Los reportajes de su respetado corresponsal Walter Duranty escondieron los peores momentos del «Holodomor», aquella política del dictador comunista que mató a millones de personas. «Cualquier informe de hambruna en Rusia es una exageración. No hay hambre o muertes por inanicion», aseguraba.
En junio de 2017, « The New York Times» publicó un editorial en el que defendía el referéndum de Cataluña y solicitaba al Gobierno español que permitiera la consulta. Ese mismo año también se posicionó a favor del gesto de ETA cuando anunció su desarme pactado, asegurando en otros editoriales posteriores que la posición del presidente Mariano Rajoy respecto a los crímenes de la banda terrorista reflejaba el miedo que tenía a que la situación política se tornara igual que la catalana. La mayor polémica del diario neoyorquino se produjo en 2012, cuando causó un gran revuelo en España a causa de un reportaje sobre el hambre, el paro y la precariedad del país. El rotativo no se cortó a la hora de utilizar una imagen que no se correspondía con la realidad general, en la que se podía ver a una persona rebuscando en un contenedor, Le dedicaba varios párrafos a ella y, también, a las necesidades de acudir a la basura en busca de comida.
Sin embargo, mucho más polémica y grave fue la cobertura que el periódico hizo de la situación en la URSS en la década de 1930. El episodio fue protagonizado por su prestigioso corresponsal en Rusia, Walter Duranty (1884–1957), ganador incluso de un premio Pullitzer, que no podía (o no quería) ver que las decisiones de Stalin estaban costándole la vida a millones de personas inocentes. ¿Qué le ocurrió para ocultar a los estadounidenses uno de los periodos más oscuros y sangrientos de la historia, cuando el resto de cabeceras del mundo sí que daban cuenta de ello? ¿Por qué renunció a la verdad? «Cualquier informe de hambruna en Rusia es hoy una exageración o una propaganda maligna. No hay hambre o muertes por inanicion», llegó a escribir poco después de recibir el famoso galardón. Un incomprensible enfoque que mantuvo incluso en el momento que comenzó el « Holodomor», aquel periodo comprendido entre 1932 y 1933, en el que Stalin provocó la muerte de más de siete millones de inocentes.
Poco antes, cuando le vio la orejas al lobo a las nuevas políticas bolcheviques en 1921, Duranty sí que informó de ello en un artículo publicado bajo el siguiente titular: « El hambre está empujando a Rusia hacía la revuelta. Miles de víctimas huyen a las ciudades». En el texto podía leerse: «Las últimas noticias han revelado una imagen espantosa de la hambruna y la desesperación que hay en el interior del país. Se estima que 20 millones de personas están condenadas a muerte a consecuencia de ello, aunque algunos informes elevan la cifra hasta los 35 o 40 millones».
El corresponsal del « New York Times» se acababa de trasladar a Moscú para cubrir el nacimiento de la Unión Soviética, tan solo cinco meses antes de que Lenín se hiciera con el poder. Llegaba con el respeto y la credibilidad intactas tras cubrir la Primera Guerra Mundial en su primer destino como reportero del periódico más influyente del planeta. Un prestigio que fue en aumento con sus crónicas durante los primeros seis años de vida de la URSS, hasta que Stalin aplicó su primer plan quinquenal (1928-1932). El objetivo: imponer sobre el campesinado la completa colectivización de sus tierras. Fueron precisamente los artículos publicados sobre las excelencias de esta transformación radical de las estructuras económicas y sociales de las repúblicas socialistas —en 1930, más del 90% de las tierras agrícolas ya estaban colectivizadas y los hogares rurales convertidos en granjas comunales— lo que le valió a Duranty el Pulitzer en 1931.
«Las ferocidades bolcheviques»
No cabe duda de que la postura adoptada después por Duranty, convertido en uno de los periodistas más influyentes de su tiempo, y cuyas crónicas eran publicadas también en España, fue enormemente útil para el régimen soviético. Una herramienta perfecta para mejorar su imagen en el exterior, atendiendo a las preocupaciones del propio Stalin. Numerosos fueron los casos de pueblos y granjas colectivas montadas como teatros, incluso con actores, para engañar por completo a ilustres visitantes extranjeros. Es el caso del primer ministro francés, Edouard Herriot, del arzobispo de Canterbury y del mismo Bernard Shaw, el famoso y polémico dramaturgo irlandés que visitó la URSS durante una de sus peores hambrunas y decidió descartarla con un comentario de lo más frívolo: «¡Nunca he comido tan bien como durante mi viaje a Rusia».
No hizo falta con el reportero del «New York Times». Stalin supo ganárselo con el tiempo, haciendo todo lo posible para garantizar que tuviera una calidad de vida muy alta en Moscú y perdiera el interés por contar la tragedia que vivía el resto de la población. Le proporcionaron una vivienda enorme y un lujoso automóvil con chófer para que paseara a su amante rusa. Le concedieron el mejor acceso a la información del Estado (la que interesaba difundir) y pudo entrevistar a Stalin hasta en dos ocasiones. Un privilegio que no estaba al alcance de nadie. La última de ellas, en diciembre de 1933, fue recogida en España por el diario « La Nación», sin que en ella se atisbara la más mínima crítica al gobierno bolchevique ni rastro de sus atrocidades.
