Quién impulsa las transformaciones históricas? ¿Acaso, como pensaba Friedrich Hegel un par de siglos atrás, los hombres son simples marionetas de las que se vale la Historia en su devenir? ¿O como afirmó mucho más tarde Norberto Bobbio en su célebre El futuro de la democracia, el flujo de poder circula en dos direcciones inversas?
Por Diana Cohen Agrest
Según el pensador italiano, o sigue una dirección descendente, tal como es ejercido por la burocracia, o bien el flujo de poder es ascendente, en cuyo caso la praxis política se ejerce en nombre del ciudadano. El divorcio entre la sociedad y la Justicia -entendida ésta en sentido amplio, es decir, los jueces, el Ministerio Público Fiscal, el Ministerio Público de la Defensa- se explica en parte por la resistencia a reconocer la primacía de esa segunda forma de circulación del poder.
Un reciente estudio de Management & Fit señala que el 77% de los encuestados desconfía de nuestro sistema judicial. Las razones por las cuales la Justicia es la institución de la Argentina con mayor descrédito son tan evidentes que parece una obviedad su mención: desde la AMIA hasta el caso Maldonado, desde los miles de asesinados hasta la toma de escuelas.
Lo cierto es que las entidades tradicionales del sistema penal hoy resultan ser una suerte de elefantes blancos. O, mejor dicho, elefantes en un bazar que tropiezan todo el tiempo con el sentido común. Pero este proceder no les resulta gratuito. Porque la sociedad civil, comunicada y fortalecida por las redes, ni siquiera depende de los medios tradicionales para denunciar las fallas estructurales de una Justicia retardataria y disléxica que se niega a reconocer las necesidades reales.
Bobbio es muy claro en este punto cuando afirma que el proceso de democratización consiste en “el paso de la democracia política en sentido estricto a la democracia social, o sea, en la extensión del poder ascendente, que hasta ahora había ocupado casi exclusivamente el campo de la gran sociedad política (y de las pequeñas, minúsculas, con frecuencia políticamente irrelevantes, asociaciones voluntarias), al campo de la sociedad civil” (léase hoy, el surgimiento de una especie de democracia directa en donde el ágora es sustituida por la plaza virtual).
Nuestra Justicia persiste atravesada por un problema estructural, porque nunca terminó de pensarse de cara a su función esencial: solucionar conflictos. Disfuncional, se consagró a tejer estrategias políticas. Este híbrido que es hoy nuestra (in)Justicia tiene sus dos rostros: una hermana pobre, que es la Justicia penal que lidia con el delito común, aquel que atenta contra la vida y la seguridad de las personas. Y otra hermana rica -que también es la Justicia penal-, pero que lidia con la corrupción, con las “grandes causas” en cuyo campo de juego las grandes ligas dirimen la distribución del poder.
Esas grandes ligas se venden al mejor postor. Su oferta son los jueces amigos del gobierno de turno que les aseguran la impunidad durante el tiempo necesario con la intención de que, quien les ha conferido el poder, se mantenga en el mismo. Dado que las causas se prolongan indefinidamente, a los funcionarios se les dicta falta de mérito. O son sobreseídos. O son absueltos antes de que abandonen el poder. El olvido es hijo del tiempo. Y la sociedad civil suele olvidar porque a menudo piensa que “lo público” no es de nadie. Pero es de todos.
El divorcio entre la ciudadanía y la Justicia avanza en el día a día: la pérdida de credibilidad del tercer poder crece cuando ésta insiste en cambiar los hechos. Por poner apenas un ejemplo, adviértase que más de un tribunal intentó eliminar el instituto de la reincidencia, escudándose en que “nadie puede ser castigado dos veces por el mismo delito”.
Pero la lógica del ciudadano común es tozuda, y razona en que si alguien roba dos veces o mata a dos personas, no es el mismo hecho. Y así como si yo no pago la luz dos meses seguidos, me obligan a pagar los punitorios por los dos meses adeudados, análogamente si un delincuente roba o mata dos veces, el ciudadano raso cree que debe “pagar” doble. De testarudo, nomás. O porque por más que se fuerce judicialmente travestir los hechos, los hechos preceden al derecho. Y el derecho no se puede desentender de la realidad, de lo que es. Los hechos, perseverantes, se imponen.
El derecho sólo es útil socialmente si está involucrado con la moral colectiva. Esta crisis estructural se explica, en parte, por el positivismo jurídico que orienta las decisiones de los jueces. Por poner otro ejemplo, cuando se produce un homicidio, no se viola meramente una norma, tal como afirma el positivismo. Se arranca una vida, con su historia y sus proyectos. De allí la necesidad de regresar al realismo jurídico, en cuyo marco imperan el sentido común y los valores sostenidos por la comunidad. En vistas a este fin, la tecnocracia judicial debe respetar el compromiso democrático con el sistema de creencias vigente que anhela un orden institucional al servicio de la sociedad.
La urgencia de nuestro tiempo nos exige una forma diferente de ejercer la política, construyendo un nuevo paradigma con dos vertientes: por un lado, una que combata la impunidad, tanto de las “grandes causas” como de las “menores” a las que nos someten aquellos que viven al margen de la ley. Y por el otro, encarar un desafío colectivo que exija el rediseño del funcionamiento de la Justicia, dotándola de jueces, fiscales y defensores capaces de reconciliar la ley con lo justo, lo legal con lo legítimo.