Un millón de brasileños han participado en una de estas ejecuciones colectivas, exitosa o no, en los últimos 60 años. Muchos las consideran una expresión de justicia popular, otros tratan de combatirlas.
Un intento de robo de una bicicleta y un macabro castigo: un tatuaje en la frente que reza “Soy un ladrón y un vacilón”. Es lo que le ocurrió este mes a un adolescente brasileño en São Bernardo do Campo, en el Estado de São Paulo. El autor de este disparate es Maycon Wesley Carvalho, de 27 años y tatuador profesional.
Maycon grabó todo el proceso con su móvil en el cuarto de una pensión que alquiló específicamente para llevar a cabo su venganza. Su vecino Ronildo Moreira de Araújo, de 29 años, le ayudó en su hazaña. Después difundieron el vídeo en el WhatsApp, que enseguida se viralizó. En el vídeo se puede observar que el joven de 17 años, que estaba desaparecido desde el 31 de mayo y consume drogas de forma regular, según reconoce su familia, no reacciona a las provocaciones y admite ser un ladrón con la voz entrecortada.
Maycon y Ronildo han sido arrestados después de cometer el delito. Están acusados de tortura. “Someter a alguien a un intenso sufrimiento físico y psicológico equivale a tortura. Si el adolescente estaba intentando robar, ellos deberían llamar a la Policía y no torturar”, ha declarado después de su detención el abogado Ariel de Castro Alves, coordinador de la Comisión del Niño y del Adolescente del Consejo Estatal de los Derechos de la Persona Humana de São Paulo.
El singular castigo de este ladrón de bicicletas no es una excepción en Brasil, donde frente al aumento de la criminalidad se multiplican los casos de justicieros que deciden suplantar a los policías y hacer justicia con sus propias manos. En su libro ‘Linchamientos – La justicia popular en Brasil’, el sociólogo José de Souza Martins ofrece unos datos espeluznantes.
Entre 1945 y 1998 en Brasil hubo 2.579 intentos de linchamiento. Solo 1.150 personas, es decir, el 44,6%, pudieron ser salvadas. Otras 1.221, equivalentes al 47,3%, fueron víctimas de la furia popular, siendo golpeadas o agredidas con palos, pedradas, patadas y puñetazos. Hubo casos extremos de extracción de ojos, extirpación de las orejas e incluso castración. Además, 782 personas (el 64%) fueron asesinados y 439 (el 36%) heridas, según muestra este estudio, que representa una de las pocas fuentes existentes sobre este fenómeno. Las estadísticas criminales en Brasil no registran los linchamientos. Solo son contabilizados los crímenes como lesión corporal u homicidio.
“Bandido bueno, bandido muerto”
“En los últimos 60 años, un millón de brasileños participaron en linchamientos”, estima en su libro Souza Martins, que investiga desde hace más de 20 años este asunto. Los linchamientos son una práctica común en muchos países del mundo y de América Latina. Sin embargo, según este sociólogo, su frecuencia en Brasil es mucho mayor. “Tenemos una media de un linchamiento por día. Se tiende a resolver todo con el linchamiento. En EEUU, el país que históricamente más linchó en el mundo, fue la respuesta de la sociedad civil que hizo que esta práctica parase. En Brasil lo que está aconteciendo es que las personas acaban llamando a la Policía. En el 90% de los casos de linchamiento, la Policía salvó a la víctima”, explica Souza Martins.
Las asesinatos cometidos por muchedumbres era algo común en la antigüedad. Los libros de historia documentan un sinfín de relatos de apedreamientos de pecadores o quema de brujas, por ejemplo. El origen de la palabra linchamiento es atribuido a Charles Lynch, un granjero del Estado de Virginia (EE UU), famoso por las puniciones que infligía a los criminales durante la Guerra de Independencia de 1782. Lynch, que era juez, presidía una especie de tribunal irregular para mantener el orden en aquel período turbulento de la historia estadounidense.
La versión 2.0 de los linchamientos contemporáneos pasa por colgar vídeos en YouTube, lo que viene a ser una especie de segundo linchamiento mediático que parece no tener fin. Los casos de linchamiento sueles acontecer en toda la geografía brasileña, habitualmente en los barrios más pobres de las ciudades. El detonante suele ser algo muy recurrente como son los crímenes más comunes en las estadísticas nacionales, es decir, robos, violaciones, homicidios, atropellos, y agresiones a mujeres y a niños.
