Un atentado que derribó el avión en el que viajaba el presidente el 6 de abril de 1994 desató una ola de masacres que en apenas tres meses dejó más de un millón de muertos. Los antecedentes de la matanza y la dificultosa recuperación del país.
Ruanda tenía 8 millones de habitantes a principios de la década del 90. El 89,9% eran hutus y el 9,8% eran tutsis. El conflicto entre estos dos grupos étnicos llevaba ya varios siglos de historia, aunque no siempre se había resuelto por medio de la violencia.
La colonización europea —primero alemana y luego belga— fue una primera escalada en el enfrentamiento, que se agravó tras la independencia del país en 1962. La Guerra Civil que comenzó en 1990 con la rebelión del Frente Patriótico Ruandés (FPR) contra el régimen hutu de Juvénal Habyarimana fue el preludio del genocidio.
El 6 de abril de 1994, el avión oficial del dictador fue derribado por dos misiles tierra aire cuando se disponía a aterrizar en el aeropuerto de la capital, Kigali. Habyarimana, que venía de discutir en Tanzania un posible acuerdo de paz impulsado por la ONU, murió en el atentado.
Nunca se logró determinar quién efectuó el ataque, pero las consecuencias fueron devastadoras. Al día siguiente comenzó una masacre indiscriminada contra todos los tutsis y contra los hutus moderados. En sólo tres meses, 1.2 millón de personas fueron asesinadas, según las cifras del actual gobierno ruandés.
El genocidio y la guerra civil concluyeron el 4 de julio, con el triunfo del FPR, liderado por Paul Kagame, que nunca más dejó el poder. Un cuarto de siglo después, Ruanda es un país relativamente estable, que viene de un largo período de crecimiento económico, pero todavía se esfuerza por digerir las secuelas de la mayor limpieza étnica en la historia moderna de África.
Los orígenes del odio y de la violencia
Los primeros pobladores de lo que hoy es Ruanda pertenecían a la etnia Twa. Llegaron en el siglo VI y, si bien continúan teniendo presencia, en la actualidad son un grupo muy reducido. Los hutus arribaron en el siglo VII y los tutsis un poco más tarde, entre los siglos VIII y IX.
Hacia fines del 1800, las divisiones entre estas dos comunidades no eran tan tajantes, pero había una diferencia de estatus. Como los tutsis tenían ganado, algo muy valorado en ese momento, empezaron a ser vistos como superiores. Lo curioso es que si un hutu se hacía de ganado podía ser considerado tutsi, lo que evidencia que la distinción era más social que racial, según cuenta la historiadora holandesa Maria van Haperen.
Los dos grupos estaban organizados en clanes y tenían sus propias autoridades, pero había un poder bastante centralizado en la figura del mwami, un monarca que provenía de los tutsis. Cuando las potencias europeas se repartieron el continente africano en la Conferencia de Berlín (1884 — 1885), Ruanda quedó en manos del Imperio Alemán. El canciller Otto von Bismarck eligió una colonización a distancia, y ejerció el dominio apoyándose en los poderes preexistentes. En ese período se acentuó el sometimiento de los hutus, que eran mayoría.
El gran salto en la escalada de odio se dio a partir de 1919, tras la Primera Guerra Mundial. Alemania fue despojada de sus colonias y Ruanda pasó a manos de Bélgica. Las nuevas autoridades impusieron un régimen racista. Hutus y tutsis pasaron a ser concebidos como especies diferentes, a partir de supuestos rasgos físicos, y empezaron a ser identificados en sus documentos como pertenecientes a una u otra etnia. Las diferencias llegaron a niveles nunca antes vistos.
Los belgas sólo les permitían estudiar y acceder a cargos públicos a los tutsis, profundizando la degradación del grupo mayoritario. La muerte del mwami en 1959 gatilló un alzamiento hutu, que terminó con la primera matanza masiva de tutsis. Los colonizadores restablecieron el orden, pero se dieron cuenta de que su presencia era insostenible, así que habilitaron una convocatoria a elecciones. Ganó el Movimiento de Emancipación Hutu.
