Cartas de un judío a la Nada

Los Ángeles, 2006

A John Miller lo conocí gracias a esta maravilla moderna que es la Internet. Debo confesar que tardé un tiempo en familiarizarme con las ventajas que representa este invento para la humanidad en general, y para mí en particular. Ahora, más que nunca, puedo seguir en contacto con diversas personas desde cualquier lugar del mundo. Es, claramente, una seria ventaja para alguien que se encuentra en mi particular posición. Creo. La verdad, siento que todavía debo pensar más en ello. Mi incapacidad de adaptarme a estos cambios me preocupa.

Cuando le conté a Miller que iba a viajar a Los Ángeles, me insistió para que nos viéramos. Yo era reacio al encuentro. El hombre había elogiado algunos escritos que publiqué en una página de Internet con el seudónimo de Eugene Shaft. En realidad era al falso Shaft al que quería conocer, no a mí. Sin embargo, terminé cediendo.

Nos encontramos en un café bastante concurrido. Yo me había adaptado a las costumbres locales dejando de lado mis cómodas ropas de lana negra, mis pantalones gruesos de viaje y mis botas de cuero. Me había vestido con una camisa blanca ligera, de algodón, y un pantalón y chaqueta azules ideales para ese clima cálido. Miller vestía como el nerd que era. Una remera deportiva que le quedaba demasiado grande, unos jeans gastados y unas zapatillas sucias. Remataba su aspecto de engendro antisocial con unos anteojos gruesos de marco negro. Llegó tarde, cargando bajo el brazo una computadora portátil de dimensiones exageradas, el tipo de artefacto que uno llevaría siempre en el interior de un maletín o quizás en una mochila. Miller la traía bajo el brazo, con un pedazo del cable de alimentación arrastrando detrás de él.

Tenía el cabello oscuro y abundante, ojos pequeños pero inteligentes y los dientes sucios. La falta de cuidado por su aspecto y su higiene personal era proverbial. Supongo que se trataba de alguno de esos idiotas que piensan que una intensa vida interior justifica una falta absoluta de cuidado por las cuestiones “banales”, como la higiene y la buena presencia.  Sus uñas eran horrorosas, largas y sucias, con los bordes mordisqueados e irregulares. Además, le goteaba la nariz y parecía estar en contra del uso de pañuelos de tela o de papel. Se la pasaba limpiándose con las manos y después se las secaba en el jean.

El inicio de nuestra charla fue un episodio lamentable. El hombre se veía tironeado por tres impulsos contradictorios. El primero era demostrar admiración por mi trabajo, lo cual sentía como indispensable para lograr que yo le prestara atención. Lo segundo era demostrarse lo suficientemente seguro y confiado en sí mismo, darle a su actuación la cuota necesaria de soberbia que debería tener cualquiera que piense que puede escribir algo que valga mínimamente la pena. La tercera era la incomodidad que seguramente le provocaba la interacción humana; estar ahí, en un lugar lleno de gente, tratando de parecer normal. Entre el fastidio, el desprecio y la vergüenza ajena logré encontrar el modo de terminar sintiendo por él una inmensa lástima.

— ¿Qué tal si me muestra lo que tiene? — terminé cortando su monólogo.

Miller asintió de forma estúpida. Por la forma en que movía la cabeza parecía más un títere de trapo que un hombre.

Prendió la computadora portátil, pero ésta se apagó aún antes de cargar el sistema operativo. Se había quedado sin batería. Miller se quedó sentado ahí, como un idiota, con el cable de alimentación en la mano y mirando alrededor sin saber qué hacer. Perdí la paciencia.

— Deme eso — le dije.

Me puse de pie con su ordenador entre manos y me acerqué al encargado. Le expliqué la situación y nos cambió a una mesa junto a la pared, cercana a un enchufe. Mientras Miller volvía a encender la computadora, le dije:

— Todavía no entiendo por qué no me mandó su escrito por email. Hubiera sido mucho más cómodo. Y yo podría haberle dado una opinión más profunda, mejor pensada.

— Todavía no lo registré — dijo.

Aquello era el colmo. No hay nada más pretencioso en un escritor aún no publicado que la fantasía de que su obra es lo suficientemente buena como para que alguien, cualquiera, piense en robársela. Decidí seguirle el juego.

— Claro — le dije. Él asintió, pensó que me lo tomaba en serio.

Finalmente cargó el procesador de textos y me mostró su escrito. Me pasé la siguiente media hora sorbiendo un té de menta y leyendo. El escrito era malísimo. Existen al menos tres John Miller en Estados Unidos y Canadá que son escritores publicados y reconocidos. Este tocayo no se uniría nunca al club.

— ¿Y bien? — me preguntó.

— Miller, mire. Abandone esto. Le digo en serio. Es usted demasiado joven. Escribe como escriben aquellos que no tienen idea de lo que hablan. Salga a la calle, viva la vida. Enamórese, deje que le rompan el corazón, haga amistades y llore sobre sus tumbas. Cuando tenga el corazón lleno de vivencias y de dolores, ahí vuelva al papel. Mientras tanto, todo lo que escriba serán escritos prolijos y bien pensados, pero carentes de alma.

Miller me miró con ojos ofendidos.

— Claramente usted no sabe nada — dijo, y se fue sin pagar su cuenta.

 

Nemuel Delam

El judío errante