En muchos casos, los justicieros actúan impunemente, bajo del lema “Bandido bueno es un bandido muerto”. Su conducta es registrada por la prensa local o por las redes sociales, pero no siempre es seguida por una detención o una condena, como en el caso del tatuador de São Bernardo do Campo. Uno de los casos más mediáticos ocurrió en Río de Janeiro en 2014, cuando un joven fue encadenado desnudo a un poste de la luz en el Aterro de Flamenco, el parque urbano más famoso de la Cidade Maravilhosa, y agredido por 15 justicieros.
Otro caso que horrorizó Brasil ocurrió en 2015 en los suburbios de São Luís, la capital del Estado de Maranhão, en el nordeste del país. Cleidenilson da Silva, de 29 años, fue apaleado hasta la muerte por un grupo de vecinos después de un asalto frustrado en un bar. La imagen de Cleidenilson, de rodillas, amarrado a un poste de iluminación y golpeado sin piedad por una multitud enfurecida, dio la vuelta al mundo.
La sociedad, dividida al respecto
Frente a la proliferación de imágenes de linchamientos en la televisión y en las redes sociales, un colectivo artístico llamado Garapa resolvió hacer un fotolibro con base documental, usando fotogramas de los vídeos colgados en YouTube y los comentarios llenos de odio de los que apoyan este tipo de práctica. ‘Postales para Carlos Linch’ recupera en su título el origen histórico de los linchamientos, pero va mucho más allá. “Es un trabajo sobre cómo nos relacionamos con la imagen de la violencia y cómo producimos, diseminamos y consumimos estas ‘imágenes atroces’, citando las palabras de Susan Sontag. La pregunta que nos hacíamos era cuánto deberíamos mostrar o esconder la atrocidad, y fue a partir de esta pregunta que realizamos el libro” explica a El Confidencial Paulo Fehlauer, miembro del colectivo Garapa.
Esta reflexión sobre la circulación y el consumo de imágenes de violencia está en línea con las investigaciones del Núcleo de Estudios de la Violencia (NEV) de la Universidad de São Paulo (USP). Para la socióloga Ariadne Natal, investigadora de este grupo, algunos sectores de los medios brasileños tienen un papel destacado en la perpetuación de estas conductas. “Este tipo de prensa tiene un papel significativo en rechazar los derechos humanos y propagar la idea de que respectar los derechos de los sospechosos y criminales equivale a estimular el crecimiento de la violencia y de la criminalidad. No son raros los casos en que los presentadores de la tele defienden la pena de muerte, la tortura de presos, la justicia por sus propias manos y el exterminio de sospechosos”, señala Natal.
Cabe destacar que, además de la cólera popular, en Brasil hay otros grupos organizados que se ocupan de aplicar su justicia particular de forma independiente. Por un lado están las Milicias, unas organizaciones paramilitares compuestas por ciudadanos comunes o expolicías armados, que se unen para combatir el crimen de una forma paralela al camino ortodoxo. Actúan principalmente en las favelas de la zona oeste Río de Janeiro y bajo el pretexto de combatir el narcotráfico, desempeñan actividades ilegales como el robo y comercialización de energía eléctrica y de líneas de Internet, servicios de seguridad o extorsión de los comerciantes locales al más puro estilo de la Camorra napolitana.
También hay que citar los ‘tribunales’ del narcotráfico, que tradicionalmente mantienen el orden en las favelas que controlan a punta de fusil. Los castigos van desde tiros en partes concretas del cuerpo o amputaciones, hasta asesinatos crueles con métodos como el microondas, que consiste en quemar viva a una persona amarrada a una pira de neumáticos ardiendo.
En el caso del adolescente tatuado a la fuerza este mes, puede haber una solución que le devuelva un poco de dignidad. El colectivo Afroguerrilla ha lanzado una campaña de crowdfunding para recaudar fondos y costear un tratamiento con láser que permita cancelar el tatuaje de la frente del joven acusado de robo. Eso sí, el ideador de esta inusitada campaña de solidaridad ha pedido que no se divulgue su nombre porque ha recibido mensajes de odio y amenazas. Según él, muchos tatuadores están ligados a los grupos de skinheads de São Paulo.