Dependiendo de la zona, la altura de estos muros varía. En general miden entre 5 y 15 metros, aunque algunos de ellos pueden incluso superar los 20 metros de altura.

El terremoto que ha sacudido en la madrugada de este miércoles la península rusa de Kamchatka, con una magnitud de 8,8 y una profundidad de 20,7 kilómetros, se ha convertido en el octavo más potente registrado a nivel mundial, y el segundo de mayor intensidad en lo que va de siglo XXI, solamente superado por el seísmo de Tohoku (Japón) en 2011, que alcanzó los 9,1 grados.
Esta catástrofe medioambiental fue un duro golpe para la sociedad nipona, como consecuencia de la muerte de más de 20.000 personas. De igual manera, el accidente nuclear provocado por el terremoto y posterior tsunami provocó que más de 27.000 personas tuvieran que ser evacuadas.
Con el recuerdo de este cataclismo aún en la memoria, la posibilidad de la llegada de un tsunami a las costas del país ha puesto sobre aviso a las autoridades. A pesar de que en distintos puntos de la costa japonesa se registraron varias olas de más de un metro, el secretario jefe del gabinete Yoshimasa Hayashi afirmó que no se habían reportado heridos ni daños y que no había irregularidades en ninguna planta nuclear.
Independientemente, la realidad es que el país nipón se encuentra sobradamente preparado ante tsunamis de gran envergadura. En aquel lejano 2011, el maremoto de Tohoku llegó a generar olas de más de 40 metros de altura en algunas áreas, lo que provocó un antes y un después. Por ello, el Ejecutivo del país creó una red de muros capaz de frenar la fuerza del agua.
Conocidos como ‘muros antitsunamis’, estas infraestructuras –hechas principalmente de hormigón armado– fueron diseñadas para proteger la costa y las poblaciones cercanas frente al impacto de tsunamis. Su función principal es reducir la fuerza del agua y evitar que las olas arrasen zonas habitadas. Dependiendo de la zona, la altura de estos muros varía. En general miden entre 5 y 15 metros, aunque algunos de ellos pueden incluso superar los 20 metros de altura.
La obra, cuya inversión superó los 6.800 millones de dólares, se realizó a lo largo de las costas nororientales del país, con una longitud de 430 kilómetros. Tal es la envergadura de esta infraestructura que fue denominada como la «Gran Muralla de Japón».
De igual manera, la megaestructura no fue la única medida protectora del país ante posibles tsunamis en el futuro. En primer lugar, este tipo de ‘protecciones’ suelen están acompañados por sirenas, sensores sísmicos, torres de vigilancia y rutas de evacuación señalizadas, formando parte de una estrategia de defensa más amplia. De la misma forma, otro de los escudos antitsunamis se encuentra en la propia naturaleza. El Ejecutivo nipón implementó medidas como bosques protectores. Para ello, se plantaron millones de árboles justo detrás la gran muralla japonesa con el objetivo de crear barreras naturales que ayuden a absorber la energía de las olas y reducir la erosión.
Esta práctica es de sobra conocida por los expertos. Sin ir más lejos, un estudio publicado en 2020 en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences destacaba cómo la colocación de hileras de colinas verdes estratégicamente dispuestas a lo largo de las costas, en lugar de grandes diques, pueden ayudar a evitar la destrucción provocada los tsunamis.
Sin embargo, la instalación japonesa también generó controversia entre distintos sectores. El colectivo ecologista lleva años reclamando que este tipo de construcciones daña el paisaje marino y la industria pesquera, además de ser una barrera visual para las comunidades costeras.
La realidad innegable es que esta megaconstrucción supone una defensa extra para la sociedad japonesa. Más si tenemos que en cuenta que actualmente existe una probabilidad del 70 % de que un terremoto de magnitud 7 o mayor sacuda la capital nipona en las próximas tres décadas. Las estimaciones de las autoridades apuntan a que si un tsunami azotara Tokio, este no superaría los 2,6 metros, por lo que los muros vigentes podrían pararlo.