Es curioso ver cómo los seres humanos –estoy muy tentada de decir aquí que sobre todo los más argentinos de esta asombrosa especie, pero no estoy tan segura de que sea así- normalizamos la vulgaridad, la barbaridad, la falta de respeto, de educación cívica elemental, hasta convertir la indiferencia y la falta cotidiana a las reglas en la medida de todas las cosas.
Día de playa de este verano 2012/2013 que está empeñadísimo en dar sus primeras hurras de un enero tórrido, lisito, limpito en el cielo y no tanto en la tierra. Parecería no ser poco lo que aquí acontece, y en verdad que no lo es: sucede de todo y para todos los gustos. Suceden, además de los calores y los colores, por ejemplo, la llegada de una fragata madre, dotada de una señora libérrima con los pechos ornamentales puestos proa a nuestro puerto, erguidos, orgullosos, que arribó una tarde vencida por el sol y poblada de gritones y gritonas que también llegaron, pero en micro. Se bajaron los gritones y gritonas con sus humanidades embanderadas a desgañitarse frente a esta costa galana, gritando Patria, y Néstor, y Libertad, y Dignidad, y Cristina y otras cosas, como si todo formara parte de un mismo corpus semántico. Como si en el diccionario, cuando se busca en la P de Presidenta, saltaran de repente todos esos sinónimos, urgidos por confundirse unos con otros.
Pero le quiero desplegar aquí otro aspecto de este mundanal estío. Mire que hay algunas imágenes del naufragio moral de este barquito en el que vamos todos, que se pegan más obstinadamente a la piel que la arena, bronceador mediante…
Estoy con los piecitos en el agua, acariciando la costa marítima de este país tan extenso como intenso. A mi alrededor están los que llegaron a estas arenas después de larguísimas horas de viaje con el propósito confeso de descansar al sol -¿descansar en Mar del Plata? Mm, otro tema para revisar-; los locales también, y nos diferenciamos porque cargamos poca cosa al hombro, aunque sí esa pícara indiferencia del que lo tiene todo a la mano cuando se le antoja.
Entre la flora y fauna vespertinas, no faltan a la cita los cultores de lo lúdico a como dé lugar: sí, sí, los que disparan esos medallones chatos de madera entre pies y lonas ajenas, los más neutros de los juegos de mesa y los increíblemente invasores de los entretenimientos con pelota, con paleta o sin ella.
Un papá muy poco papá y un hijo muy hijo juegan despreocupadamente con sus paletas recién estrenadas y una pelota. Entre ellos, claro, pero no logran desentenderse del escenario ni del público, que participa involuntariamente del momento. Inevitablemente, un paletazo poco feliz deriva violentamente la pelota contra el muslo de alguien que pasa. Reacción 1: el golpeado, la víctima, pide disculpas al papá y al nene. Por interrumpirles y fastidiarles el entretenimiento. Reacción 2: el papá reta al nene, por haber golpeado a esta persona.
Veo desarrollarse la escena como en cámara semi suspendida, o como avanza exactamente la peli cuando uno quiere apurarla y saltear partes menos importantes para ir al grano. Algo falta, algo sobra, algo me espanta.
Lo que falta, deduzco a ojo de este cubero, es sentido común. A ver: no se debe jugar a la pelota paleta en la playa porque hay una norma que lo prohíbe. No importa cuántas personas grandes, medianas y pequeñas ignoren la letra de la ley o afecten ignorarla para pasarla mejor, la cosa es así de taxativa: no se puede porque no se debe. No es que no se debe en enero porque hay mucha gente que lo impide. No está permitido. Simple, fácil de entender.
El problema es que no importa que esté prohibido. Y tanto no importa, que tampoco le importa a la víctima, en este caso, el sujeto golpeado por la pelotita repimporoteadora, porque… ¡termina pidiendo disculpas por haber sido golpeado! Somos tan estúpidamente correctos -o pretendemos serlo-, que nos disculpamos si resultamos perjudicados cuando otro no cumple con lo establecido, y encima nos sentimos avergonzados por protagonizar tan incómoda situación.
Lo que sobra, a mi entender, es hipocresía, porque no estamos dispuestos a pagar el precio de decirle a alguien que entendemos que no fue intencional, pero que no se puede jugar a ese juego en la playa. Sí estamos dispuestos a gritar en masa hasta quedarnos sin voz el “que se vayan todos”, incluso algunos por las dudas, sin prueba en contra ni motivos valederos. Sólo por el rótulo y por una memoria emotiva que nunca encuentra culpable con nombre y apellido.
