo era entonces uno de los líderes de esta milicia, sino que reivindicó el ataque en su nombre. También lo justificó públicamente a pesar de la muerte de todos sus pasajeros, entre los que se encontraban muchas mujeres y niños.
En la querella se le acusa además de malversación de fondos públicos. Resulta que, según reza el documento, una empresa de la hija del ministro de Justicia fue la vencedora de un concurso público para proporcionar el servicio de comidas en las prisiones congoleñas. En esas prisiones en las que, como sucedió en la ciudad de Mbuji-Mayi en 2015, hay presos que mueren de hambre.