De un momento a otro, el balance de poder dio un vuelco abrupto. Los hutus desplazaron a los tutsis de los principales puestos de gobierno y cientos de miles huyeron del país, temiendo represalias. En 1963, un año después de que Ruanda se independizara, un intento fallido de derrocar al presidente Grégoire Kayibanda terminó en una segunda ola de ataques contra los tutsis.
“Con la independencia, los hutus tomaron el control del gobierno y comenzaron las masacres genocidas contra los tutsis, muchos de los cuales huyeron a Uganda y a Burundi. Pero estos retuvieron el control militar en Burundi (país con la misma composición étnica) y llevaron a cabo un genocidio en 1972 que mató a 200.000 hutus, incluidos los líderes más educados”, contó a Infobae Gregory H. Stanton, presidente del Observatorio de Genocidios y profesor de la Escuela de Análisis y Resolución de Conflictos de la Universidad George Mason.
Juvénal Habyarimana lideró un golpe militar en 1973 e inauguró una dictadura que duraría 21 años. Lo distintivo es que reprodujo el régimen de segregación racial de los belgas, pero invertido, con los hutus al mando. En 1976 prohibió los matrimonios mixtos.
Los tutsis que estaban radicados en Uganda se organizaron con la esperanza de regresar a su país. En 1987 se fundó el Frente Patriótico Ruandés (FPR), liderado primero por Fred Rwigyema y luego por Paul Kagame. En 1990 dieron el paso: decenas de miles entraron sigilosamente a Ruanda, se unieron con los millones que ya estaban allí y así comenzó la guerra civil. Hacia 1992 ocupaban buena parte de las provincias del norte.
Habyarimana, que estaba cada vez más presionado por sectores extremistas dentro de su propio espacio político —identificados como “Poder Hutu”—, se radicalizó. Creó un temible grupo paramilitar llamado Interahamwe y lanzó una política de criminalización de todo lo que oliera a tutsi.
“El preámbulo del genocidio incluye décadas de odio étnico, que culminaron en una campaña de propaganda masiva a principios de los años 90, perpetrada por extremistas hutu. Los tutsis eran catalogados como una ‘raza de señores arrogantes’, con imágenes viles que los mostraban como hambrientos de poder, engañosos y obsesionados con la dominación total. En transmisiones de radio y en artículos periodísticos llegaron incluso a difundir historias inventadas sobre planes de los tutsis para exterminar a todos los hutus”, dijo Daniel Rothbart, codirector del Programa de Prevención de la Violencia Masiva de la Universidad George Mason, en diálogo con Infobae.
La creciente tensión llamó la atención de la ONU, que decidió intervenir. En 1993 creó la Misión de Asistencia de las Naciones Unidas para Ruanda (Unamir, por sus siglas en inglés) y forzó a ambas partes a alcanzar un acuerdo de paz. A regañadientes, Habyarimana aceptó sentarse en una mesa de negociación con el FPR en Tanzania.
El matadero
El 6 de abril de 1994, Habyarimana regresaba de una nueva ronda de conversaciones en Dar es Salaam. Junto a él estaban Cyprien Ntayamira, presidente de Burundi, y otros altos mandos del gobierno. El encuentro en la capital tanzana no había sido uno más: el dictador había aceptado implementar los Acuerdos de Arusha, que iban a poner fin a la guerra civil.
A las 08.20 pm, el Dassault Falcon 50 dio una vuelta al aeropuerto de Kigali, esperando autorización para aterrizar. Cuando comenzaba el descenso, un misil tierra aire le voló un ala. Segundos más tarde, otro proyectil le destruyó la cola. El avión se prendió fuego y se estrelló. Los 12 ocupantes murieron.
Nadie se atribuyó la autoría del atentado. Las sospechas estuvieron repartidas entre el FPR y los hutus radicalizados. Ambos podían tener razones para oponerse a la paz, pero Stanton apuntó contra los últimos. “Akazu, un grupo que defendía el Poder Hutu, decidió detener la aplicación de los acuerdos de Arusha. Planearon un genocidio y lo iniciaron derribando el avión del presidente Habyarimana”, afirmó.
