En el pasado la variedad de alimentos para la mayoría era menor. Una fuente principal fueron ingredientes asequibles como los frutos secos, los hayucos, las bellotas o las setas. Una lista que ha evolucionado.
Si analizamos detenidamente la dieta actual del español medio, resulta casi imposible eludir la presencia de grasas, azúcares, aditivos o productos procesados. Una serie de complementos que derivan en trastornos como la obesidad, la diabetes tipo 2, el colesterol o las enfermedades cardiovasculares. Incluso en una época donde la comida sana y equilibrada se mantiene imbatible entre las tendencias del momento, los establecimientos de comida rápida no han dejado de crecer en los últimos años, generando un gasto de 2.769 millones de euros solo en nuestro país.
Si echamos la vista atrás, es inevitable que nos preguntemos: ¿comemos ahora peor que en el pasado? La respuesta no podría ser más subjetiva. Por ejemplo, en la década de 1970, “los cereales para el desayuno eran muy azucarados o con un escaso valor nutricional. Hoy en día, hay más cereales con un alto contenido en fibra, e incluso los más dulces han limitado el contenido de sal y azúcar. Luego tenemos el pan, que era aún peor que en los días de Orwell. El pan blanco ‘de plástico’, en rebanadas, causaba furor, y en la mayoría de los hogares no habían oído hablar del pan integral”, explica el filósofo Julian Baggini en su libro ‘La queja’.
“El zumo de naranja exprimido por la mañana se consideraba un lujo. […] Incluso la eterna favorita, la patata, fue despachada sin contemplaciones cuando el puré de patatas instantáneo alcanzó la cima de su popularidad”, añade. Ante este flashback improvisado, ¿cómo ha evolucionado la alimentación con el paso de los años?
Así comían nuestros antepasados
Si nos remontamos a la Prehistoria, el hombre seguía una dieta limitada a base plantas, hojas, pequeñas semillas, tubérculos, frutos silvestres y, más tarde, la carne de aquellos animales salvajes que habitaban a su alrededor. Unos ingredientes que se mantuvieron hasta una Edad Media europea donde las clases sociales determinaban el tipo de alimentación a la que tenía acceso el comensal. Aunque ahora sirve únicamente como suplemento, el pan representó durante siglos el 70% de la ración diaria de una persona. El resto de comidas se preparaban exclusivamente para acompañar al pan. Un puesto que los potajes tradicionales cumplían a la perfección y donde la adafina, un cocido de garbanzos elaborado con carne de cordero, acaparaba todo el protagonismo.
El lugar que tiene el agua como bebida predilecta a la hora de la comida, lo ocupaban entonces la cerveza, el vino o la sidra, ahora relegados a momentos de ocio y celebración. ¿El motivo? El agua no sufría ningún proceso de depuración o potabilización, por lo que únicamente servía para transmitir enfermedades. Una situación parecida a la de la leche. En cambio, la cerveza gozaba de una gran acogida, superando los seis litros diarios por persona en algunos puntos del globo. El vino, por su parte, incluía extraños condimentos como la miel, el azúcar, el jengibre, la nuez moscada o el cardamomo.
En cuanto a la carne, era un manjar reservado para las clases pudientes, quienes se encargaban personalmente de cazar toda clase de especies. Desde cisnes y patos salvajes hasta cigüeñas. Los más pobres tenían que conformarse con las patas, las orejas o las vísceras de los cerdos. Por otro lado, el pescado en salazón era la variedad más popular, aunque los españoles estaban mucho más abiertos al consumo de moluscos como las ostras o los mejillones.
Entre las verduras más recurrentes estaban las cebollas, el ajo, la remolacha o la zanahoria, aunque la versión naranja que todos conocemos no llegó a Europa hasta mediados del siglo XVII. Eran consideradas alimentos de segunda, pero también un ingrediente mucho más asequible y versátil que el resto. La fruta se utilizaba principalmente como edulcorante, pues el azúcar y la miel eran demasiado caros para el ciudadano de a pie; siendo el limón, la naranja amarga, el membrillo o las uvas las variedades más solicitadas. Pero ¿qué ocurre con todo aquello que desapareció por el camino?
Ingredientes y costumbres muy distintas
Uno de los hábitos más extendidos, ahora considerado un error inconcebible, era hacer únicamente dos comidas al día: un almuerzo fuerte al mediodía y una merienda más ligera para cerrar la jornada. Se creía que los banquetes nocturnos incitaban al pecado a través del juego, las relaciones sexuales o la violencia.
Tampoco existían, o al menos no se utilizaban, enseres tan extendidos en el presente como el tenedor, las servilletas o el cuchillo. De hecho, los comensales debían traer este último de su propia casa. En cuanto a las copas, lo normal era que se compartieran entre varias personas, siendo un signo de elegancia y buena etiqueta.
El peso, el tamaño y el precio del pan estaban duramente establecidos para evitar el engaño y la picardía. Aquellos que se atrevían a timar a sus clientes sufrían un terrible castigo: eran arrastrados por la ciudad con una pieza de pan adulterado colgado del cuello.
La carne de castor era considerada una auténtica delicatessen y entraba dentro de las variedades más populares, ya que es un animal que pasa gran parte del día en el agua. Otros animales que ya no forman parte de nuestra dieta son los erizos de tierra, las ballenas, las alondras o las ardillas.
Como bien es sabido, algunos de los alimentos más comunes en las cocinas españolas no existían en la época medieval. No fue hasta el descubrimiento de América que la patata, el cacao, los tomates, los pimientos, las fresas, el maíz o las judías verdes llegaron a España. Eso sí, no sin antes pasar por un largo proceso de adopción.