Miami, 1982
Existen dos tipos de sueños: los que dependen sólo de uno y los que dependen de los demás. Los que dependen de uno, son todos posibles. Ser millonario, convertirse en el mejor cantante de la Tierra, escribir el verso perfecto, escalar el Everest. Todos dependen solamente de nuestra voluntad. Los que dependen de los demás, esos son los imposibles.
Mi problema es que todos mis deseos posibles están subordinados a los imposibles. Siempre he pensado, por ejemplo, en construirme una casa en algún lado. Una casa espaciosa, de enormes jardines, de columnas de madera labrada, de relucientes tejas negras en el techo. A pesar de todos los problemas que conlleva mi condena, hacerlo, para mí, sería relativamente sencillo. Tendría que contactar a algún arquitecto, explicarle mis ideas, pedirle que cuando termine los planos me los mande a algún lugar del mundo donde yo sepa que pueda ir a buscarlos. Después, yo le enviaría por correo mis correcciones y le pagaría sus honorarios con una transferencia bancaria. Es arduo, pero no imposible.
El problema es que esa casa con la que siempre he soñado es, en mi corazón, el hogar de mi familia. De mi amorosa mujer y de mis hijos. Y esa es la parte imposible, la parte que no depende de mí. Ni siquiera sé si la Mujer Amada existe. Quizás sólo sea una idealización infantil y estúpida. Quizás existe algo parecido al Destino y ella está allí, en alguna parte. Pero hay una tercera posibilidad, y es la que me aterra: que ella exista pero que ame a otro.
También podría intentar formar una familia con otra mujer. Con una que me ame o me necesite lo suficiente como para tolerar todas mis excentricidades. Sería también arduo, pero no imposible. Pero por alguna razón, no encuentro la voluntad para hacerlo.
Sábato decía que los argentinos son una nación que está a la eterna espera de “algo”. Para mí, se quedaba corto. La Humanidad entera está siempre a la espera de algo. Y los pocos que consiguen aquello que esperan, después se ponen a esperar alguna otra cosa.
Yo la espero a ella, y me odio por ello. Miles de veces me he dicho a mí mismo que la felicidad no es alguien, no es algo, no es un lugar a donde se llega, no es algo que alguien puede comprar o conseguir; es un estado de la mente. Pero cada vez que me voy a dormir solo, cada vez que pasa algo dichoso en mi vida y miro a mi lado y ella no está ahí para compartir mi sonrisa, cada vez que tengo algo para decir y las únicas que me escuchan son estas hojas manchadas y garrapateadas que llevo para todas partes, me asalta una tristeza enorme. No sé cómo evitarlo.
Confieso que en mi vida he hecho cosas horribles. Lo sé. Y también entiendo que pedir perdón no serviría de nada. Yo no me perdono, y contra eso no puede hacerse nada. Pero también reconozco cierta voluntad constante de no volver a cometer los mismos errores de los cuales me he arrepentido, cierta tendencia a tratar de ser día a día mejor y cada vez más… “bueno”. He luchado a brazo partido contra el cinismo inevitable de mi condición, con la sensación de que nada sirve de nada y que al final todo terminará en la muerte y el olvido. Me he inventado una esperanza vaga y la he situado en el futuro remoto. Me he impuesto como condición absoluta para alcanzarla, la conquista de un estado espiritual o mental que sea moralmente puro. Quiero ser la mejor persona que pueda ser. Quiero dejar de sentir vergüenza de mí mismo y poder mirarme al espejo con orgullo.
Y a pesar de que no creo que haya una mano invisible dirigiendo nuestros destinos, no puedo evitar la esperanza de que esa bondad que trato de alcanzar tenga alguna recompensa. Y cuando me atrevo a mirar más en el interior de mi alma, reconozco que esa recompensa es Ella. Como si el amor tuviera algo que ver con los méritos personales, como si ser generoso garantizara también el ser amado.
Sé que el único que puede quebrar este círculo vicioso soy yo. Tengo que dejar de esperarla, dejar de buscarla, dejar de creer en el amor. Pero eso se parece tanto a rendirme que no puedo controlar el brutal rechazo que me genera.
A veces, cuando la tristeza y la soledad me abruman demasiado, la imagino a ella siendo feliz en otra parte. Imagino su sonrisa cristalina y sus ojos húmedos de felicidad, y me siento en paz. No feliz, pero sí en paz. Quizás eso sea lo más cercano a ser feliz que pueda estar nunca: simplemente, estar tranquilo.
Estas preocupaciones, estos pensamientos enfermos y retorcidos sólo afectan a quien está aburrido, lo reconozco. Tengo que encontrar algo que llene los espacios vacíos de mi vida, algo que no sea releer “Sobre héroes y tumbas” por enésima vez y después llenar hojas enteras con los pensamientos sombríos que me inspira.
Tengo que encontrar un nuevo sueño. Uno que supere a todos los demás y que no dependa de nadie.
Nemuel Delam
El judío errante