En la década del ’70, mientras recorría Georgian Bay, en Ontario, pasé por una zona indígena y me topé con un doble mío. La cara de sorpresa de este doppelgänger no fue menor que la mía.
Desde Jujuy a Canadá hay una distancia considerable como para preguntarse por qué motivo alguien que posee sus cuatro abuelos de apellidos hispanoamericanos se encuentra con un símil algonquino.
La respuesta está en que ni él ni yo escapamos al vórtice genético, una constante de nuestra especie. Un temprano estudio sobre los indios lacandones de México revelaba, pese a su marcado aislamiento, un alto mestizaje, incluida la presencia de genes de origen europeo.
Ni tantos barcos, ni tantos aborígenes han modelado una Argentina donde “el desierto se le insinuaba en las entrañas”. En la época que Sarmiento escribía esto en el Facundo, apenas había en estas inmensidades un millón y medio de habitantes. Los indígenas también eran escasos porque salvo en zonas muy específicas, en las estribaciones del imperio incaico, no hubo poblaciones con organizaciones estatales, sino nómadas.
Las contradicciones, las ambigüedades y las improvisaciones sobre la cuestión indígena fueron la norma. El primer libro de Perón fue un breve diccionario tehuelche, pero al mismo tiempo, cuando ocurrió “el malón de la Paz” en 1946, que había arrancado de la Puna jujeña en reclamo de tierras comunitarias, se negó a recibirlos y los reprimió. La Ley 26.160, prorrogada por cuatro años más a fines de 2017, dio lugar al reconocimiento de alrededor de 1.500 comunidades indígenas y a un reclamo de 8 millones de hectáreas, muchas de ellas en parques nacionales: una ley impracticable. Creer que existe “un lento pero irreversible proceso de reemergencia étnica” es una apelación al pasado mítico de la felicidad, semejante a las cosmogonías.
En 1971 apenas llegaban a 100 mil quienes se autodefinían como aborígenes. ¿Ahora basta proclamar la adhesión a la “nación” mapuche, kolla, tupí-guaraní o a cualquier otra, para que ésta exista? ¿Y por qué casi ninguno de los dos millones de argentinos se reconoce descendiente de negros si el 5% de la población tiene algún gen africano? Obviamente, una pertenencia es cultural y no genética.
Argentina debe asumir que no ha sido nunca “el único país blanco de América desde Canadá”, como pretendieron los ideólogos del racismo “nacionalista”, ni el país indígena que reclaman algunos, sino un territorio con un mestizaje continuo, producido por descendientes de barcos (siglo XVI) y pobladores autóctonos, además del incontable mestizaje entre distintas etnias de otros lugares del mundo, tal cual lo prueban Victoria Ocampo, Perón o Borges.
¿Cómo establecer quién es más nativo en esta vasta América? La pertenencia a un pueblo aborigen, además de una reivindicación social, también se volvió una cuestión de oportunismo político, como se vio en el triste caso de Santiago Maldonado. La violencia para encontrar una solución a estos reclamos es un callejón sin salida y ya lo experimentamos los de mi generación cuando creímos poder vencer “la violencia de arriba del Estado”. Además, la creencia de algunas comunidades indígenas sobre su “esencia” se acerca peligrosamente a la teoría de la pureza racial, discutida ya durante la Conquista.
A los seres humanos nos está prohibido modificar el pasado, salvo por el camino mítico o interpretativo que, sin embargo, convive con el presente y el futuro, que todavía no está, pero que se nutre de tiempos muy remotos (las Pascuas judías derivan de fiestas paleolíticas del solsticio de primavera). La corona española y el Papa Alejandro VI se repartieron, con la bula de mayo de 1493, tierras que ni siquiera sabían si existían. Como se vio posteriormente, la división no tuvo nada de simbólica y fue un brutal y primer ejercicio planetario del poder.
Visitar pueblitos donde viven tobas, matacos, etc., condena a cualquiera, con un mínimo de sensibilidad, a la vergüenza de una larga historia. La precariedad y la miseria extrema a las que fueron reducidos, por una conjunción de decisiones, indica muy bien cuál es su confinamiento. A nuestro sistema educativo le cuesta enseñar el periodo colonial, como si el país hubiera comenzado a existir a partir de la inmigración, sobre la cual nadie puede negar su enorme incidencia. Los “gringos”, los “gallegos” y los “criollos” (incluido el Viejo Vizcacha) fueron los principales pilares de un entramado que se las ingenió para excluir a los amerindios.
Ahora bien, ¿la responsabilidad es de un Estado nacional que nunca pudo imaginar una política sustentable, de una sociedad indiferente, de gobiernos provinciales voraces y sin ningún escrúpulo, o también, en parte, de los propios indígenas que no pudieron adaptarse a las nuevas situaciones a las que fueron confrontados? Personalmente pienso que es una responsabilidad compartida de la dirigencia, pues Argentina acogió grupos de los lugares más diversos que pudieron adaptarse bastante bien a nuestras turbulentas tierras. Alberdi, en su momento, vio más lejos, ya que sabía muy bien que no se podía “dominar el desierto sin el hombre del desierto”.