Ante el deceso del dictador, le correspondía asumir la jefatura de Estado a Agathe Uwilingiyimana, primera ministra desde el año anterior. Lo hizo, pero sólo duró unas horas en el cargo. En la madrugada del 7 de abril, el coronel Théoneste Bagosora, un halcón del supremacismo hutu y referente del Interahamwe, ordenó el asesinato de Uwilingiyimana.
Bagosora desplegó luego tropas del Ejército por toda la capital y bloqueó los accesos. Nadie podía salir ni entrar. Entonces comenzó la carnicería. Soldados, paramilitares y civiles armados empezaron a recorrer las calles de Kigali en busca de tutsis y de hutus moderados. A cada uno que veían lo asesinaban.
Las radios difundían los nombres y las direcciones de los blancos e incentivaban a los ciudadanos a ir a matarlos. Días más tarde, la ciudad se volvió intransitable por el olor nauseabundo que emanaba de los cuerpos apilados.
Lo mismo sucedió en el interior del país en las semanas siguientes. Autoridades municipales coordinaron los ataques con policías, militares y la Interahamwe. Pero todo fue más sangriento, porque en vez de fusiles y pistolas, los genocidas usaban machetes y palos de madera cubiertos con clavos. Iban casa por casa con la intención de que no saliera nadie con vida.
“Estaba en lo de mi tío con cinco primos. Los Interahamwe vinieron diciendo que iban a violar a las niñas. El tío Gashugi les suplicó que no lo hicieran, pero lo mataron con un machete. Salí corriendo por la puerta de atrás. Todas las otras chicas fueron asesinadas. Soy la única de la familia que sobrevivió. A veces me escondía en los desagües con los cadáveres, fingiendo estar muerta yo misma”, contó Béatha Uwazaninka, una sobreviviente citada por Van Haperen en el libro El Holocausto y otros genocidios: una introducción (Amsterdam University Press, 2012).
El 75% de la población tutsi de Ruanda fue exterminada entre abril y junio de 1994. El estado ruandés estima que 1.2 millón de personas fueron asesinadas, en un cálculo que incluye a los cientos de miles que murieron en los campos de refugiados en Congo, a donde habían ido creyendo que allí podían estar a salvo.
“A nivel macro, encontré tres grandes impulsores del genocidio en mis investigaciones. Primero, que tuvo lugar durante una guerra civil por el control del Estado. Segundo, la presencia de una narrativa ideológica que sostenía que, por ser mayoría, los hutus debían gobernar Ruanda. Tercero, un Estado poderoso que tenía la capacidad de movilizar personas en todo el país. A nivel micro, los impulsores más importantes fueron las formas de presión intragrupales, porque hubo una gran movilización cara a cara; el miedo en el contexto de la guerra, la inseguridad y los magnicidios; y el oportunismo de aprovechar el período de violencia para acumular poder y recursos”, explicó Scott Straus, profesor de ciencia política y estudios internacionales en la Universidad de Wisconsin, Madison, consultado por Infobae.
Ruanda después del horror
El FPR se movió ni bien comenzó la masacre. Kagame dio por terminados los diálogos de paz y lideró una serie de ataques selectivos. De a poco, fue capturando ciudades de distinta envergadura, y se fue acercando a Kigali. A su paso, sumaba cada vez más reclutas entre los sobrevivientes, que encontraban en el FPR el único refugio de una muerte segura. En ese período, también se produjeron matanzas indiscriminadas de tutsis contra hutus.
Antes de asaltar la capital, Kagame se aseguró de tenerla rodeada y de cortarle los suministros. Fue un verdadero asedio. De otra manera, no habría podido derrotar a un Ejército que estaba mucho mejor equipado. Roméo Antonius Dallaire, entonces comandante de la Unamir, lo definió como un “maestro de la guerra psicológica”.
La caída de Kigali se consumó el 4 de julio de 1994. Ese lunes terminaron el genocidio y la guerra civil. Hoy es celebrado como el Día de la Liberación. A fin de año, todo el territorio nacional ya estaba en manos del FPR.
