Los últimos veinte presupuestos nacionales y provinciales incluyeron previsiones para la realización de las obras que jamás se hicieron y que podrían haber evitado el desastre.
En buen romance, quiere decir que no están las obras ni el dinero que había sido reservado para ellas, y que nadie sabrá jamás en qué fue gastado. Durante décadas, las aguas se llevaron los bienes de miles y miles de ciudadanos argentinos. Pero nunca, como ahora, su furia arrastró también decenas de vidas de compatriotas de todas las edades y condiciones sociales.
Tampoco habíamos observado antes semejante cantidad de miseria humana encarnada en quienes, se supone, son nuestros representantes y gobernantes.
La inmunda imagen de las peleas absurdas, mínimas y miserables en la cara de los que sufren, junto al pase de facturas entre personajes que hubiesen paliado sus culpas con el sólo ejemplo de la solidaridad y la furia de una población (afectada o no) que comienza a dar signos de agotamiento frente a la miseria dirigencial, serán las postales de estos días dolorosos y plagados de vergüenza ajena. Y es que esta podredumbre es, aunque nos pese, la Argentina que hoy vivimos.
Hace ya mucho tiempo que a nuestros dirigentes políticos, sociales y gremiales les importa nada lo que a nosotros nos pase. Acostumbrados a mentir por un corto tiempo, cuando se acerca un proceso electoral y para lograr salirse con la suya, han perdido cualquier atisbo de respeto o temor por la opinión ciudadana. Y hemos sido nosotros, con nuestra capacidad de cambiar humillaciones por unos pocos pesos, quienes los ayudamos a pensar que tienen frente a sí a un pueblo sin coraje, sin inteligencia y sin principios.
Somos esclavos de nuestra propia costumbre de encadenarnos por centavos; de rendir pleitesía por cosas que son nuestros derechos y que, por tanto, nos pertenecen; y de acompañar en delirios casi místicos las andanzas de aquellos a quienes endiosamos hoy para estigmatizarlos mañana como forma de lavar nuestras culpas.
Lo hicimos con Martínez de Hoz cuando, a cambio de dejarnos sin industrias, nos puso en los bolsillos unos pocos dólares baratos que nos permitieron llegar a creer que el “deme dos” era un ejemplo de poderío real. Lo hicimos con Sourruille cuando el Plan Austral volvió a mostrarnos una moneda fuerte que, en realidad, escondía una debilidad endémica que explotó en una hiperinflación del 12.000% anual. Y volvimos a hacerlo con la convertibilidad, que otra vez nos puso “en el mundo” como magnates y nos volvió a revolcar hacia el fondo como a buzos inexpertos.
¿Y no lo hicimos en los primeros años del kirchnerismo, a pesar de los avisos de que íbamos hacia una cuello de botella que hoy ya está entre nosotros y muy pronto nos estallará inevitablemente en la nariz?.
No podemos, entonces, sorprendernos de una dirigencia que tira irresponsablemente de la cuerda convencida de que jamás se cortará. Porque recuerda, además, que aquel “que se vayan todos” del 2001duró unas pocas horas; hasta que nos volvimos a casa convencidos de que “todos” era solamente Fernando de la Rúa.
Hoy lloramos muertos y desenterramos furias. Pero, ¿hasta cuándo? ¿Hasta un nuevo Cromañón? Que seguramente ocurrirá, porque pasado un corto tiempo de la tragedia todos los boliches volvieron a trabajar violando groseramente su factor ocupacional ante la complicidad paga de los funcionarios. ¿O hasta un nuevo Once, de la mano de trenes tan inseguros y destruidos como antes del siniestro que nos conmovió a todos, aunque conociéramos el estado de vías y el parque rodante?
Tal vez, el próximo “enojo” llegue luego de una nueva inundación. ¿O le cabe alguna duda de que las obras necesarias para evitarlas no van a pasar de algunos anuncios, alguna apertura de fantasiosos sobres de licitación y, por supuesto, algún atril anunciando “Desagues para Todos”?
Gobernantes miserables de un país con un porcentaje demasiado alto de ciudadanos miserables. Capaces de olvidar enseguida, de perdonar la impericia y el desinterés. Aunque cause muertes y dolor, como cada uno de estos siniestros que se repiten con tal asiduidad que deberemos convencernos por fin de que Dios no es argentino y que, por tanto, ya no basta con dejar todo en sus manos.
Las obras que debía realizar la Nación no se hicieron. Las que estaban bajo jurisdicción de la Provincia, tampoco. Ni las que le correspondían al gobierno de la CABA. Nadie hizo nada. Y créame, nadie va a hacer nada. Todos y cada uno de nuestros gobernantes saben que están frente a un país engañable, manoseable y despreciable. Y actúan en consecuencia, porque actuar así no genera consecuencias para ellos.
Triste y dolorosa verdad, es cierto. Pero verdad al fin. Y como tal, tenemos que decirla con absoluta claridad, si es que pretendemos que el próximo muerto por inundación, incendio u explosión, por choque de trenes o porque la inseguridad es tan sólo una sensación, no sea uno de nosotros. O lo que es peor, uno de los nuestros.
Hasta que a lo mejor, un día que Dios quiera, no muy lejano, comprendamos que cualquier argentino al que le ocurra algo semejante es también uno de nosotros. Aunque” los otros”, los que nos gobiernan, crean -con bastante razón- que con unos pocos pesos y algo de circo pueden lograr que nos olvidemos de ello. Aunque el agua sucia nos llegue al cuello.