Francisco ha entendido que para atajar la peste de los abusos sexuales de eclesiásticos a menores no bastan paños calientes.
Francisco ha entendido, por fin, que para atajar la peste de los abusos sexuales de eclesiásticos sobre menores no bastan paños calientes, como los de sus predecesores, sino castigos y, sobre todo, una proclamación notoria de que el Vaticano no va a tolerar disculpas piadosas, como la que le ha expuesto la semana pasada el arzobispo de Granada, protagonista del último gran escándalo de pederastia en la Iglesia romana. Los obispos y los superiores de las congregaciones religiosas también deberán pagar si no cuidan de que el comportamiento de los sacerdotes o frailes a su cargo sea el adecuado. Es la intención de esta circular de Francisco. Al hacerla pública, compromete mucho más a sus jerarcas. También los pone en la picota, como si el Papa estuviera mandando un mensaje de transparencia que sus pares en el episcopado no estuvieran atendiendo adecuadamente.
En el pontificado de Juan Pablo II había habido una advertencia parecida, pero tan discreta que no sirvió para nada. El encargado de transmitirla fue el cardenal Ratzinger, más tarde Benedicto XVI. Pero pedía a los obispos discreción y que los expedientes se los enviasen a él mismo, ocupado también en depurar desviaciones doctrinales. Wojtyla, en realidad, pensaba que la ropa sucia debía lavarse en casa y que las informaciones de la prensa eran en su mayoría falsas o solo pretendían desprestigiar al Vaticano. Tan desafortunada posición provocó que Ratzinger acabase alarmado. Se lo dijo a los cardenales en el cónclave donde fue elegido papa. “La suciedad está ahogando nuestro prestigio; hay que poner coto inmediatamente. Pero imperaba entre nosotros la consciencia de que la Iglesia no debía ser la Iglesia del derecho, sino la Iglesia del amor, que no debía castigar”, confesó en 2010 al periodista alemán Peter Seewald.
Benedicto XVI no logró alarmar a sus prelados. A la vista está. En realidad, pensaba también que la prensa no estaba guiada por la voluntad de transmitir la verdad. “Había un goce en desairar a la Iglesia y en desacreditarla. Salta a la vista”, dijo también a Seewald.
Por fin, Francisco toma el toro por los cuernos, como suele decirse, despreocupado por el dichoso qué dirán, tan mal consejero.