“Francia intervino en julio de 1994 y permitió que muchos genocidas escaparan a través de la zona de Operación Turquesa, en el oeste de Ruanda —dijo Stanton—. Sin embargo, el Tribunal Penal Internacional para Ruanda fue autorizado por el Consejo de Seguridad de la ONU en noviembre de 1994 y los principales líderes fueron capturados en los muchos países a los que habían huido. Los condenados fueron 62″.
Kagame, que tomó las riendas del gobierno en ese momento y no las soltó hasta la actualidad, prefirió estar formalmente en un segundo plano al principio. Impulsó como presidente a Pasteur Bizimungu, un hutu que había sido funcionario de Habyarimana pero que luego se había sumado a su movimiento, y él asumió la vicepresidencia. De todos modos, como comandante en jefe del Ejército, todas las decisiones sensibles pasaban por él.
“Además del encarcelamiento de decenas de miles de hutus por su participación en el genocidio, el Gobierno implementó una campaña nacional diseñada para fomentar la reconciliación. Incluía programas educativos que enseñaban la versión gubernamental sobre el genocidio, que mostraba a todos los hutus como perpetradores o simpatizantes de los extremistas durante la masacre, y a todas las víctimas como tutsis. Pero lo cierto es que un pequeño número de hutus intentó rescatar a los tutsis, y muchas víctimas fueron hutus. También se promulgaron leyes que prohíben el uso público de los términos hutu y tutsi. El razonamiento de los funcionarios es que, simplemente, ya no existen. Sin embargo, en las conversaciones privadas se usan estos términos y sigue habiendo importantes tensiones étnicas hasta el día de hoy”, sostuvo Rothbart.
Una crisis interna eyectó a Bizimungu del gobierno en marzo de 2000. Kagame asumió la presidencia de forma interina hasta 2003, cuando fue elegido por amplia mayoría en elecciones muy cuestionadas. Tendría que haber dejado el cargo en 2015, ya que no estaba autorizado a una tercera reelección, pero el 18 de diciembre consiguió el apoyo del 98% de los votantes para hacer una reforma que le permitirá seguir gobernando hasta 2024. Como en muchos países de la región, la democracia en Ruanda es una ficción.
No hay partidos políticos opositores ni periodistas independientes, porque los pocos que había fueron encarcelados o murieron misteriosamente. Pero el país está hoy lejos de los niveles de violencia de hace 25 años.
La economía está bastante ordenada. En 1994 sufrió una caída 41,9% del PIB, pero desde entonces crece sostenidamente, con condiciones razonables para los inversores. La última década promedia un alza de 7,8% anual.
En 2018 inició una intensa campaña para atraer turistas, que incluyó un acuerdo con el Arsenal, uno de los principales equipos de fútbol de la Premier League inglesa. En la manga izquierda de la camiseta hay una leyenda que dice “Visit Rwanda” (“Visita Ruanda”).
“El modelo que prevaleció después del genocidio fue el ejercicio de un fuerte control político en un entorno autoritario, junto con grandes esfuerzos para desarrollar y rediseñar a la sociedad —dijo Straus—. También hubo una política agresiva de justicia, a través de la celebración de tribunales comunitarios, llamados gacaca. Se adjudicaron más de un millón de casos de esta manera. El país ha tenido un muy buen desempeño en indicadores como salud, seguridad, facilidad para hacer negocios y crecimiento, entre otros. Pero ese desarrollo ha ido de la mano de represión y de un fuerte control sobre el espacio político. La gran pregunta es cuánto puede durar este modelo”.
Más allá de los avances, Ruanda sigue siendo un país extremadamente pobre, con enormes dificultades. Tiene un PIB per cápita de apenas 847 dólares y un Índice de Desarrollo Humano bajo, de 0,524, que lo deja en el puesto 158 a nivel mundial. Y si bien el genocidio quedó en el pasado, los conflictos étnicos continúan latentes, y cualquier crisis económica o política podría servir como disparador para un nuevo estallido de violencia.