Retomo la anécdota. La persona golpeada sigue su camino, tocándose el muslo pudorosamente, no sea cosa que se le note que le dolió. El nene mira al papá y el papá lo reprende sin pudor ni culpa personal. Recordemos que él es el adulto, de los dos, y que a él, en algún momento previo, le pareció fantástica la idea de golpear la pelotita y, eventualmente, a algún paseante. Pero claro, cómo iba a saber que, en una playa con cientos de personas a las que se les ocurre la peregrina idea de desplazarse por el mismo espacio, la pelotita iba a sentirse tan a su aire como para ir a impactar sobre el cuerpo de alguien. Impensable, por supuesto. Imprevisible. Por eso, por lo irreal de la situación, el reto sigue, y termina quitándole al chico la paleta, la pelota, el juego y el ánimo recreativo. Porque el nene tiene la culpa, él paleteó mal. Y la pelotita… ah, no hay otra más culpable que la pelotita.
Situación 2, que viene a abrevar en el mismo concepto veraniego: en los lugares turísticos, todo está permitido. Y si no me lo permiten, me da lo mismo, porque yo vengo, pago, dejo la plata que tanto me cuesta ganar acá, bla, bla, bla. El relato conocido del “me defeco en todo”. O al menos, pretendo. Señora a la que las cuatro décadas de Arjona le van quedando cortas, con perritos, dos, a los que pasea veleidosamente, entre salpicadas y corriditas de los canes, y su mirada arrobada como si estuviera viendo a sus nietos tocar la Quinta Sinfonía a los cuatro años. En su andar, se cruza con un señor que lleva también su mascota a disfrutar de la libérrima tarde marplatense de solazo, y mates por allí, y sanguchitos gasoleros por allá y algún que otro pañal ocupado por acullá. Los perros se miran. Intensamente. Como si se conocieran, pero no. Igual, para ladrarse y tirarse unos contra otros no hace falta conocerse –metáfora de los humanos si las hay…-. Puro instinto. Los dueños intentan, infructuosamente, calmar a las fierecillas domadas (pero no hoy), que siguen entretenidas en lanzarse bravuconadas y tarascones. Peligrosamente, porque no deja de pasar gente y los perritos no se guardan los dientes. Ya a punto de que alguien reciba unos caninos que no se buscó en los garrones, alguien grita: “¿pero qué hacen estos perros acá?; ¿no es que está prohibido que estén en la playa?”.
Bueno, bueno… alguien que le está prestando atención a algo más que a las estupendas medialunas de la Boston. Efectivamente, don: está prohibido. Pero a los dueños de los animalitos no les interesa si está prohibido o no. Porque si uno, hipotéticamente (porque esta vez no lo hice, pero no es que no lo haya hecho antes, ¿estamos?), se acerca a recordarles, correcta y firmemente, que no se puede traer a las mascotas a la playa porque está prohibido por ordenanza municipal, estará abriendo la puerta a la estupidez más ejercitada: que no tengo dónde dejarlo, por eso lo traje (ups, no es mi problema. Ni el de la ley). Que no hace nada (¡sí hace! Intimida a los grandes, hace llorar a los niños, salpica el barrito de la costa, se sacude el agüita de mar y ensucia gente… y por ahí, muestra de más los dientes, a colegas y humanos). Que yo vengo a descansar y me topo con un amargo al que no le gustan los perros (Error 1: si vino a descansar, descanse, no pasee el perro en la playa. Error 2: está prohibido, así que su descanso, si es que considera descansar pasear al perro, contraviene la ley, es ilegal. Error 3: a mí me encantan los perros, pero no me gustan los dueños desaprensivos. ¡No me gusta usteeedddd!!!!).
En fin.
No nos hacemos cargo de nada. O de lo menos que se pueda. Si pasamos el semáforo en rojo, es que no pudimos frenar el envión: la culpa es del auto o de la falta de sincronización de las luces. Si tiramos basura a la calle, bueno, al fin y al cabo, es que no hay un cesto en varias cuadras a la redonda, llevarlo en la mano o ponerlo en el bolsillo es impensable, y a la noche habrá un recolector con buen corazón y mejor salario que se ocupe. ¿Para qué cumplir la ley, si es tan divertido no hacerlo? Y además, no pasa nada, no hay sanción, ni legal, ni económica, ni el más mínimo reproche social o moral. Nadie que siquiera nos mire feo, y nos haga sentir unos tarados por un minuto. Nos reímos de todo creyendo que así cotizamos en la bolsa de los más pícaros.
Por supuesto que después se nos caen los adjetivos floridos acerca de cómo funcionan algunas cuestiones en los países “serios”, como si los países “serios” hubieran surgido de un Bing Bang distinto. Sin dejar de mencionar que nos mostramos bien comprensivos y serviciales a la hora de cumplir allá lo que nos fastidia tanto cumplir acá. Porque ellos son “serios”, y nosotros no. Eso sí: vamos a los velorios y no nos reímos del quincho del muerto. Claro que no.