“Amar a tu prójimo como a tí mismo es casi como un músculo: necesita ser ejercitado, o entra en la atrofia”. Yehuda Berg.
Los amigos, podría decirse, son un músculo central en nuestro cuerpo amoroso. Son un músculo largo, resistente, vital, elástico, uno de esos que forman la estructura de sustentación de la vida entera.
Desde hace mucho que sé que sin amigos no sabría vivir. No sé si podría, pero no quiero. Y como me resulta tan evidente que no quiero, hago todo lo que está a mi alcance para que sepan, todos los días, todos los momentos, cuánto me importan, cuánto los necesito, cuánto los quiero.
Creo que la amistad es la perfecta métáfora de la vida. A veces es cálida y silenciosa, otras caliente y estentórea. Algunas veces compromete, otras deja hacer, y es en esa libertad en que reconocemos su valor inconmensurable. Con los amigos uno está porque quiere, pero a la vez, surge una obligación que no obliga, una urgencia que no urge, una necesidad que no limita ni lastima. Es una atadura sin nudo, una puerta sin llave, un corsé desajustado, un anillo invisible, una sola taza de té para dos, una vajilla cotidiana que luce de lujo porque al fin y al cabo, el amigo es familia del alma.
Festejar un solo Día del Amigo, parafraseando al genial Mario al otro lado del charquito, me parece injusto con los 364 oportunidades restantes para celebrar la sola existencia de esa existencia que nos hace existir sin máscaras, sin razones, sin excusas, sin atajos ni agachadas. Me apena no tener una palabra para los “no amigos”, que es el universo que queda por fuera de mis amigos, y que el término no resulte agresivo, peyorativo o insultante. ¿Sabe por qué? Porque no quiero insultar a mis amigos llamando amigo a cualquiera que me saluda y me reconoce por la calle, o con quien intercambiamos de tanto en tanto datos intrascendentes del bienestar o el malestar de cada uno. Conocidos, dicen algunos, pero tampoco me parece. Porque en realidad, no conocemos casi a nadie. Ni siquiera a nosotros mismos, por lo tanto sería un alarde de presunción.
A mis amigos no estoy segura de conocerlos; más bien los quiero. Porque sí, porque no lo puedo evitar. No siempre coincidimos, y me alegro por ello, porque me nutren las diferencias. Con ellos tenemos asuntos preposicionales: no es que los quiero a pesar de, sino que los amo con. Con lo que sé y lo que ignoro de ellos, con lo que me dan y lo que me niegan, con lo que están y lo que me faltan. Con. Esa preposición define la amistad, en mi leal saber y querer.
MI músculo de la amistad está entrenado, aceitado, vigoroso. Mañana, como bonus track, levantaré los músculos de mi mano derecha para brindar por todos ellos, los de acá, los de allá, los de antes, los de ahora, los de después. Por la vida, por los amigos, nuestros músculos indispensables.