El estío de 1816 fue un prolongado invierno que dejó tras de sí nieves y cosechas arruinadas. Mejor no olvidar el episodio.
Qué sucede cuando un gran volcán estalla en una erupción catastrófica? ¿Cómo repercute en el clima mundial? El famoso “año sin verano” de 1816 nos da material para la reflexión.
El 5 y el 10 de abril de 1815, el monte Tambora, un volcán situado en Sumbawa, en el archipiélago indonesio, entró repentinamente en erupción. El estallido arrojó inmensas nubes de polvo y cenizas a la atmósfera. Más de 12.000 personas murieron en las primeras 24 horas, sobre todo por la lluvia de ceniza y las coladas piroclásticas. Otras 75.000 personas murieron de hambre y enfermedad después de la mayor erupción en más de 2.000 años. Millones de toneladas de cenizas volcánicas y 55 millones de toneladas de dióxido de azufre se elevaron a más de 32 kilómetros en la atmósfera. Las fuertes corrientes de viento arrastraron hacia el oeste las nubes de gotas en dispersión, de forma que dieron la vuelta a la tierra en dos semanas. Dos meses más tarde estaban en el Polo Norte y el Polo Sur. Las finísimas partículas de azufre permanecieron suspendidas en el aire durante años. En el verano de 1815-1816, un velo casi invisible de cenizas cubría el planeta. El manto traslúcido reflejó la luz del sol, enfrió las temperaturas y causó estragos climáticos en todo el mundo. Así nació el tristemente famoso “año sin verano”: 1816.
La plena repercusión del enfriamiento de todo el planeta derivado del cataclismo del Tambora no se notó hasta un año después. La nube de gotas en dispersión en la estratosfera redujo la cantidad de energía solar que llegaba a la tierra. El aire, la tierra y después los océanos bajaron de temperatura. Los anillos de crecimiento de los robles europeos nos dicen que 1816 fue el segundo año más frío en el hemisferio norte desde 1400. A medida que se extendía, durante el verano y el otoño de 1815, la nube engendró espectaculares atardeceres rojos, morados y naranjas en Londres. El cielo “exhibía fuego en algunos sitios”. En la primavera de 1816 seguía habiendo nieve en el noreste de Estados Unidos y en Canadá, y el frío llegó hasta Tennessee. El tiempo helador duró hasta el mes de junio, hasta el punto de que en Nuevo Hampshire fue prácticamente imposible arar la tierra. Todavía en ese mes, un aire frío e impropio de la estación soplaba hacia el sur, hasta las Carolinas. El 6 de junio cayó una tremenda tormenta sobre Quebec. Las aves murieron congeladas en las calles dos semanas antes del solsticio de verano. En Maine, las cosechas se marchitaron en los campos por “una helada muy severa”. Rebaños enteros de ovejas perecieron de frío. En una época en la que todavía no existía una ciencia meteorológica seria, los devotos dijeron que las tormentas llevaban “la misma letra de Dios” y eran un símbolo de la ira divina.
Europa también tiritó durante aquella primavera húmeda y más fría de lo normal. Hubo disturbios en Francia por el elevado precio del pan. Mary Wollstonecraft Godwin, la amante del poeta inglés Percy Bysshe Shelley, viajó en primavera a través de los montes Jura hacia el sur, a Ginebra. El viaje en coche de caballos fue terriblemente frío, con “grandes copos de nieve, espesos y veloces”. Mary y su amante se instalaron en una villa solitaria en la orilla sur del lago de Ginebra, donde recibieron al joven poeta Lord Byron. Su estancia fue deprimente. Hubo algunos días preciosos, pero la mayor parte del tiempo llovió. “Los truenos estallaban de forma aterradora sobre nuestras cabezas”, anotó Mary. Las temperaturas en toda Europa occidental estaban muy por debajo de la media, soplaban fuertes vientos y llovía.
Las tensiones entre los residentes en la casa fueron en aumento, mitigadas solo por los paseos en barca alrededor del lago en las ocasiones en que hacía buena tarde. Se reunían en la villa alquilada por Byron y discutían “la naturaleza del principio vital”. Luego se apiñaban en torno a un fuego y contaban historias de fantasmas. Algunas de las historias llenaban al grupo de “un alegre deseo de imitación”. Byron y los Shelley acordaron escribir cada uno un relato “basado en alguna experiencia sobrenatural”. Esa noche, en su dormitorio, Mary Shelley pensó en una criatura “fabricada, ensamblada y dotada de calor vital”. El resultado, años después, fue una figura inmortal de la ficción y las películas de terror: Frankenstein.