La cobertura que hizo Duranty sobre aquella gigantesca carestía, primero, y sobre el periodo conocido como el «Gran Terror», después, convirtió a la Unión Soviética en un país idílico en las páginas del diario más influyente de la democracia más poderosa del mundo. Los supuestos reportajes de investigación del «New York Times» no se distinguían en nada de los publicados por los serviles periódicos comunistas, ya fueran estos occidentales o soviéticos. Y aunque él mismo Duranty había afirmado en alguna ocasión que «el periodismo trataba de encontrar una buena historia y contarla de la manera mejor posible», parecía que allí ya no las veía. No había denuncias que comprobar. El corresponsal había decidido apostar por Stalin, del que fue muchas veces huésped, y no le quedó más remedio que ignorar sus crímenes para conservar su reputación. Vio solo lo que quería ver, sucumbiendo a las tesis socialistas más que a lo que ocurría delante de sus ojos.
El holocausto, en ABC
Es imposible que no tuviera ningún tipo de información sobre aquel exterminio, incluso viviendo en su burbuja de cristal. En primer lugar, porque hasta ABC pudo contarlo desde España incluso a sabiendas de que el régimen ruso gozaba de las simpatías del gobierno de la Segunda República. En 1933, por ejemplo, este periódico publicó en exclusiva una carta de la hija de Tolstoi criticando las atrocidades de Stalin: «Desde hace quince años el pueblo ruso padece esclavitud, hambre y frío. El Gobierno bolchevique sigue oprimiéndole y le arrebata su trigo y otros productos que envía al extranjero porque necesita dinero. Lo hace no sólo para comprar maquinaria, sino para hacer la propaganda comunista en el mundo entero. Y si los campesinos protestan y ocultan trigo para sus familias hambrientas, se les fusila», decía la misiva.
Y en segundo lugar, porque otros corresponsales que hicieron el mismo viaje que Duranty a Ucrania en marzo de 1933, sí que se atrevieron a contarlo. Es el caso del periodista del «Manchester Guardian» y el «New York Evening Post», Gareth Jones, que quiso informar sobre lo que otros callaban, mientras el corresponsal del «New York Times» no tenía el más mínimo pudor en anunciar alegremente a sus lectores que había visto lo suficiente como para afirmar categóricamente que los rumores sobre el hambre eran ridículos. «He caminado a través de pueblos y granjas colectivas. Por todos lados oí el mismo grito: “No hay pan. Nos estamos muriendo”», describia Jones, antes de explicar que los comunistas negaban esta situación o echaban la culpa de la falta alimentos a los campesinos.
Duranty no tardó mucho tiempo en publicar otros artículos en los que calificaba la historia de «exagerada y de propaganda malintencionada». Como consecuencia de ello, Jones fue expulsado de Rusia y se fue a explorar el Extremo Oriente, mientras su oponente siguió con su tarea de desinformación. En septiembre de 1933 fue el primer corresponsal en visitar el norte del Cáucaso, afectado también por aquella terrible epidemia: «El uso de la palabra “hambruna” en relación con esta zona es un verdadero absurdo. Las historias que circulan en Berlín, Riga, Viena y otras ciudades acerca de las supuestas hambrunas son un intento de última hora de elementos hostiles a la Unión Soviética para impedir su reconocimiento por parte de Estados Unidos», insistía. El periodista obviaba el hecho de que Stalin hubiera ordenado un año antes incrementar la produccion de las granjas colectivas de Ucrania para disponer de más grano que exportar y dejar sin nada a la población. Ni el hecho de que, además, hubiera bloqueado las fronteras para que no le llegase a esta comida del exterior. La consecuencia «inventada por el enemigo» de estas políticas fueron 25.000 muertos al día, sobre todo niños.
Y cuando tres años más tarde comenzó la « Gran Purga» en la que cerca de 700.000 exmiembros del Partido Comunista fueron ejecutados, dispensó a los estadounidenses otra afirmación igualmente categórica: es impensable que Stalin, junto al comisario del Pueblo de Defensa, Kliment Voroshílov, el mariscal Semión Budionni y el Tribunal Militar hayan podido condenar a muerte a sus amigos sin pruebas abrumadoras de su culpabilidad.
Retirar el Pulitzer
En junio de 2003, 80 años después, ABC informaba de que la organización del premio Pulitzer estaba examinando una demanda del Comité del Congreso Ucraniano de Estados Unidos (UCCA, por sus siglas en inglés) para retirar el galardón a Duranty. Consideraban que todos sus reportajes de la Unión Soviética eran enaltecedores de la figura de Stalin y le criticaban porque hubiera negado la gran hambruna que acabó con millones de ucranianos. «Cuando recibimos quejas las estudiamos seriamente», advertía Sig Gissler, administrador de los premios y profesor de periodismo en la Universidad de Columbia. La cuestión, añadió, ya «fue revisada de manera extensa en 1990 por la organización» y decidieron «no retirárselo porque fue concedido en una era diferente y bajo circunstancias diferentes».
El «New York Times», por su parte, ya había dejado claro muchos años atrás que las crónicas enviadas por Walter Duranty desde Moscú durante los años 30 «son una muestra del peor periodismo publicado por este diario». Aunque también puntualizó que, igualmente, «el premio le fue concedido por un grupo específico de historias de 1931» sobre el plan económico quinquenal y «no sobre el hambre que azotó a Ucrania con fuerza en 1932 o 1933».
Como se preguntaba el intelectual francés Jean François Revel en su libro « El conocimiento inútil» (Planeta, 1989): «Imaginad que un periodista europeo, encontrándose en Estados Unidos hacia 1860, hubiera escrito en su periódico que, después de haberse desplazado al lugar de los hechos, “los rumores de guerra civil son ridículos” y es “impensable” que se esté disparando un solo tiro en toda la extensión del territorio de la Unión. ¿Qué idea se haría del nivel del periodismo del siglo XIX un historiador norteamericano que leyera hoy el “reportaje” de Duranty».