Cartas de un judío a la Nada

martilleros

Orilla del Mar Mediterráneo, 707

Las historias se sienten venir a lo lejos. Un día soleado sin viento, una pesca abundante, una aldea particularmente feliz. Las frascas de vino que se abren al caer la noche, una fogata que se enciende sobre la arena, y los niños que pelean por sentarse en el primer lugar. Y finalmente, los ojos de todo el pueblo convergiendo en un solo punto: en los ojos del Narrador. En mis ojos.

— Hubo una vez, hace mucho tiempo, un hombre que creía que era feliz — comencé. — Nació en el seno de una familia que lo amaba, creció rodeado de amigos y de afectos; fue educado para convertirse en un hombre honesto, trabajador, piadoso y generoso.

» Su vida no fue ni especialmente feliz ni en extremo desgraciada. Vivió momentos de alegría y momentos de pena, aprendió de sus errores, conoció la traición de los amigos y el desprecio de los envidiosos. Pero también, el amor de las personas sinceras y fieles y la admiración de los humildes.

» Los años pasaron sobre él, como pasan sobre todos.

» Un día, sus pasos lo llevaron a cruzar la puerta equivocada… O quizás, la correcta. Detrás de esa puerta lo esperaban unos ojos. Una mirada intensa, luminosa, apasionada, cargada de poder y belleza. Una mirada que lo hechizó para siempre.

» Jamás llegó a comprender por qué, por un breve tiempo, la mujer se enamoró de él; pero lo hizo. Vivieron algunas semanas de pasión y felicidad. Él, extasiado por su belleza; ella, fascinada por el amor abrumador que él le profesaba. Pero no duró.

» Ella, un día, se marchó. Y él quedó herido, atormentado por un dolor dulce que al mismo tiempo lo hacía sentir increíblemente afortunado y ruinosamente miserable.

» Pasaron los años y él intentó seguir viviendo su vida de la mejor forma que pudo. Cuando los recuerdos se hacían demasiado intensos, se refugiaba en su trabajo. Cuando su corazón se lo permitía, salía a hacer el bien allí donde podía. Ayudaba a sus vecinos, aconsejaba a sus amigos y era para todos un ejemplo de honestidad y virtud. Muchos lo pensaban como el hombre más feliz que conocían. Pero por dentro, estaba muerto.

» Una noche, nuestro amigo se internó en las calles de una gran ciudad amurallada. Algunos dicen que era Roma, otros hablan de Constantinopla y hay quienes han dicho que el lugar de la tragedia no fue otro que la antigua Nínive.

» En la penumbra, entre dos altos edificios de piedra, escuchó una voz que le susurraba al oído. Si era un ángel o si era un demonio, yo no puedo saberlo. Cada uno de los que escuchan deberá sacar a este respecto sus propias conclusiones.

» La voz le preguntó a nuestro amigo: “¿Qué harías para que ella vuelva a darte un solo beso?”. Él se aclaró la garganta y sin un ápice de duda, contestó: “Cualquier cosa”.

» La voz insistió: “¿Te arrancarías los ojos?”.

» Él recordó su mirada, aquella primera mirada que lo había hechizado, tan fresca en su memoria a pesar de los años. Estuvo seguro de que, después de haber visto la belleza que habitaba en sus ojos, no necesitaba mirar ya nada más. Así que contestó: “Sí”.

» “¿Te perforarías los oídos?”, preguntó la voz.

» Él recordó su risa. Su risa cristalina, espontánea, cargada de vida y de luz. Recordó el roce de sus labios cuando ella le hablaba al oído y la cadencia única de su forma de hablar. Se dijo que, después de haberla escuchado reír y decirle que lo amaba, ya no necesitaba escuchar nada más.

» “Sí”, volvió a contestar.

» Y en ese instante, unos labios se apretaron sobre los suyos. Él reconoció la textura de la piel que se apretaba contra su piel, el sabor de esa boca única, el olor del cabello de su amada. Por un instante más breve que el aleteo de una mariposa, sitió que había derrotado a la distancia, al tiempo y a la muerte, y que otra vez estaban juntos…. Pero ese instante se terminó.

» Dentro de su cabeza resonó un sonido agudo, un zumbido penetrante que le llegaba hasta los huesos y en su vista estallaron miles de flores de color. No volvió a escuchar ni a ver nada más.

» El resto de su vida fue increíblemente largo; o al menos, eso le pareció. Sólo sentía cosas que repentinamente lo tocaban, olores que lo asaltaban, sabores que le llenaban la boca. Pero la vida no era nada más.

» Años más tarde, cuando la muerte se cernía sobre él, se preguntó a si todo aquello realmente había valido la pena.

» La última palabra que le oyeron susurrar fue un contundente y sincero “sí”.

 

Nemuel Delam

El judío errante