Mientras tanto, el frío brutal, unido a la sequía, arrasaba las cosechas de heno y maíz en el este de Estados Unidos. “Tenemos un aire de octubre, más que de agosto”, escribió un neoyorquino en ese mes de 1816. Europa también estaba mal, con lluvias constantes y fuertes nevadas en las montañas suizas. Los ríos y torrentes se desbordaban. Las campesinas trabajaban como locas para salvar sus hortalizas, y los hombres transportaban el heno empapado en barcas. Mary pasaba casi todo su tiempo en casa, escribiendo. En Alemania, las patatas se pudrían en la tierra, y las tormentas arruinaron un tercio de la cosecha de cereal. Las uvas no maduraban en las viñas. En Copenhague llovió casi todos los días durante cinco semanas. The Times de Londres, con la habitual sutileza británica, dijo que el tiempo era “poco amable”. En París, las autoridades eclesiásticas ordenaron plegarias especiales durante nueve días. “Una inmensa congregación de fieles” llenó las iglesias. En previsión de malas cosechas, los comerciantes de toda Europa subieron los precios, mientras la angustia de los pobres alcanzaba niveles alarmantes.
También en España y Portugal persistió el frío, con temperaturas medias dos o tres grados por debajo de lo normal. Las precipitaciones fueron excepcionalmente abundantes en agosto, un mes en general seco. El frío y la humedad dañaron cosechas por todo el país. Un observador meteorológico particular señaló que en todo julio no hubo más que tres días sin nubes. Las frígidas temperaturas mataron las frutas, en especial las uvas en los viñedos: sólo maduró una pequeña proporción de la cosecha, lo cual produjo un vino malo. Los olivos, sensibles al frío y faltos de calor, tampoco produjeron frutos de calidad. En Mallorca cayeron granizadas. La cosecha de trigo tardó más de lo habitual, y, durante la trilla, hubo que separar con esfuerzo el cereal seco y maduro de las semillas verdes. Los precios del pan subieron. En Londres, el embajador de Estados Unidos, John Quincy Adams, se quejó de que las noches estivales eran tan frías que no había podido dormir ningún día sin manta. En la época de la cosecha nevó al norte de la ciudad, algo insólito. En septiembre, violentos vendavales arrancaron los árboles y arrasaron los campos. The Times escribió: “El país se encuentra en un estado catastrófico”. En Suiza, llovió 132 de 152 días. El precio del pan subió a más del doble, hasta el punto de que, en las cenas, se pedía a los invitados que se llevaran sus panecillos. Algunas sectas religiosas extremistas proclamaron que el fin del mundo estaba cerca. Los pobres sufrían penalidades en todas partes. La emigración de Irlanda a Estados Unidos creció de forma notable. Muchos inmigrantes llegaban muertos de hambre, en un momento en el que las cosechas norteamericanas también estaban siendo horribles. Muchas familias campesinas de Nueva Inglaterra viajaron con todas sus posesiones hacia el oeste para huir del frío.
El otoño trajo más sufrimiento a Europa: algunas zonas de Alemania tuvieron la peor cosecha en cuatro siglos. En Gran Bretaña estalló la agitación social cuando subieron los precios del pan y la leche. En noviembre, una gran helada agravó los problemas. Hubo disturbios y manifestaciones, y los amotinados saquearon almacenes y se apoderaron en los ríos de cargamentos de cereal. Miles de campesinos suizos vagaban mendigando en grupo. El velo de gotas de azufre procedente del Tambora siguió alterando las pautas climáticas durante dos años más. Las temperaturas veraniegas a ambos lados del Atlántico no recuperaron la normalidad hasta 1818.
La ciencia moderna ha demostrado que no es una venganza divina, sino las grandes erupciones volcánicas, lo que hace que el clima mundial se enfríe varios grados durante dos o tres años. Habrá otra gran erupción que volverá a engendrar un año sin verano: es cuestión de tiempo. El Tambora ha mostrado indicios de actividad en meses recientes, pero los expertos creen que no hay muchas probabilidades de que vuelva a provocar un gran cataclismo. Sin embargo, nunca debemos olvidar que esa misma montaña es la que estalló en una erupción apocalíptica hace 73.000 años. Las cenizas se extendieron por todas partes, pero, por suerte, aquel mundo tenía una población minúscula. Hoy somos miles de millones de personas y llenamos ciudades abarrotadas, por lo que las posibilidades de daños mucho peores son inmensas, a pesar de la economía globalizada y la mejora en las comunicaciones. No hay la menor duda de que esa catástrofe llegará, como llegará un gran terremoto, el que los californianos llaman The Big One. El año sin verano está olvidado, pero sigue siendo una llamada de atención para un mundo más densamente poblado. Y nos dejó un legado importante: Frankenstein.